36. Hechizo de arena y tiempo. Parte 2

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Egipto, conocido en la antigüedad como Kemet.

Año 1336 a.C.

Un día después, nos encontramos en el altar, en el patio del templo, con nuestra vestimenta ceremonial. Llevamos brazales y collares con los símbolos de Atón.

Me hallo en el centro de los cinco; Net y Akila están a mi izquierda, Yafeu y Donkor, a mi derecha. Su vibración es como el oleaje constante y veloz del Nilo, rompiendo a mi lado. La magia subterránea nos dejó recargados de poder.

Faltan unos minutos para el mediodía. Nuestras auras se han fundido como una sola, expandiéndose en una corriente invisible por todo el lugar. Miramos hacia la gente sentada ante las mesas, con las ofrendas que trajeron al dios: alimentos, bebidas, plantas, joyas y artesanías.

Hago una señal y nuestros discípulos, que están desparramados por el patio, empiezan a entonar una melodía improvisada. No tiene palabas, no tiene sentido. Es pura voz, sonido, vibración. La gente se les une, imitándolos. La energía de todas estas almas se fusiona y luego de unos instantes desafinando, el sonido se vuelve armonioso. Su poder se abalanza hacia nosotros como una marea y mis compañeros retroceden, algo intimidados, segundos antes de que nos cubra por completo.

Los cinco nos tomamos de las manos y miro hacia arriba, hacia el sol, el disco dorado que ya se halla en el centro del firmamento. Rodeado por este tornado de energía, que me da cada vez más poder, comienzo a invocarlo. El sonido del canto colectivo crece. Net, Akila, Yafeu y Donkor se suman a la invocación. El lugar empieza a temblar.

La ofrendas se elevan en el aire, también algunas piedras del suelo. La gente grita, o se queda paralizada. Otros salen corriendo. Vuelvo a mirar hacia el sol, con los ojos entrecerrados. En ese instante, me parece ver un punto de luz sobre nosotros, a varios metros de distancia. Fluctúa en el aire, segundos antes de expandirse como un halo, que forma un disco transparente.

Caemos al suelo, aplastados por la energía que sale de él. La gente en el templo comienza a gritar y muchos también se derrumban. Todo se vuelve negro.

***

Gritos, desorden, fuego. Hombres y mujeres corriendo. ¿Qué está pasando? Miro alrededor. Donkor está inconsciente a mi lado y Net llora sobre su cuerpo, tratando de reanimarlo con la energía que sale de sus manos. Giro a un lado y a otro. ¿Akila? ¿Yafeu? Dirijo los ojos hacia el frente.

Hay personas y sacerdotes en el suelo, algunos inconscientes, otros aterrorizados debajo de las mesas. Sangre en el piso y en las paredes. Unas figuras transparentes sostienen a los devotos del cuello o los aplastan contra las mesas. Los atraviesan con manos fantasmales en el pecho, la garganta y la frente, para succionarles la energía, que sube a través de sus brazos hasta sus corazones de humo oscuro. Acaso son... ¿nuestros servidores? ¿Nos han traicionado?

Uno de ellos, el que tengo más cerca, deja en el piso al sacerdote del que se estaba alimentando y gira hacia mí. Su rostro vacío, recorrido al igual que el resto de su cuerpo por los colores de la fuerza vital que ingirió, comienza a formar unos rasgos. Ojos y fauces de una bestia con orejas puntiagudas, que abre su boca llena de colmillos y se agazapa, lista para atacarme.

—¡Adom! —grita Yafeu, apareciendo a mi lado.

Aparta al enemigo disparando un rayo verde de la palma de su mano.

—¿Qué pasó? ¿Por qué...? —le pregunto.

—El dios... o lo que sea esa cosa monstruosa que estábamos adorando... nos traicionó —escucho la voz de Donkor a mi izquierda.

Recuperó la conciencia. Abrazado por Net, señala hacia el cielo, donde continúa brillando aquel halo circular transparente. Ahora es inmenso y a través de él llegan y se van de nuestro mundo los espíritus que nos atacan.

—Nuestros servidores...

—Fueron poseídos —expresa Net—. Ahora sirven solo a Atón.

Con su energía, Akila forma unas lanzas espirituales de color azul, que arroja a unos enemigos que atacaban a unas sacerdotisas. Se clavan en sus espaldas, derrumbándolos. Luego hace un hechizo para protegernos y sigue luchando.

—Debemos ayudarlos... Parar todo esto...

—¡Mira la destrucción a nuestro alrededor! —grita Yafeu, llorando—. No vamos a lograrlo. ¡Es todo culpa nuestra, fuimos engañados y no podemos hacer nada! Vamos a morir. Condenamos a nuestro hogar y quizás a todo Kemet.

