Capítulo VI

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August estaba en pie a las seis de la mañana.

Lavarse la cara, vestirse, salir a correr con su pastor belga, estiramientos y pesas en el garaje, ducharse y desayunar. No tenía una rutina complicada, tomaba el café mirando las notícias y luego leía un rato.

Desde que el jefe del equipo, Gideon, estaba de baja, el jefe de la unidad les había permitido unos meses de descanso. Pero el descanso a él lo consumía.

Mientras intentaba centrarse en las páginas, su mente vagaba a orillas de la Mansión Mansfield.

Sabía que su trabajo extraoficial había acabado, pero solo podía pensar en la posibilidad de ver en las notícias el asesinato de los Harcourt. Así que, inquieto, decidió visitar un taller mecánico en las afueras de Edimburgo, a unas dos horas en coche.

El lugar donde se suponía que Sean había perdido el dedo.

Aparcó su pick up junto a los demás, y entró preguntando por el oficial a cargo.

—Thomas McBride. —Le estrechó la mano el cuñado de Sean, un hombre robusto y con barba descuidada—. Soy el mecánico al mando.

—Agente Schneider. —Le enseñó la placa—. Vengo por el accidente que le ocurrió a uno de sus trabajadores.

El hombre pareció hacer memoria. La mayoría sufría un momento catártico cuando veían una placa de cerca, y después de unos instantes cayó en lo que le decía.

—Ah, sí. Sí, sí. El accidente. —Asintió, mirando a los trabajadores a su alrededor—. Fue horrible. ¿Cómo puedo ayudarle, agente?

August también los miró de reojo, y muchos ya los estaban mirando.

—Me gustaría ver el informe.

—Bueno... Fue hace un tiempo, y debería ponerme a buscarlo. Todo quedó aclarado con el chaval, puedo darle su número de teléfono si lo necesita, no quiero hacerle perder el tiempo.

—Tengo tiempo que perder.

Le hizo un ademán para que lo invitara a subir por donde él había bajado a recibirle.

—De acuerdo. Seguro que lo tengo por algún sitio. Acompáñeme, por favor.

August lo siguió por las escaleras metálicas, y al llegar arriba, vio que dos mecánicos hablaban entre sí. Lo miraron, cruzando miradas por error, y al instante volvieron a lo que hacían con un Lexus azul.

—Mire, aquí tiene.

August entró, rodeando un escritorio lleno de papeles, que seguramente escupía el fax que había en lo alto de un mueble para poder conectarse al enchufe.

Olía a cerrado, a aceite y humo.

August cogió la copia del informe, y leyó por encima los detalles del accidente ocurrido el seis de osctubre: el día siguiente a la cena.

Por lo escrito, Sean Greek y Thomas McBride estaban trabajando en una pieza de motor con la prensa hidráulica, pero él intentó ajustar la pieza mientras estaba en marcha pensando que no ocurriría nada. Y ocurrió. El dedo quedó aplastado por la máquina.

—¿Pasa algo, agente?

—¿Fue un problema con la máquina? —Dejó el informe en el escritorio—. ¿O algún fallo en el equipo de seguridad?

Thomas se rascó la nuca, con las manos llenas de grasa.

—La máquina estaba en perfecto estado, solo fue un accidente. —Según lo expuesto, Sean no siguió los procedimientos de seguridad adecuados.

—Disculpe, ¿pero de qué va esto? ¿Mi cuñado me ha denunciado?

—¿Sabe que podrían cerrarle el taller por lo que pasó? —Se acercó—. El empresario, en este caso usted, tiene responsabilidades legales bajo la Ley de Salud y Seguridad en el Trabajo. La HSE no ha recibido ningún informe oficial cuando Sean Greek perdió el dedo en sus instalaciones, y estoy aquí para investigar si hubo alguna infracción de las regulaciones de seguridad.

Thomas fue a decir algo, pero se quedó con la palabra en la garganta cuando volvió a cerrar la boca.

Cabizbajo, asintió.

—Entiendo, agente.

August se acercó al cristal de la oficina, donde se veía el taller.

—¿Hay alguna documentación del mantenimiento de la prensa o informes de seguridad que pueda ver?

