38. La ciudad rota. Parte 1

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Caemos a toda velocidad por un tubo de energía, dejando atrás ese mundo abandonado donde enfrentamos a los gigantes con cabeza de mantis. Abrazo a Jonathan, para no perderlo. Su aura se siente cálida y vibra con intensidad. Comprendo que está procesando muchísimas cosas, al igual que yo.

Observo el tubo por el que nos transportamos: la corriente de energía que nos rodea está hecha de luces multicolores aunque noto algunas zonas opacas.

Siento que el vértigo aumenta y veo debajo cómo se acerca la salida, momentos antes de ser despedidos y caer al suelo. Me levanto y largo un bufido al ver que no estamos en casa; nos hallamos en otro paisaje decadente, de luminosidad opaca, como en un amanecer invernal. Sin sol, sin estrellas, sin luna.

Nos encontramos en una ciudad decrépita, con muchas partes en ruinas. Ayudo a Jonathan a levantarse del piso de tierra. Más adelante, distingo unos cascotes y, luego, pavimento. Caímos sobre una calle hecha pedazos.

Jonathan mira el lugar, asustado. Nos rodean edificios de los que cuelgan restos de material, con los pisos superiores destruidos o con agujeros en las paredes. Trozos de cristal en las ventanas, pintura descascarada, muebles y objetos podridos que asoman en los pisos inferiores.

Mi ex me toma de la mano y su aura me cubre, antes de reforzar nuestro campo de fuerza. Me concentro en hacer lo mismo con mi fuego magenta.

—¿Qué será este lugar?

Jonathan se dirige hacia una esquina y lo sigo. Entre los escombros y la basura acumulada, asoma el cartel de las calles.

Corrientes y Callao. ¡Estamos en pleno centro de Buenos Aires!

Retrocedemos temblando... Esto fue alguna vez la avenida Corrientes, llena de luces, teatro y vida.

Estamos a unas cuadras de la radio. Giro hacia Jonathan, que empalidece y señala hacia arriba, en dirección al edificio donde trabajo. Ya no está el portal con forma de tornado en el firmamento, sino un círculo gigantesco de oscuridad profunda, que absorbe a las nubes que pasan por su lado. Hay espíritus que entran y salen de él. No se ven como la bruja verde, el felino o el hombre de hojalata. Son insectos bípedos, aunque de tamaño humano, batiendo las alas para cruzar el firmamento. Similares a los seres que vimos en el confín del universo.

—Son la evolución de nuestros sirvientes —deduce Jonathan y solo puedo apretar su mano con fuerza. Es lo único que me sostiene. Mi cuerpo quiere derrumbarse y llorar.

—Tenemos que ir hasta la radio.

Asiente y nos encaminamos. Cuando doblamos la esquina, me paro en seco al notar un vacío a unas cuadras de distancia. Solo queda un espacio de terreno pelado donde se hallaba la manzana del edificio de la radio... en su lugar, se yergue una estructura inmensa similar a un brazo con un dedo que apunta al cielo, al portal.

—Es una antena inmensa... —Jony se contrae, llevándose una mano al estómago—. Dios, su energía es espantosa. Fran, no nos acerquemos. Debe tener sensores. Esos seres pueden saber que estamos en el futuro.

El futuro. Las palabras de Jonathan caen con un peso inmenso en mis hombros. ¿Esto es lo que vio Karina? ¿O es años después?

—Quiero ir igual.

—Fran. —Me toma del brazo con fuerza—. Conozco a esas cosas. Antes, cuando me poseyeron, no las percibía, pero ahora sí. Estoy como... conectado a ellas. O al menos, dejaron algo de información en mi cabeza. Por favor, no nos acerquemos a eso.

Suspiro y me siento en el piso. Me llevo las manos a la cabeza y contengo las lágrimas.

—No me importa. Necesitamos información, algo que nos sirva para prevenir esto. Prefiero morir acá antes que volver sin saber cómo detenerlos.

Jonathan se sienta también y mira el vacío.

—Todo es mi culpa, por seguirle el juego a esas cosas.

—Esto es de antes, por lo que hicimos en Egipto, Jony. Y es mi culpa; yo los lideraba y los convencí de adorar a ese dios falso, detrás del que se escondían estos seres.

—Los dioses egipcios cerraron el portal aquella vez. ¿Cómo volvió a abrirse en nuestro mundo, en tu radio?

