Capítulo XV

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El sol de la mañana se filtraba a través de las ventanas de la cocina, bañando todo en una luz dorada mientras se elevaba en el cielo.

Eran las siete en punto, y August le abrió la puerta a Heimdall, después de tomar el paseo al que ya se estaban acostumbrando ambos.

Un camino pedregoso entre los árboles del bosque, pinos altísimos, cedros y robles con troncos suficientemente anchos para esconderse tras ellos. Se escuchaban a pájaros de verdad, y no los artificiales que la gente colgaba en música de youtube. Incluso el aire parecía más real ahí arriba, olía a limpio.

Delante de la entrada, miles de hojas ocres creaban una alfombra.

Colgó el collar de Heimdall en el gancho de la galería, y entró en la cocina para subir a darse una ducha antes de que Elise se despertara. Pero al cruzar el pasillo, pasó por delante del comedor y la vio ahí sentada.

Tenía un bata de terciopelo encima de los hombros, removía su café con la mirada ausente. Muchas veces la encontraba así.

A veces le ocurría incluso en mitad de conversaciones. Algunas estaba riendo, cocinando, cuidando sus flores con afán, leyendo con toda una serie de mantas encima, y de un momento a otro miraba algo en algún punto del suelo o la pared, y se quedaba mucho rato en silencio.

Se le oscurecían los ojos, y parecía tan cansada, tan sola, siempre, siempre, alguna parte en ella, tan sola...

—Buenos días.

Elise levantó la cabeza, viéndolo entrar.

—Buenos días. ¿Quieres un café?

—No, gracias.

Se acercó a ella, y se sentó al otro lado en la mesa, teniéndola delante.

—Iba a...

—¿Qué te ha pasado en los brazos?

August se miró los antebrazos, ya que se había subido las mangas hasta el codo. Unas marcas rasgaban la piel, sobre las venas, y unas líneas de tinta negra se asomaban débilmente.

—Heimdall se ha encontrado con una ardilla. —Se las frotó, bajando la manga—.

—Ah.

—Elise, ¿cuándo ibas a contarme que tienes un ex?

La dejó fría, llevándola a fruncir el ceño.

—Pensé que no hacía falta. Te puedo enseñar mi título, si quieres también. ¿Es importante que te cuente toda mi vida?

—Cuando tu ex novio estuvo preso, sí. Es necesario.

Sacó el móvil del bolsillo, tecleando algo, y le enseñó una notícia de hacía 17 años.

13/10/2000

𝐇𝐎𝐌𝐁𝐑𝐄 𝐃𝐄𝐓𝐄𝐍𝐈𝐃𝐎 𝐏𝐎𝐑 𝐈𝐍𝐓𝐄𝐍𝐓𝐎 𝐃𝐄 𝐀𝐒𝐄𝐒𝐈𝐍𝐀𝐓𝐎

En la madrugada del jueves día 12, la policía local arrestó a Max W. Hargroves, de 28 años, tras ser acusado de haber agredido brutalmente a su novia, Elise R. de 20 años, en su residencia compartida.

El Departamento de Policía de Ashford recibió una llamada de emergencia alrededor de las 2:30 a.m. de la madre de la víctima al no haber visto a su hija abandonar la casa en días. Los oficiales que acudieron al lugar encontraron a R. con múltiples contusiones y laceraciones visibles. Fue trasladada de inmediato al Hospital General, donde recibió atención médica y se encuentra actualmente en condición estable.

Según declaraciones del Sheriff, Robert T. Jenkins: "La escena fue escalofriante. La encontramos atada a una silla donde llevaba dos días. La víctima sufrió una agresión severa y estamos tomando todas las medidas necesarias para garantizar su seguridad y brindar justicia".

Hargroves fue detenido sin incidentes y llevado a la Cárcel del Condado de Mansfield. En su declaración preliminar, mostró signos de arrepentimiento, aunque las autoridades han destacado la gravedad de las lesiones infligidas a R. El cargo formal presentado contra Hargrove es de asalto agravado, y se espera que comparezca ante el tribunal para su audiencia preliminar la próxima semana.