Thomas se quitó la gorra, frotándose el poco pelo que le quedaba, y volvió a su escritorio.

—Bueno, verá, los informes de mantenimiento están en la oficina, pero no hay mucho que ver. Hacemos el mantenimiento, y la prensa estaba bien.

Se encogió de hombros. August ladeó la cabeza.

—¿Así que no hay ningún documento oficial?

—¿Qué podría pasar si no? Que no es el caso, pero por ponernos en el peor caso. —Retorció la gorra entre sus manos—.

August volvió a acercarse a él.

—En el caso más leve, a una reclamación de compensación económica si se demuestra negligencia. En el peor, quizá un año de cárcel, y el cierre de su taller.

—Madre de Dios... —Murmuró, sentándose en su silla—.

—Solo voy a preguntárselo una vez. —Su voz hizo que el hombre lo mirara—. ¿Ocurrió ese accidente?

El fantasma de la preocupación asomó por sus ojos. Su reacción fue ambivalente, primero frunció el ceño, y luego se sorprendió.

—Sí. —Contestó al final, como una confesión adúltera—. Claro que pasó.

August siguió mirándolo a los ojos.

Cuando vio que él ya se retorcía en el sitio por querer que parase de hacerlo, se apartó.

—Gracias por su tiempo, Thomas.

Lo escuchó tomar una bocanada de aire.

—A usted, señor.

August salió de la oficina.

Sabiendo que mentía.

Bajó las escaleras metálicas, y los dos hombres que antes lo miraron, se apartaron para que saliera. Una vez fuera, el aire frío de Edimburgo le golpeó la cara.

Miró su reloj, y apuntó mentalmente que Amy ya estaba de camino al aeropuerto. Quiso llamarla para asegurarse, pero al tocarse el bolsillo notó que no había nada dentro. Había perdido el móvil.

El maldito móvil, ahora lo recordaba.

Subió a lo alto de la escalera para cambiar una de las cámaras de la mansión, y escuchó un crack que ignoró al pensar que sería un animal.

Mierda.

Lo único bueno del día fue que no rompió a llover.

Tuvo que conducir dos horas más hacia la Mansión Mansfield, y el reloj acarició la una y tres minutos del mediodía cuando llegó.

Pasó de largo del buzón, esos días tímidamente vacío.

Atravesó la neblina que se acumulaba alrededor del camino y llamó a las grandes puertas de madera, escuchando unos pasos y un bastón que se acercaban.

Las bisagras crujieron con dolor cuando se abrieron.

—¿Ignoras mis llamadas y ahora te presentas aquí? —Gideon le dio la espalda—. Qué huevos tienes.

August entró.

—He perdido el móvil.

—Vuelves a por tu móvil pero no para decirme que a mi mujer le han enviado un dedo.

Volvió a girarse, yendo hacia él. Y no por el bastón que llevaba pareció menos arisco.

—¿Te lo ha contado Elise?

—Amy. —Hizo un ademán, rojo de rabia—. Amy. ¡Mi hermana debe de contarme lo que mi puta mujer quiere ocultarme!

—¿Y la insultas porque sabes que tenía razón en ocultarlo?

Gideon tiró el jarrón de orquídeas y gardenias del recibidor, creando un collage de cerámica, pétalos y agua.

Se acercó a su ex compañero a pasos grandes.

—¿Crees que ya no soy un hombre? —August notó su aliento en la cara—. ¿Que ahora solo soy un descapacitado? ¿Eh? ¡Eso es lo que me dices por cómo me miras!

Lo empujó.

Gideon se frotó la cara, girándose de nuevo, abrumado. Le temblaba la mano donde se apoyaba en el bastón.

—Mi móvil. —Repitió August—.

—No sé dónde coño está.

—Se lo preguntaré a Elise. Ve a sentarte.

Caminó hacia las escaleras, y Gideon hizo lo posible para correr a cerrarle el paso, apartándolo del brazo. Esa vez August le agarró la muñeca, y no con suavidad.

—Ve a buscar tu puto móvil tú solo. —Lo avisó, sin apartarse—. Hoy no está para que la molestes otra vez.

—¿Por qué no quieres que la vea?