Lo tomo de la mano.

—No importa. Ahora hay que luchar. —Me levanto.

Asiente. Net y Donkor me imitan. La magia nos recorre... Siento las llamas de fuerza espiritual creando un arco rosado en mis manos. Los demás también invocan sus armas, listos para luchar. Un grupo de espíritus, que estaban absorbiendo la energía de unas personas, nos perciben y se agazapan, antes de lanzarse hacia nosotros.

Disparo la primera flecha hacia el líder, que lo atraviesa como un rayo de color magenta, disolviéndolo en el aire.

Net materializa una maza de fuego amarillo, con la que destruye la cabeza del enemigo que la atacaba, mientras Yafeu corta a otro con una espada envuelta en llamas verdes.

Vuelvo a disparar rápido, hacia los que quedan, uno de los cuales es lacerado por el látigo violeta que crea Donkor. El enemigo es cubierto por la energía violeta de mi discípulo y estalla.

Nos agrupamos con Akila, que estaba a unos metros indicándole a una familia cómo escapar por un pasaje, y corremos hacia el resto de los espíritus, dejando salir un grito de guerra.

Luchamos por horas, viendo perecer a nuestros alumnos, a los que considerábamos casi hermanos e hijos. También a los fieles a quienes cuidamos y sanamos tantas veces. El portal en el cielo sigue creciendo. Las criaturas son cada vez más y tenemos menos fuerza. Resistimos, cubriendo en un hechizo protector a los que pudimos salvar, acompañados por los sacerdotes que quedan, disparando rayos y maleficios a los enemigos.

Las fuerzas me abandonan. Tiemblo y caigo de rodillas.

—Adom... —Net viene a mi lado.

Apenas resiste ella misma. Sin embargo, junto a Donkor, que se halla cubierto de sangre, me sostienen. Estoy por desvanecerme... quiero cerrar los ojos y dejarme ir. Entonces lanzo una plegaria. Al verdadero Atón, si es que existe, a los dioses viejos... a cualquier fuerza del bien que quiera responder y salvarnos.

Una onda de poder me atraviesa y surge desde mi pecho, expandiéndose por el lugar como una onda. Aparta a los servidores, que huyen a toda velocidad. Algo se abre sobre nuestras cabezas... otro portal, grande como un barco, del que descienden tres gigantes de fuego transparente.

Nos rodean. Las personas y sacerdotes los observamos, asombrados. Distingo una cabeza de chacal en el que está a mi izquierda. La que está a la derecha, tiene alas y un disco brillante sobre la cabeza. ¡Anubis e Isis!

Todos se arrodillan y se cubren el rostro. Excepto Net, Donkor, Yafeu, Akila y yo, que seguimos con la mirada en alto, observando el milagro.

El que está delante de nosotros gira su cabeza de halcón hacia mí durante un segundo, antes de extender sus manos hacia el portal maligno. ¡Horus!

Los otros dioses lo imitan y lo último que escuchamos es una explosión, antes de que un viento inmenso nos arrastre, desparramándonos entre los restos del templo.

***

Después de la catástrofe, no pude volver a ser el mismo. Continuamos viviendo en el templo, entre las ruinas. Reconstruimos algunas habitaciones y ambientes con ayuda de la gente y los sacerdotes que sobrevivieron. Lo hicieron sin quejarse, aunque noté el recelo en sus miradas.

Ya no le rezamos a Atón. Net, Donkor, Yafeu, Akila y yo clausuramos la cámara secreta. Probamos rezarles a los dioses antiguos, pero no respondieron. Solo me visitan en mis pesadillas unos espíritus oscuros con cabeza de mantis.

Me paso los días mirando los escombros del templo y a la noche camino hasta una duna en el desierto y me quedo bajo las estrellas. No quiero ver el sol. Los demás vienen a hablarme, pero no les respondo. Sus palabras se escuchan ahogadas, lejanas.

Yafeu está preocupado por algo, Net también. No sé qué puede ser peor que lo que ya vivimos y no sé cómo llevar adelante el templo ni la aldea. Confío en que ellos se están ocupando.

Una noche, me despiertan murmullos y el aroma del humo. Sacudo a Net que está a mi lado, y nos asomamos por la ventana. ¡Fuego! En todo el patio y alrededor de nuestras viviendas.

Nos miramos. No hay tiempo. Corremos a los cuartos de los sacerdotes menores, para despertarlos, pero no los encontramos. Net me aprieta el hombro y ahoga el llanto. Nos han traicionado... La tomo de la mano y avanzamos rápido hacia los aposentos de Donkor, Yafeu y Akila. Tosemos, ahogados por el humo.