Vecinos de la pareja, quienes prefirieron mantenerse en el anonimato, expresaron su sorpresa ante el incidente, describiendo a Hargroves como una persona reservada y a ella como una mujer amable y tranquila. "Nunca pensamos que algo así podría pasar aquí. Es una tragedia", comentó uno de los residentes locales.

Las autoridades han solicitado a cualquier persona con información adicional sobre el incidente que se ponga en contacto con el Departamento de Policía de Ashford o el Sheriff del Condado de Mansfield.

——

Elise no leyó la notícia.

—Esto...

—No quiero saber nada que no te apetezca contar, Elise. Pero necesito saber estas cosas.

—Estas cosas.

Sonrió, mirando hacia la ventana.

—¿Para qué? Ya no importan. Se acabó. Sé que me vas a decir que no me lo merecía, pero sí me lo merecía, August. Lo que me hizo, me lo gané a pulso.

—Te ató a una silla.

Elise asintió.

—Sí.

—Te rompió los brazos, los dedos de las manos. Te golpeó tanto, que cuando llegó la policía pensaron que estabas muerta.

—Sí.

—¿Entonces qué coño dices, Elise?

Ella se encogió de hombros, despreocupada.

—No me dejaba dormir. Cuando estaba atada me estrangulaba intermitentemente, ¿sabes lo que es? Me apretaba y me apretaba hasta el punto de perder la conciencia, pero siempre me la devolvía. —Tiró de su camisón hacia abajo, sacando la cicatriz en medio de su pecho—. ¿Ves esto?

August seguía mirándola a los ojos, y no le contestó.

—Me tuvieron que operar a corazón abierto para devolverme la vida. —Volvió a cubrirse, reclinándose en la silla—. Y cuando me la dieron ya no la quería. Gideon fue quien me hizo sentir viva otra vez. No quiero hablar de Max Hargroves.

—Encontraron a Max Hargroves asesinado ayer por la mañana, en el sillón de su casa.

Elise irguió la cabeza.

—Treinta puñaladas en el vientre. —Continuó August, volviendo a enseñarle el móvil—.

Se lanzó a leer esa vez, levantándolo para llevarlo hasta sus ojos y ver la notícia. Había una imagen del sillón destrozado y cubierto de sangre espesa. Desilusionada, esperó ver el cuerpo.

—Lo encontró su madre. Dicen que le arrancaron el miembro, y se lo metieron en la boca.

Elise se frotó el brazo, intentando calmar su piel de gallina. ¿Debería alegrarse? ¿Apenarse? ¿Sentir algo?

—Estaba metido en temas oscuros. —Dejó la hoja en la mesa otra vez, con la voz asustada—.

O alguien había ido a matarlo en Mansfield, a trescientos noventa kilómetros, y había vuelto esa misma noche para mancharla con su sangre.

No, eso no era posible.

—Pero no puede ser una coincidencia. —Suspiró para ella misma, sin darse cuenta. Se cubrió la boca, tratando de procesar la información. Su mente volvía una y otra vez a su sueño, a la visión de su propio rostro tras la máscara—. Es demasiado raro... Primero el sueño y ahora esto.

August se inclinó hacia delante, apoyando los brazos en la mesa.

—¿Sueños? ¿Has vuelto a soñar algo?

Elise asintió ligeramente.

—Sí. No. Solo... Anoche tuve una pesadilla con el acosador. Y cuando le quité la máscara... Era yo misma.

—¿Qué? —Preguntó, con el ceño fruncido, y la expresión desencajada por la confusión—.

—No sé qué debe significar, pero me ha dejado muy inquieta.

Él se pasó una mano por la cara, intentando encajar toda esa información a primera hora de la mañana.

—August. —Lo llamó—.

—¿Hm?

—No vuelvas a hablarme de Max Hargroves.

Él la miró, con los brazos cruzados, y asintió. Ella volvió a parecer calmada, removió su café con la cucharilla.

—Pero me alegro de que esté muerto. —Apuntó—.

Elise asintió suavemente, otra vez con la mirada perdida. Había algo que no le estaba contando, pero no podía hacerla hablar más.