—¿Qué película te estás montando? —Frunció el ceño—.

Gideon casi no me soporta. —Había dicho Elise, después de insistir en que Amy no la dejara sola con él.

—Apártate.

Gideon vaciló.

—Esta mañana...

Lo apartó. Lo escuchó caer mientras subía las escaleras, pero no se preocupó. Tampoco lo había hecho con bastante fuerza para hacerle daño.

Llegó al pasillo interminable con puertas a ambos lados, y buscó a Elise.

Una biblioteca, balcones, dormitorios, puertas cerradas y más puertas cerradas. Llamó a su habitación, pero al querer entrar notó que también estaba cerrada.

Al llegar al final del pasillo, donde había una ventana, vio que había una habitación abierta. Se asomó al ser la única que lo estaba.

El suelo crujió bajo sus botas, pero eso no pareció alterarla.

Estaba al lado de una cuna vacía, en el suelo, con la cabeza apoyada en los barrotes y una mano estirada hacia la minúscula almohada. El sol que entraba por el tragaluz la acariciaba, de espaldas a él.

El camisón se había arrugado en sus rodillas, y vio una quemadura que subía desde el lado del tobillo hasta lo que cubría la tela de satén. El matrimonio marcado por el mismo accidente.

—Elise. —Llamó suavemente a la puerta—.

Ella giró la cabeza, el pelo cubrió su perfil.

—He...

—Haz lo que tengas que hacer, August. No me importa. —Volvió a girarse hacia la cuna—.

—He... —Se rascó la frente—. He perdido el móvil por aquí.

Dio un paso dentro de la habitación. Quería verle la cara.

—¿No lo habrás encontrado?

Elise agachó la cabeza, ahora mirando el suelo y las sombras que dibujaba el móvil de estrellas.

—Siento haber venido aquí sin avisar.

—Sí. Sí, que lo he encontrado. Lo he subido al desván porque pensaba que no era tuyo...

—¿De quién iba a ser?

—Del acosador. —Levantó la mirada, ahora mirándolo a él—.

No tenía ninguna marca. Más allá de las bolsas oscuras bajo sus ojos cansados. August se percató en ese momento de que nunca antes la había visto sin maquillar, incluso las veces que pensó que llevaba la cara lavada.

Las marcas que dejaba la edad, las manchas del sol y los lunares, todo tomó más vivacidad.

—Siento decirte que está roto.

August asintió. Le daba igual.

—Lo he dejado cargando, por si acaso. No lo he encendido ni nada.

Se levantó del suelo, llevándoselo a la puerta. Salieron y ella cerró con la llave que tenía en el bolsillo de la bata.

—Elise. —Gideon se acercó a ellos, sosteniéndose de la pared—. ¿Estabas aquí...?

—¿Me quieres más lejos?

Dijo entre dientes, sin mirarlo al pasar por su lado. Gideon se giró para mirarla irse. La bata se ondeaba a sus pies descalzos.

Se quedó al lado de August.

—Te...

—Tranquilo. —Lo interrumpió—. Si hubiera sospechado, yo también lo habría hecho por tu mujer. Si la tuvieras.

—Iba a decir que te debo un bastón.

Quiso seguirla, pero Gideon lo paró.

—Escucha. —Bajó la voz, ahora apoyándose en él sin que lo pareciese—. Esta mañana no ha tomado la medicación. Está sensible. No se lo tomes en cuenta y, si ves que se altera, se desmayará.

Esa vez August no le apartó la mano.

—De acuerdo.

—No, no, aún no he acabado. —Lo señaló con el índice—. A partir de ahora, si algo le pasa a Elise, será bajo tu cuidado.

Él frunció el ceño, enderezando la cabeza.

—Si le envían una oreja al buzón, si se la llevan, si desaparece, si se rompe un tobillo, si tiene fiebre, será por tu culpa. Y si eso pasa... —Estiró una sonrisa—. Si pasa no volverás a dormir tranquilo, porque te mataré. Créeme que encontraré la forma de hacerlo. La vigilarás. La mantendrás a salvo.

—¿Pero qué coño me estás diciendo ahora?

—¡Mírame!

