28. La distancia perfecta

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Estoy tan enfadada que me planteo seriamente tirarme a los brazos de cualquiera que tenga el alma tan oscura como yo, consumida por rabia, despecho y frustración. Me pregunto si estoy siquiera en condiciones de plantearme nada.

Me lamento de haber conocido a Giovanni Leone. Y deseo desde lo más profundo que él se arrepienta de haberme conocido a mí. Cuando consiga mi cometido, lo hará, me aseguro. Lo correcto sería regresar a mi apartamento, irme a dormir y sufrir la resaca mañana, pero hago todo lo contrario a lo que mi cabeza me aconseja. Me dirijo a la barra, en contra de la seguridad de mi organismo, y me pido un Aviation. Engullo la mitad en cuanto me lo sirven. Un tipo de la barra me dedica una media sonrisa. Le correspondo el gesto, se acerca. Es alto, pelo negro con canas grisáceas a los lados y facciones maduras que delatan su edad por muy bien vestido y acicalado que vaya. Por encima de los treinta y cinco como mínimo.

—Me preguntaba si habías venido con alguien más —vocifera por encima de la música.

—Estoy soltera, si eso es lo que te preguntas en realidad —contesto perfilando el borde de la copa.

Él sonríe sutil. Es guapísimo, de esos que te cruzas en la calle y desearías que fuese un encuentro fortuito del destino que hiciese que tropezarais y acabarais dándoos el número de teléfono.

—No puedo creerlo... ¿Tan bonita y bebiendo sola?

Vaya, el comentario por defecto para ligar en una discoteca. Si tiene la misma originalidad en la cama, no quiero imaginar lo desastroso que podría ser un encuentro sexual con este hombre.

—Pensaba que perderme en tu boca era una maravillosa opción hasta que la has abierto.

El tío se ofende y se va enseguida, justo lo que quería. Qué fácil ha sido. Me río atontada, contemplando el movimiento desincronizado que hace una pareja de jóvenes disimulando que les apetece bailar cuando en realidad se mueren por comerse a besos, hasta que una presencia familiar ocupa el hueco libre en la barra y se me borra la risa de los labios de sopetón. El parásito en persona, con el cabello algo revuelto y la frente brillante del sudor. Vestido enteramente de negro, con un vaquero y un jersey ajustado de cuello alto que le comprime los músculos de los brazos y el torso.

—Eres terrible, Anna.

—¿Qué haces aquí?

—Y muy previsible. Tanto que, además de saber que estarías en Kapital, sabía que vendrías a pedirte una copa después de la conversación por móvil para desfogar la rabia que te produce hablar conmigo —dice con una mueca de resignación que me enciende—. ¿Me equivoco?

—Qué sabrás tú de mí.

—¿Y tú de mí? ¿Qué sabes?

—Que qué haces aquí, Gianni.

—Estaba en el pub de al lado y me apetecía venir a que me dijeras «que te jodan» a la cara.

—No sabía que tuvieras tantas ganas de verme.

—Verte así de borracha ya es humillante de por sí. —Y como no se queda a gusto, aclara—: Para ti, digo.

Clavo mis ojos en su mirada, que está colmada de una energía de superioridad capaz de instar a la rebelión a un pueblo entero. Sujeto la copa con fuerza, dispuesta a marcharme a la pista de baile y terminar de bebérmela allí si no me la vierten encima por el camino.

—Que te jodan —le concedo el deseo—, y adiós.

—Ya lo hacen a menudo.

No sé si ese comentario ligado a la sonrisa insolente que acaba de esbozar tiene doble sentido, pero mi mano se mueve de forma automática guiada por el calor que me recorre las venas y el contenido de mi copa acaba esparcido por todo su jersey. Se aparta rápido, abre los brazos examinándose la enorme mancha que le habrá calado hasta la piel. Arruga la frente y separa los labios listo para seguir dándole rienda suelta a esa lengua afilada que besa tan bien.

