48. Nada de esto debería estar pasando

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Que si el plan era esperar a que la cabina de Amber y Luca se abriese para continuar nuestro paseo por la feria juntos, a Gianni le importa un comino. En cuanto pisamos tierra, le echa un vistazo al reloj que le cubre la muñeca, me coge de la mano y tira de mí adentrándose en la multitud.

—Dejémoslos disfrutar un rato a solas —me dice por encima del alboroto.

—Voy a avisar a Amber.

Saco el móvil del bolso, pero interpone la mano entre mis dedos y la pantalla.

—No hará falta, este plan lo ha urdido ella.

Trago saliva. Tengo la boca seca. Pienso en Ellie. En Amber con Luca. En que no soy capaz de posicionarme del lado de ninguna de las dos. Sin embargo, me duele imaginar que la pequeña adicta al trabajo esté en la habitación del hotel hecha un ovillo, sabiendo que a partir de esta noche puede que tenga que acostumbrarse a verlos juntos o a guardar el secreto de que mantienen una relación porque, de salir a la luz, uno de los dos estaría despedido. Llegamos a un claro en medio de la feria.

—Queda media hora para los fuegos artificiales —expone Gianni, pero estoy absorta en un hombre de pantalones marrones y una camiseta de lino que hace bailar un dragón luminoso de papel en el aire ayudándose de unos palitos—. ¿Te gusta lo dulce?

—¿Cómo dices?

—Hay un puesto de algodón de azúcar ahí, ¿quieres uno?

—¿Lo quieres tú? —pregunto, confundida por el jolgorio que nos rodea.

—¿Qué te pasa? ¿Estás bien? —inquiere apartándome el pelo de la mejilla con delicadeza. Veo el reflejo de los farolillos en sus pupilas dilatadas—. Estás helada.

—Solo tengo un poco de frío —musito.

—Ven aquí.

Me acerca a él pasándome el brazo por los hombros y me mira frunciendo el ceño como si tuviese duendes en la cara cuando no reacciono. Lo único que sé que tengo es el corazón tan absurdamente alterado que me cuesta hablar sin atragantarme.

—¿Te molesta?

—No, para nada.

Le rodeo la cintura, tensa como un palo, y nuestros cuerpos se acoplan a la perfección de camino al puestecito de algodones de azúcar. Él disimula una risa traviesa. Estoy segura de que nota lo cohibida que estoy. ¿Qué demonios me pasa? ¡Ya hemos hecho de todo! ¿Por qué diablos me pone tan nerviosa caminar con él por una feria de Valencia? Quizá sea por eso mismo. Porque aquí el motor de nuestro tiempo juntos, a solas, no es el deseo sexual.

Me invita a elegir el algodón que más me guste: uno rosa con estrellitas amarillas. Le paga a la chica y vamos arrancando pedazos azucarados mientras paseamos cerca de un espectáculo de danza de fuego que concluye en estrepitosos aplausos y silbidos. El sabor endulzado en mis labios me hace cuestionarme a qué sabrán los suyos, pero jamás podré saberlo porque nos zampamos la enorme nube antes incluso de que sea consciente de las inmensas ganas que tengo de besarlo.

Giramos a la izquierda y me guía hasta una caseta que tiene hileras de botellas en el suelo y aros colgando de las paredes. Hay una pareja delante de nosotros, así que esperamos nuestro turno. Abrazados. Como una pareja. Las entrañas me rugen furiosas.

Sí, lo sé. Nada de esto debería estar pasando. Procuro distraerme pensando en el imbécil afortunado del triángulo amoroso.

—¿Crees que a Luca puede gustarle Amber?

—A Luca podría gustarle cualquier chica de la que sepa que no puede enamorarse.

—Dudo que sepa qué es el amor.

—Eh, mírame —me dice pellizcándome la barbilla para alzarme el rostro—. No te preocupes por ninguno de esos tres. Amber solo quiere hablar con él acerca del tema y Luca jamás haría nada con una amiga de Ellie. No después de lo de anoche. No es tan cínico.

—No se merece a Ellie.

—En eso estoy de acuerdo —se ríe con una calidez que me llena los pulmones de oxígeno—. Y ahora será mejor que te esfuerces en ganarme porque pienso machacarte.