Lo zarandeó, sin levantar mucho la voz.

—Mírame, joder. —Musitó con los ojos llenos de rabia—. ¿Qué puedo hacer por ella así?

Él no le contestó, apretó los dientes y miró hacia otro lado en el pasillo.

—Empecé a recibir las cartas desde antes del accidente. —Le confesó—. Sé que tú y Amy entrasteis en mi despacho, tengo una cámara escondida.

August se puso tenso.

—¿Crees que las amenazas son para ti? —Se puso serio—.

Gideon asintió con cansancio.

—Sí. Pensé que dejaron de enviarlas, pero ahora veo que Elise las interceptaba. Y me protegió ella a mi. —Soltó una risa incrédula—.

—Yo no trabajo de eso. Y tengo mi propia vida más allá del equipo.

—No te he preguntado si aceptas, he dicho que lo harás.

—No tengo por qué.

—Sí, sí tienes, porqué la imbécil cree que eres su amigo, y no aceptaría tener a otra persona cerca. No es de ese tipo. Siempre prefiere estar sola en casa. ¿Cenar con todos? En casa o no va. ¿Apuntarse a un club de lectura? De acuerdo, pero las reuniones siempre son en su casa. ¿Tiene que venir un técnico a mirar la lavadora? Tengo que decirle a qué hora y día con mucha antelación. ¿Las facturas? No entendía mucho, pero terminó aprendiendo para hacerlo todo ella. A veces creo que tiene un puto cadáver escondido y lo va moviendo por la mansión, porque no hay otra explicación plausible.

Se apoyó de nuevo en la pared, frotándose la pierna. August se lo quedó mirando, sopesando el compromiso donde lo metía.

Gideon arrastró la silla que había al lado del jarrón con flores para sentarse, jadeando.

—No se lo voy a decir yo. —Terminó decidiendo—.

Su ex jefe se encogió de hombros, abriendo los brazos.

—Perfecto, yo tampoco. Te pagaré el lunes, cuando pueda ir al banco.

—¿Cómo no se lo vas a decir?

—No, no, a mi no me jodas. —Volvió a levantarse—. Ya tengo suficiente estando cojo para toda la vida, no quiero que esto me lo eche en cara siempre que pueda.

—No lo entiendo.

—Cree que eres su amigo. —Finalizó la conversación, sosteniéndose de la pared para irse—. Sé su amigo.

Y, de esa manera, August terminó en un pozo que no era el suyo.

Bajó las escaleras para buscar a Elise y recuperar su móvil, y mientras lo hacía pensó en Heimdall, su perro. A esa hora ya debería tener hambre.

Quiso más tiempo para digerir la notícia, pero se la encontró solo al bajar, recogiendo el collage en el que se había convertido el jarrón, las gardenias y las orquídeas. Levantó la cabeza al escucharlos llegar.

Gideon ya suspiró, mirando para otro lado.

—Lo siento.

—Me has roto el jarrón.

El órden del hecho y la disculpa parecieron alterados.

—Me lo regaló mi madre. —Se puso en pie, con lágrimas en los ojos—. ¿Por qué?

Se acercó para pedirle explicaciones.

Gideon miró el suelo.

—Tienes razón, era muy bonito. Lo siento. Estaba enfadado.

—Quizá pienses que las dejó ahí y me olvido de ellas. —Se acercó a él, con pedazos de cerámica en las manos—. Pero no. Llevas dos años regalándome las mismas flores y me encantan, las pongo por todos sitios y las miro porque me encantan. A veces paro con lo que estoy haciendo para acercarme y olerlas.

Gideon frunció el ceño.

—Sí, son preciosas. Pero yo no te he regalado estas flores.

Elise pareció aún más confundida que él.

—¿Qué?

—Siempre he pensado que las comprabas tú.

—Si... Si siempre las encuentro en la puerta del jardín, cada lunes.

—Yo no he sido. —Le aclaró, con el ceño fruncido—.

Dejaron la pregunta flotando en el aire entre ambos.

—En las cámaras no se ve nada. —Respondió August su silencio—.

—¿Qué? —Elise se giró hacia él, pálida—. ¿Las has revisado? ¿Cuáles?