—Tengo que volver a mi casa un momento. —Suspiró por la nariz, levantándose. El perro también salió de debajo de la mesa—. Ayer saltó la alarma y tuve que pasar, pero me dejé la cartera. Tú, quédate.

El perro se sentó.

Elise, aún removiendo su café, se enderezó en la silla.

—Te acompaño. —Se levantó, con una determinación que sorprendió a ambos—.

—Solo cogeré la cartera y volveré.

—Voy contigo.

—Mejor quédate.

—No voy a quedarme sola aquí.

August la estudió por un momento, evaluando la urgencia en sus palabras. Arriba también estaba Gideon, pero ninguno lo mencionó. Finalmente, acabó asintiendo.

—Vale.

—Conduzco yo. —Pasó por su lado, yendo a cambiarse de ropa—.

August no discutió más. Silbó y el perro lo siguió fuera, hacia el garaje anexo a la mansión.

Abrió las grandes puertas de madera, y las luces se encendieron solas. Ahí también estaba el Mercedes Benz negro de Elise, junto al espacio vacío que debía ocupar el Aston Martin de Gideon. August abrió su todoterreno, y revisó que su arma siguiera en la guantera, al lado de más papeles, la placa, pañuelos y pastillas para el dolor de cabeza.

—Vamos en el mío. —Elise entró, apretando el botón de sus llaves—.

—El mío es más grande.

Bajó del Ford, cerrando y girándose hacia ella.

—El mío más bonito.

La vio subir al asiento del piloto, llevaba unos vaqueros Calvin Klain y un jersey negro de cuello alto. Olía bien, y no sabía cuándo se había maquillado. Viéndola, en ningún momento se le ocurriría hacerle daño, ni siquiera podría sin pensar que después se le caerían las manos.

Quizá sí la obligaría a sentarse cuando se empeñaba en arreglar ella las luces y las cañerías, ¿pero hacerle daño? No concebía en qué mente podía caber ese sentimiento.

Enfermo hijo de puta.

—Heimdall te dejará todo perdido. —Subió al copiloto—.

—No pasa nada.

El perro, al escuchar eso, saltó por la ventana abierta, aterrizando en los asientos traseros. El cuero negro era como mantequilla.

—¿Estás bien? —Elise se giró—.

Él ladró, tumbándose. August se puso el cinturón, siguiendo con los ojos el líquido verde del ambientador de pino balancearse, en el retrovisor donde Elise se miraba.

—¿Está lejos? —Le preguntó—.

—Un poco.

—Ponlo en el navegador.

Con su permiso tocó la pantalla pulida, programando la ruta.

En el trayecto, el silencio en el coche era denso, aunque ya se había encargado ella de poner su playlist donde solo había hombres gritando.

—¿Qué estamos escuchando? —Le dijo al final—.

Y'all Want a Single, de Korn. —Contestó mientras mantenía sus ojos en la carretera, concentrada en cada giro y curva que provocaba la montaña—.

—¿Vamos a estar toda la hora que queda escuchando esto?

—¿Y qué quieres que ponga? ¿Take Me Home?

—No estaría mal.

—Mejor lo apago. —Deslizó el dedo por la pantalla—.

—¿Tienes algo en contra del Country?

—Sí, que no te pega para nada. —Levantó las cejas, ya entrando en la ciudad—. No me digas que has conducido por la Ruta 66 con una Harley, eso sería demasiado americano, y de hombre básico heterosexual. Me darías miedo.

—No sé cómo lo haces, pero siempre suenas racista u homófoba o sexista.

—¿Por qué saltó la alarma en tu casa?

August suspiró por la nariz, mirando por la ventana. La gente iba de aquí para allá a través de la suave llovizna que empezaba a caer.

—Primero deberías saber que sí tengo una moto...

—Me decepcionas.

—...y también han empezado a enviarme amenazas.

Elise frunció el ceño, intrigada.

—¿Cuan...?

—No, no es una Harley.

—No iba a decir eso. —Arrancó en el semáforo verde, girando el volante con una mano hacia la izquierda—. Bueno, sí iba a preguntarlo. ¿Pero hace cuánto que te las envían?

—Unos días. También he ido recopilando sobre casos similares al tuyo. Podría haber un patrón.