Cogemos cinco aros cada uno y apuntamos a las botellas de vidrio. Encesto tres. Cuando le toca a Gianni, me aseguro de hincarle el dedo en el costado para hacerle cosquillas antes de cada tiro. Descubro algo nuevo de él: solo tiene cosquillas a la altura del pectoral, bajo la axila. Encesta solo dos. La derrota le sienta fatal, arruga el entrecejo y me asesina mentalmente cada vez que me río porque, para qué mentirnos, ha lanzado los aros de pena. Saber que he sido la responsable de su derrota me divierte aún más.

Hacía falta encestar cuatro para el premio del peluche, así que nos vamos con las manos vacías mientras el señor nos despide para que pueda jugar la pareja siguiente. Gianni, no satisfecho con su resultado, avanza hasta la caseta contigua, donde los venden por separado, y elige el osito negro con una rosa roja perfumada entre las patas. Nuestros colores favoritos, pienso.

—Acepta que has perdido contra mí. Un trofeo falso no cambiará nada —le digo entre risas.

—Con una condición.

—¿Los perdedores tienen derecho a poner condiciones? Sorpréndeme.

—Acepto que he perdido si aceptas el peluche.

Me quedo atónita cuando coloca el osito entre mis brazos.

—No es un trofeo falso, es el trofeo de la ganadora. Ya tienes un oso al que abrazar —Se inclina para darme un beso cálido en el pómulo. Su voz sensual me roza la oreja—: Feliz cumpleaños, Anna.

De repente, me desata un incendio en las mejillas. Aprieto el osito contra mí y la boca se le amplía en una sonrisilla mordaz mientras me da varias palmaditas en la cabeza.

—Creo que nunca te había visto tan roja —se burla.

Odio eso. Que me digan que estoy roja cuando estoy roja. Supongo que las personas que lo hacen no conocen la tortuosa sensación de que el infierno monte su imperio en nuestras caras. Por supuesto que sé que estoy roja, ¡me arde la piel! Inflo los mofletes, irritada, y le pellizco el punto débil en su costado, a lo que se retuerce soltando una carcajada llena de ímpetu que me contagia. Una vez recompuestos, me tiende la mano con un brillo vivaz en los ojos y yo me fijo en lo apuesto que se ve con el pelo sin peinar. Tal y como lo tiene ahora, revuelto de las risas, las cosquillas y el ambiente húmedo.

Le doy la mano.

Y no la coge, sino que les provoca un cortocircuito a mis neuronas entrelazando nuestros dedos de camino a la salida de la feria. Antes de abandonarla, pedimos para llevar dos cafés con leche y calabaza. Nos los sirven en una bolsita de cartón con el logo de una adorable calabaza espadachina. En cuestión de minutos, nos plantamos frente a un edificio de oficinas que hay cerca de la feria y subimos las escaleras metálicas de la salida de emergencia pegadas a la fachada trasera. Tres o cuatro plantas más tarde, soltamos un resoplido exhausto al unísono, nos sentamos en los peldaños de rejilla y sacamos los cafés humeantes.

—Espero ver los fuegos artificiales en primera fila después de haber subido doscientos escalones —gruño atravesando la tapa de cartón con la pajita.

—En primera fila y aislados del mundo, sin voces desconocidas que te distraigan del espectáculo.

—Solo la tuya, ¿no? —digo irónica y me observa de soslayo con desdén fingido—. A propósito, nunca te he escuchado hablar italiano.

Se me escapa un gemido de placer al probar el café espumoso. La mirada de Gianni brilla en la oscuridad, suspendida en mis labios y ascendiendo despacio a la mía.

Ho complottato tutto il giorno per trovare un modo per rapirti.

Me quedo literalmente sin habla. Porque su acento italiano es el más sexi que he escuchado en mi vida y porque no tengo ni idea de qué acaba de decir. Se acomoda en el peldaño recostando la espalda en la barandilla y me arrastra consigo hasta que me tiene entre sus piernas, al alcance para poder abrazarme por la cintura y arroparme con su cuerpo. Noto en mi piel el calor que desprende la suya. Me da miedo que el silencio le revele lo rápido que me late el corazón.

—Sigo esperando a que lo traduzcas para...

—Llevo todo el puto día maquinando la manera de raptarte para mí solo. Esa es la traducción.

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