—No tengo idea. Quizás estaba cerrado temporalmente y se reactivó cuando reencarnamos juntos.

—¿O sea que esos insectos gigantes esperaron miles y miles de años a que reencarnemos para usarnos?

—Puede ser... Cuando estábamos allá, donde sea que los hayamos visto, me dijiste que interactuaban con nosotros desde otro universo —digo y asiente—. Quizás el tiempo funciona diferente para ellos.

—Tiene sentido.

De pronto, siento un silbido, entre siseos. Jonathan me mira, alarmado.

—¿Escuchaste eso?

Asiente y nos levantamos. Observamos a cada lado, temblando. Suena de nuevo... ¡más cerca! Viene del lado del Obelisco. El silbido aumenta de volumen cuando el suelo se sacude.

Echamos a correr en dirección contraria, pasando el terreno vacío hasta llegar de nuevo a los edificios decrépitos. Levanto la mirada hacia las ventanas, buscando a alguien que nos ayude, por más remota que sea la posibilidad. Me parece ver unas sombras en las aberturas iluminadas: figuras con la cabeza baja y los brazos caídos, que retroceden.

El piso se sacude de nuevo. ¡El siseo se acerca aún más!

De repente, me invade una tibieza bajo mis pies, como si avanzara sobre unas raíces de luz. Observo unos metros delante, donde un círculo de luz blanca se hace visible por unos segundos. Comprendo que llegamos a una zona de líneas de poder algo apagadas.

—¡Frená! —le grito a Jonathan, mientras me detengo y señalo hacia el piso.

Ponemos las manos en el suelo, donde comienza a formarse un mandala con partes verdes y magentas. Gira a toda velocidad antes de hacernos despegar. Escucho el silbido y los siseos de nuevo y volteo, pero ascendemos tan rápido que solo veo una figura borrosa, serpentina, avanzando por la calle, que se vuelve pequeña a medida que subimos y nos perdemos en el cielo nublado.

—¿Qué carajo era eso? —pregunta Jony.

—Es mejor no saberlo. Total, ya lo perdimos.

El tubo de energía que nos transporta es cada vez más opaco y titila esfumándose un par de veces, casi haciéndonos caer. Aprieto la mano de Jony y señalo la primera terraza que veo. Asiente y nos concentramos para descender ahí. Unos segundos después, el tubo desaparece y terminamos estrellándonos. Al menos, llegamos a la terraza.

Nos levantamos, sacudiéndonos el polvo, y nos acercamos a la baranda para estudiar el paisaje. Entre los espacios envueltos en sombras hay montañas de escombros, huecos con terrenos vacíos y edificios con ventanas rotas y derrumbes, tan comunes en este mundo. A lo lejos, todavía se distingue la mitad de lo que fue el Obelisco, con cascotes inmensos debajo y su punta estrellada en la Plaza de la República.

Notamos luces pequeñas y amarillentas en algunas calles. Vienen de fogatas en tachos de basura, hacia los que los habitantes se arrastran como perdidos en un trance. Encienden uno en la esquina. Las figuras disfrutan del calor, antes de volver a esconderse en los edificios.

Me estremezco al escuchar un golpe seco a nuestras espaldas. Volteamos apuntando con las manos, que largan chispas del color de nuestras auras. Dos hombres terminan de apoyar las piernas con las que abrieron la puerta de la terraza de una patada. Tienen el rostro cubierto por una máscara bucal y gafas de protección de tipo industrial. Traen chalecos y otras ropas descoloridas, con manchas y agujeros. Hay varios mechones canosos en sus cabellos.

—¡Estamos acá! Te dije que íbamos a estar acá —grita uno de ellos. Su voz me resulta familiar.

—Justo como lo recordábamos... —afirma el otro.

—¿Quiénes son?

Mi pregunta es acallada por un zumbido potente, parecido al de las chicharras, que ya reconozco: es el de las mantis gigantes. Sin embargo, ahora lo emiten los insectos humanoides de menor tamaño que plagan esta ciudad. Levanto la cabeza y encuentro un enjambre que vuela acercándose, mirando de un lado a otro, a cada terraza. Nos están buscando. Saben que estamos acá.

—¡Fran, cuidado! —grita Jony, señalando a los hombres que irrumpieron en la terraza.

Nos apuntan con sus brazos izquierdos, donde tienen algún tipo de aparato montado en un brazalete. Aprietan un botón y enseguida los envuelve una esfera de luz. Aprietan otro y nos disparan un rayo que se expande por nuestras auras, para protegernos de la misma manera.