—¡Ups! ¡Cosas de borracha! —exclamo alto.

No espero a oír su protesta, dejo el vaso vacío en la barra y me alejo rápido atravesando el gentío. Mi intuición, o más bien mi sentido común, me advierte de que las probabilidades de que Gianni me esté persiguiendo por la pista son tan altas como las de un cazador persiguiendo a su presa en plena sabana, con la única excepción de que aquí hay personas de sobra tras las que escudarme. Distingo a unos metros a un grupo de tres amigos y anclo deprisa mi brazo al pelirrojo, casi nos caemos al suelo porque trastabillo por el camino. El pobre chico debe de estar rogando en silencio que sus amigos vengan a salvarlo cuanto antes, está rígido como una tabla, pero los otros se ríen a lo lejos. Me acerco lo justo para no matarlo de un paro cardíaco, le pongo las manos en mi cadera y nos movemos. Se sonroja.

Qué adorable su inocencia. Y pensar que una vez fui así...

No veo a Gianni. Parece que me he precipitado al creer que vendría a por mí. Quizá, solo quizá, fuera lo que yo deseaba en el fondo. No por nada en particular, sino para alimentar mi ego herido. Me giro, me contoneo de espaldas. Hay almas que han disociado de la realidad y se balancean fijando la vista a ningún punto determinado del techo. Me aburro, creo que es hora de irse a casa. Entonces, lo veo. Apoyado de brazos cruzados en la pared a mi izquierda. Con el mentón levemente inclinado hacia abajo y los labios trazando una línea recta mientras sus ojos traspasan cualquier presencia que se interpone entre nosotros por un instante y siguen fijos en mí. Mientras me desnuda con la mirada. Y no me refiero a quitarme la ropa. Yo también intento desnudarlo, esa profundidad que guarda secretos y a la me gustaría acceder.

Estamos separados por la distancia perfecta para que contemplemos quiénes somos en el fondo, lejos de ser lo que nos han hecho creer las experiencias de la vida y los logros personales que nos definen. ¿Sería más fácil aceptar los aleteos en mi corazón si él no fuese quien es? ¿Si yo no fuese quien soy? ¿Acaso no es eso lo que estaba ocurriendo en el Club 13 hasta que descubrimos nuestra identidad «real»?

La piel se me eriza al notar los dedos del chico pelirrojo subir a mi cintura y sé que es porque estoy absorta en la presencia de Gianni. Siento como si hubiese un hilo invisible que nos une y nos obliga a perdernos el uno en el otro. Siento que está demasiado lejos y demasiado cerca al mismo tiempo. Siento el corazón acelerándose, el calor ascendiendo del estómago y hormigueándome en las mejillas. Siento que estoy bastante borracha y aun así no dejo de sentir. Siento, siento y siento... Vuelvo a la posición inicial, de frente al chico que al final parece estar disfrutando de bailar conmigo.

Me aproximo a su cara. No voy a besarlo, solo quiero hundirme en su cuello pensando que es alguno de mis mejores amigos y que de alguna manera me está ayudando a refugiarme de todo lo que me rodea. A esconderme del cazador. El chico pasea la mano por mi espalda hasta frenarla en mi nuca, creo que él sí tiene intenciones de besarme. Después de todo, no es tan inocente ni tímido como yo había pensado. Es suficiente. Me separo de su cuello, dispuesta a despedirme con una sonrisa para zafarme del agarre y volver a mi apartamento cuando, de pronto, el tacto de su mano en mi nuca desaparece de forma brusca y su expresión se torna asustadiza.

—¿Me permites? Aunque a ella se le haya olvidado, viene conmigo —vocifera Gianni por encima de la música, detrás de mí y sosteniendo la mano de él.

Su aliento en mi oído. El calor de su cuerpo en mi espalda. Al chico pelirrojo no le queda otra que irse con sus amigos. Gianni está a punto de sujetarme como si supiese que me tiemblan las rodillas, pero emprendo la marcha hacia la salida de la discoteca rezando por que mi pésimo equilibrio o los tacones no me jueguen una mala pasada. Empujo la puerta, apresurada, y tomo una gran bocanada de aire en el exterior.