—Solo las últimas grabaciones antes de instalar las nuevas, y aquí no se ve a nadie más que a vosotros.

Elise pareció más débil que antes. Mareada, febril.

—Ah...

El acosador estuvo dentro de su propia casa.

La veía coger las flores.

—¿Hace dos años que las recibes?

—Dos años... —Repitió ella, atormentada—.

Luego se le fueron los ojos en blanco, y se desmayó.

Cayó hacia atrás, hacia Gideon, y al intentar sostenerla August tuvo que sostenerlo a él para que no cayeran los dos.

—Cógela. —Le dijo entre dientes—.

Lo hizo, levantándola, y Gideon se sentó en las escaleras, jadeando y frotándose la pierna.

—Gracias. —Dijo, cuando sabía que ya no lo oía—.

August la dejó en el sofá, delante de la chimenea encendida. Con ese fuego, los radiadores verdaderamente solo eran decoración. El olor del sándalo llenaba todo el recibidor y el salón.

Al verla así de cerca, vio mejor que parecía enferma. Unas gotas de sudor frío relucían en su frente. La tocó para saber si tenía fiebre, y así fue. De un día para otro, como si la lluvia de la noche entre ellos le hubiese caído encima.

—La llave del desván está en la cocina. —Habló Gideon desde donde estaba—. Tercer cajón. Coge tu móvil y ya lo aclararemos mañana.

August le quitó la bata del hombro, quería ver si tenía alguna señal de que Gideon se había enfadado otra vez. Le miró los brazos, y vio un moretón alrededor de su bíceps, como si alguien la hubiese cogido con fuerza.

Levantó la cabeza hacia la pared que los separaba de Gideon.

Lo que estaba pensando no tenía lógica. Si no podía controlar su ira ni con ella, ¿por qué le pediría que la vigilase? No tenía sentido. ¿Qué haría Elise, cuando prefería estar sola?

August, al llegar a esa conclusión, se levantó, cruzando el arco que comunicaba el comedor, y luego entró en la cocina.

Abrió el cajón, sacando de entre rodillos y tijeras una llave plateada con un número grabado: 777.

Se preguntó por qué cada habitación tenía llave, y cómo se acordaba Elise de cada una, mientras subía a lo alto de la mansión.

Al entrar, notó al momento el frío que hacía.

Ahí arriba no había ninguna chimenea, ni calefacción, y el techo alto lo hacía imposible de calentar. Había cajas a medio desembalar, un ajedrez lleno de polvo, espejos y telarañas.

Una pequeña ventana rectangular dejaba una vista preciosa del lago, y las motas de polvo se reflejaban en la luz que dejaba pasar.

August se acercó a la cómoda antigua que había pegada a la pared, desenchufando el cargador de su móvil. Intentó encenderlo.

Tenía la pantalla rota de una punta, y el protector se resquebrajó por todos sitios. Lo quitó, y para su sorpresa vio el logo de la marca parpadear. Se estaba encendiendo.

—Mierda.

Marcó el número que le hizo dos llamadas perdidas, pero no había cobertura.

Bajó al segundo piso, y volvió a llamar a su contacto. Era un hombre no demasiado actualizado bajo la ley, pero le daba trabajos temporales que le iban muy bien para llegar a cubrir los gastos a final de mes.

—¿Qué coño te pasaba? —Le contestó la misma voz de fumador que conocía bien—.

—¿Lo mismo?

—Toda la semana, hoy empieza a las once.

—Recibido.

Colgó, y bajó para irse por fin de la Mansión Mansfield. Era como si la casa respirase, crujiendo y susurrando corrientes. Cuanto más estaba dentro, más quería irse pero menos lo intentaba.

Era una sensación extraña y pegajosa.

Mientras iba a por su coche, en el garaje anexo, vio el Mercedes Benz negro de Elise aparcado a un lado.

Lo miró de reojo y, por lo que escuchó de la conversación que tuvo con Amy, se dio cuenta de que podía mentir perfectamente bien.

En las ruedas había barro seco, demasiado reciente como para ser de antes del accidente.

Si iba a encargarse de su seguridad, debería seguirla.

Pero legalmente.

Casi, legalmente.

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