Los insectos, que ya estaban sobre nuestras cabezas, se alejan a toda velocidad del resplandor de nuestros campos de fuerza.

—Esta vez funcionó mejor —dice uno de ellos y el otro asiente.

Miro a Jonathan, que está tan confundido como yo. Las esferas de luz desaparecen.

—Gracias por salvarnos.

—¿Quiénes son?¿Qué es este lugar? —pregunta Jony.

Dan unos pasos hacia nosotros, antes de sacarse las máscaras y las gafas.

¡Somos nosotros! Pero más viejos. Noto las arrugas en mi frente y al costado de mis ojos. También una cicatriz que atraviesa mi mejilla derecha.

El otro Jonathan tiene la barba larga, con una parte en el centro completamente blanca. Giro hacia mi Jonathan, que me mira y traga saliva.

—¿Qué año es? —reformula su pregunta.

—No podemos decírselo —contesta el Francisco viejo—. Pero sí confirmarles que somos sus yo del futuro. Estamos físicamente acá, mientras que ustedes se encuentran solo en espíritu.

—Tienen que volver; no hay mucho tiempo —asegura Jonathan viejo y se pone las gafas de nuevo para mirar alrededor.

—No nos vamos a ir así nomás. —Doy un paso hacia ellos y señalo el paisaje más allá de la terraza—. Dígannos qué pasó primero. Dennos una chance de impedirlo.

Francisco y Jonathan del futuro se miran unos instantes antes de girarse de nuevo hacia nosotros.

—Los espíritus que los acechan en la radio empezaron a poseer a la gente de la ciudad —explica el otro Francisco—. Primero se manifestaron produciéndoles cansancio, accidentes de tránsito y peleas cotidianas entre vecinos. Más adelante, tomaron mayor control para crear disturbios, agresiones, asesinatos. Los poseídos, a los que empezamos a llamar zombis, aumentaron exponencialmente en cuestión de días. A la semana estaban por todo el país y por el mundo como una plaga de locos. En poco tiempo se armaron con explosivos y destruyeron las calles, los edificios y cualquier tecnología que sirviera para comunicarse. —Le tiembla la voz por unos instantes, sus ojos se humedecen—. Demolieron nuestra radio.

—Al principio se creyó que era una histeria colectiva y luego una nueva enfermedad que afectaba el cerebro —continúa Jonathan viejo—. Se habló de nuevos virus, incluso de parásitos mutantes. Los psíquicos siempre supimos de qué se trataba pero pocos nos creían. La civilización entera cayó en menos de un mes.

—Ya vieron a los arcontes, ¿no? —pregunta el otro Francisco. Jonathan y yo fruncimos el ceño, confundidos—. Los gigantes con cabeza de mantis. —Asentimos—. Ellos están detrás de todo esto. Miren cómo son alimentados por sus servidores.

Señala hacia arriba, hacia el portal oscuro al que los insectos humanoides entran llevando esferas de energía, y del que salen con las manos vacías.

—Somos los últimos humanos libres, desperdigados en grupos ocultos en distintos rincones del planeta. —Jonathan viejo retoma la palabra—. Todos psíquicos, ya que somos los únicos capaces de resistir la posesión. El resto, los zombis, tienen el alma drenada... Apenas se levantan para alimentarse con comida rancia y sucia y hacer sus necesidades. Se bañan con agua contaminada. No tienen energía para nada más.

—Olvidaron por completo la vida de antes. Olvidaron la invasión, la destrucción de nuestras ciudades y que perdimos a la Tierra —completa Francisco viejo—. Viven en estos edificios, lo que queda en pie del viejo mundo, y salen solo por la tarde.

»Hay guardias, claro. Psíquicos que nos traicionaron cuando la invasión se hizo visible y material en este plano. Los llamamos cuervos. Ya casi nadie se rebela; los que se atreven, son devastados por los ataques psíquicos de los enemigos. Terminan retorciéndose en el suelo y babeando. Luego convulsionan, antes de pasar al coma.

—Lo más importante es que los humanos duerman lo más posible —explica el otro Jonathan—; es entonces cuando los espíritus con forma de insecto entran a sus cuartos y engañan a sus almas con ilusiones; las hacen viajar por simulaciones de nuestro mundo y de distintos infiernos y paraísos, y absorben la energía de sus pensamientos y sentimientos. Luego la llevan a sus amos en las esferas, a través del portal en el cielo.