Todo me da vueltas. En el estómago, en la cabeza y en el corazón.

Tengo los oídos embotados del volumen del interior. Sigo caminando a trompicones, escucho la voz enlatada de Gianni pidiéndome que me detenga, que lo espere, hasta que me fuerza a hacerlo aferrando los dedos a mis codos y exhalo un quejido de desesperación. Me volteo, le golpeo el torso con los puños. Trato de transmitirle lo mucho que me frustra su actitud, lo que provoca en mí su mera presencia. Espero a que se enfade tanto como lo estoy yo, que me lance alguno de sus insultos o me abandone ahí, arrepintiéndose de haberme ido a buscar a Kapital.

Sin embargo, me atrae hacia sí y me estrecha entre sus brazos. Con una mano aproxima mi cabeza a su torso aún húmedo. El olor a su perfume mezclado con el del alcohol me embriaga. Sus latidos están igual de desacompasados que los míos. Me apretuja fuerte contra él. No le correspondo el abrazo, solo me hago pequeñita notando cómo tiemblo entera. Los segundos se me escapan de las manos. Luego afloja y se aleja lo mínimo pero suficiente para enfrentarme a sus ojos. Me dedica una mirada agitada, sincera... Más sincera de lo que puedo soportar ahora.

—¿Se puede saber por qué estás tan enfadada?

Me muerdo los labios. Ojalá pudiera decirte que tú eres la causa de mi reciente inestabilidad emocional. Hago uso de los malos recuerdos que vagan por mi mente para mantener mi orgullo a flote, de todo eso por lo que debería detestarlo. De su capacidad para hacerme sentir tan suya y a la vez tan ajena al verdadero Gianni, de quien solo he podido conocer la abreviatura de su apellido, «Leo».

—Porque eres un capullo, engreído y prepotente —me desahogo y respiro hondo antes de suspirar igual de hondo—. Leo me caía mejor.

Por sus ojos cruza un brillo taciturno que le ensombrece la mirada. El ceño se le frunce y aprieta la mandíbula cuando posa las manos en mis hombros con delicadeza, como si temiese hacerme daño con el simple roce de su piel.

—Leo no existe, Anna.

—Por eso estoy tan enfadada.

—Pero yo sí existo.

Aunque esté borracha, entiendo lo que dice. Y justo ese es el problema. Que quien existe es Gianni y que Gianni es una persona que jamás debería permitirme alcanzar ni dejar que me alcance a mí. Sus ojos tristes... ojalá pudiera perderme en ellos sin todo lo que eso supondría en mi vida.

—Tú no me caes bien —miento. Él alza las cejas simulando sorpresa.

—El sentimiento es recíproco.

Lo dudo.

—Eres insoportable —añado.

—Lo sé.

Me preparo para replicar, pero no puedo porque ya me ha dado la razón e inflo los mofletes. De repente, amplía los labios y empieza a reírse soltando pequeñas carcajadas con esa voz ronca que tiempo atrás había deseado escuchar en la realidad. Debería hacerlo más, aunque en parte preferiría ser la única testigo de este fenómeno extraordinario. Me aparta un mechón de cabello desordenado del rostro, acaricia el mi mentón hasta llegar a mi barbilla y me perfila la boca con el pulgar. Juraría que tenemos las mismas ganas de besarnos, de olvidarnos del mundo fundiendo nuestros labios. Hoy le besaría lento, tierna y agregando una pizca de rabia contenida que ocultaría tras un mordisco en su labio inferior. Sin embargo, las contracciones en el estómago que me suben a la garganta arruinan el momento. Retrocedo enseguida, primero me vomito en la falda del vestido y después consigo apuntar al suelo vomitando las copas que había ingerido en un intento por evitar lo que inevitablemente ha vuelto a suceder.

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