Abrimos las puertas y despertamos a Akila. Después nos separamos. Yo voy por Donkor y ellas por Yafeu. Los cinco nos encontramos en el pasillo. En ese momento, escuchamos voces... gritan, buscándonos. Quieren asegurarse de que fallecimos ahogados por el humo.

Net me entiende con solo una mirada.

—A la cámara secreta —les digo.

Tomamos por un pasaje oculto en la pared de uno de los cuartos. Net tira de mi mano con fuerza.

—Sigan ustedes. Bajen las escaleras, y enciérrese. El fuego no llegará hasta ahí y tendrán aire que vendrá de las salidas secretas —les digo—. Pero no se vayan hasta después de dos días. Cuando ya nadie vuelva.

—Huyan durante la noche. Unos gigantes de fuego de los reinos del noreste, espíritus distintos a los dioses que conocemos, los protegerán. He soñado con ellos —afirma Net—. Los guiarán por el desierto hasta una caravana que los llevará a la ciudad más cercana. Olviden sus nombres y sus vidas aquí.

—No... —dice Akila, abrazándonos.

—Adom, Net... —Donkor vine hacia nosotros también.

Levanto la mirada hacia Yafeu, que es el mayor de los tres. Comprende y asiente, llorando.

—Llévatelos —le digo, empujando a ambos.

—¡No! —gritan.

—Los alcanzaremos después —les miente Net, ocultando el llanto—. Los amamos. —Les damos la espalda y corremos rápido hacia la puerta de la cámara.

La cerramos con fuerza y volvemos por el pasaje al cuarto. El calor es todavía más fuerte allí y tosemos, sofocados. Escuchamos a la gente afuera, buscándonos por los pasillos. Giro hacia ella y la tomo de los hombros.

—Te amo —le digo.

—Yo también.

Nos besamos. Luego nos separamos y activamos nuestra magia. Salimos al pasillo y avanzamos entre el humo hacia la muchedumbre, listos para darles pelea y morir entre las llamas.

***

Abro mis ojos, en medio de la oscuridad. Miro hacia un lado y hacia otro. Me observo, buscando mi cuerpo, pero solo hallo mi espíritu, como una fuerza incolora, que circula dándome forma en esta penumbra. Llamo a Net, también a los demás, aunque empiezo a olvidar sus nombres. ¿Dónde están?

Una parte de mí se siente aliviada al recordar que los salvamos, la otra sufre por mi compañera que también murió entre las llamas. El sofocamiento, el dolor, y la desesperación por las quemaduras se alejan de mí, como si se borraran, aunque adivino que quedarán adormecidos en algún lugar de mi consciencia.

Estoy muerto. Lo sé. Vuelvo a pensar en las almas que amé, a pesar de que sus rostros y nombres y nuestra historia son tragados por el olvido. No encuentro a mis dioses, tampoco estoy en ninguno de los Inframundos prometidos. Me encuentro solo, en un vacío eterno.

Quiero llorar y gritar. Siento que lo hago, pero tan solo como una imitación burda... Mi espíritu ya no sabe lo que es tener un cuerpo.

Creo que voy a perder la cabeza y temo que algún dios oscuro me encuentre. Una presencia escalofriante capta mi pensamiento y comienza a tirar de mí con un poder gigantesco. Grito, buscando escapar, tratando de resistir esa corriente, pero es inútil. Vuelvo a gritar, pidiendo ayuda. En ese instante llegan, cortando el vínculo con la fuerza siniestra.

Los veo frente a mí, todos brillando con luces blancas: los gigantes de fuego. Son cuatro. De ellos me habló Net en los últimos momentos de la vida que dejé.

—En su búsqueda de poder, han cometido un error grave y pagarán por ello —pronuncia el primero—. Pusieron en riesgo a toda la creación.

—Lo siento. No sabíamos lo que estábamos haciendo —les digo.

—Tendrán que enmendarlo —agrega el gigante.

—Estoy dispuesto a ello.

—Deberás encontrar a tus compañeros —pronuncia el segundo gigante y señala hacia un lado, donde aparecen cuatro llamaradas: una amarilla, otra azul, también una verde y la última de color violeta.

—Deberás reunirlos, ayudarlos. Desafiarlos para que desarrollen sus almas y poderes —completa el tercero—. Ellos harán lo mismo contigo, si es que aceptan la misión.

En cuanto dice esto se enciende una llamarada de color magenta en mi pecho. Los cuatro se inclinan hacia mí. Su poder me aplasta contra el suelo.

—¿Aceptas la misión? Si no lo haces, tu castigo será mucho más grave.

Asiento, estremeciéndome en cada parte de mi ser. Enseguida me rodea un tornado luminoso, que entra en mí, expandiéndome. Me arranca de la oscuridad y me transporta por el cielo, entre las estrellas, a toda velocidad, hacia otro tiempo y una nueva vida.

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