Terminan de hablar y nos quedamos en silencio unos instantes, mientras trato de procesar la información. Creo que Jonathan está haciendo lo mismo. Observo de nuevo las arrugas al costado de los ojos y en la frente de mi doble, también las del doble de Jony, y pienso en los años que llevan resistiendo.

—Somos los únicos que podemos enfrentar a los arcontes —retoma el otro Francisco—. Al menos, eso nos decimos los psíquicos que quedamos. La verdad es que no estamos seguros de ser capaces de ganar esta guerra.

—Psíquicos. ¿Eso es lo que somos las personas capaces de viajar por los planos astrales?

—Es una forma de llamarlo —me responde.

—¿Qué pasó con los demás? Nico, Tobías, Karina y Gustavo.

—Murieron en distintos enfrentamientos con los espíritus. —Las palabras del Jonathan viejo me dejan helado.

—¿Y nuestras familias? —pregunta Jonathan.

—Muertos también o zombis. —La mirada del Francisco viejo se humedece—. Desgastados por alimentar a los espíritus.

Mi pecho se hunde al escucharlo.

—Ahora tenemos esto. —Jonathan viejo señala el aparato en su brazalete y lo observo con detenimiento.

Tiene varias piezas electrónicas, que se conectan formando geometrías iluminadas, dentro de una serie de círculos entrelazados.

—Sirven para amplificar nuestros poderes. Lo que queda del Estado hizo varios y los repartió entre los psíquicos para que defendamos a los humanos que logramos salvar de las posesiones. Están en refugios subterráneos protegidos de los espíritus. No tenemos idea de cómo se arreglan los otros países, no hay comunicación.

Me llevo las manos a la cabeza. Jonathan tiembla a mi lado.

—¿Cómo pudo pasar esto?

—Nadie en la Tierra estaba listo para una invasión así. —El otro Francisco da unos pasos hacia mí, mientras el Jonathan viejo se pone las gafas y escruta el cielo, atento—. La ciencia y la cultura no habían avanzado lo suficiente para preveer una invasión interdimensional que mezclara el plano espiritual con el físico.

Me agacho, sintiéndome impotente ante este futuro nefasto. Jonathan se arrodilla a mi lado y me pone una mano en el hombro. Lo miro.

—Este mundo es espantoso, no podemos dejar que esto suceda.

Asiente al escucharme. El Francisco viejo apoya su mano en mi otro hombro. Me arrepiento de lo que dije al ver el dolor reflejado en sus ojos. Debe ser terrible para él vivir en esta realidad.

—Perdón. Todo esto es culpa nuestra.

—No sirve que se reprochen las cosas. No cuando están a tiempo de cambiarlas —asegura, apartándose de mí. Le hace un gesto al Jonathan viejo, que se acerca—. Tenemos algo que puede ayudarlos.

Se llevan una mano al pecho y cierran los ojos por unos segundos. Cuando los abren, inclinan sus palmas hacia adelante, como ofreciéndonos la energía que guardaban en sus corazones. De pronto, puedo verla como un halo flotando sobre sus palmas. Este forma unas llaves de color dorado.

—Sabíamos por nuestros recuerdos que íbamos... que iban a venir a este futuro, a encontrarse con este paisaje y regresar desanimados a su presente —dice el Francisco viejo—. Así que decidimos modificarlo. Viajamos por muchos tiempos y futuros alternativos para traerles esto. —Mira las llaves doradas, conmovido.

—¿Qué abren esas llaves?

Jonathan viejo se estremece, como si una vibración desagradable lo atravesara, y mira alrededor, todavía con las gafas puestas.

—¡No hay tiempo para explicarlo! Los cuervos están cerca. Es fácil para ellos encontrarnos con nuestras energías duplicadas en el mismo lugar.

Giro hacia Jonathan. Veo la duda en su mirada, pero después observa lo que nos rodea y voltea hacia mí, asintiendo.

Camino hacia el Francisco de este futuro, Jonathan hace lo mismo con su doble. Extiendo la mano hacia la luz cálida y dorada y tomo la llave. La energía entra en mi palma y la siento trasladarse por mi cuerpo hasta llegar a mi pecho, donde se concentra el calor. Una energía armoniosa llena mi ser, cuando el aura dorada me cubre por unos segundos. A Jonathan le pasa lo mismo.

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