Elise parpadeó, primero su cerebro entumecido debía procesarlo. Se había olvidado el café en la mesa de la mansión, y sin eso no había manera de ser rápida mentalmente.

—Espera, espera. —Se irguió en su asiento, activando el parabrisas—. ¿Has estado buscándome por internet?

Cuando no contestó a esa pregunta, lo miró con descaro a su lado. August carraspeó.

—Respóndeme.

—No puedes culparme, vives en la mansión de un duque y naciste en una familia que no llegaba a fin de mes. Algo ha tenido que pasar entre medio, ¿no?

Elise negó con la cabeza, siguiendo el GPS.

—Es...

—No tienes que investigarme a mi. Tienes que buscar a la otra persona que aún no conocemos. —Lo cortó—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—No quería preocuparte más de lo necesario. Pero ahora veo que puede ser la causa.

—¿El qué?

—Que empiece a investigarte y que empiecen a amenazarme. —La miró a los ojos—.

Elise se quedó callada, sintiendo un escalofrío recorrerle la columna.

—La mujer que fui no es la que soy, August. Solo ten en cuenta eso.

El resto del viaje transcurrió en silencio, los parabrisas negros apartaban el agua, que cada vez se acumulaba más rápido.

Cuando llegaron a la casa de August, aparcó el coche y se quedaron sentados en el vehículo por un momento.

Era una vivienda modesta, con un jardín bien cuidado y un porche acogedor. Había algo reconfortante en la simplicidad del lugar. Estaba en las afueras, en un vecindario bastante muerto.

—Voy a buscar la cartera. —Dijo él, abriendo la puerta del coche—. No tardaré.

—Te acompaño. —Respondió Elise, saliendo también—. Me debes un desayuno, no he podido terminar mi café en casa.

August pareció vacilar por un momento, haciendo una mueca que acabó en un asentimiento.

—Está bien. Pero acuérdate de que tu mansión es una mansión, y mi casa te parecerá una mierda.

—No digas eso. —Lo siguió hasta la puerta, rodeándose con una bufanda de lana como si fuera una manta—. Bueno, si no tienes la moto empotrada en la pared y los colores de tu equipo de fútbol. Sé que tendrás la bandera americana colgada, y eso ya me duele.

Él abrió con un tintineo de llaves.

—Disculpa el desorden. —Dijo, dejándola pasar primero—.

Elise entró en la casa, observando el interior con curiosidad. August dejó las llaves en el mueble de la entrada, y también pasó dentro.

Justo delante había una televisión plana, un sofá doble y a su lado la mesa de comedor rodeada de ventanas.Había libros apilados en cualquier superficie, y pesas en una esquina del comedor.

—Es muy bonita. Me la imaginaba más... Azul.

Dio unos pasos dentro, observando hacia el pasillo oscuro y la alfombra que lo cubría.

—¿Azul? —Repitió él, revisando las cartas que habían llegado justo antes de que una voz femenina interrumpiera—.

—¿Hola? ¿Has vuelto?

Elise se quedó perpleja al verla acercarse. Porque era joven, atractiva, rubia, y llevaba solo ropa interior desparejada con una camisa enorme que no parecía suya.

August se dio la vuelta, y le cayó la cara de vergüenza.

—¿No te dije que te fueras?

La mujer sonrió, ignorando su tono.

—Te estaba ordenando esto, podrías ser más agradecido.

—Vete. —Le señaló la puerta con la cabeza—.

—¡Voy, voy! —Levantó las manos, ahora mirando a Elise. Se acercó a ella con una sonrisa—. Hola.

—Hola. —Le respondió ella, también sonriéndole—.

—¡Anda! ¡Si tú también eres de aquí!

—Sí.

—Me gusta tu acento. —Le extendió la mano—. Soy Gia. Una amiga suya.

Estrechó su mano, todavía sonriendo para contenerse y no reírse.

—Elise.

—Elise. —Repitió, levantando las cejas—.

—Vete ya. —Se acercó entre ellas—.

—Sí, sí, ya me voy. —Respondió, apartándose—. Solo estaba recogiendo mis cosas. ¿O quieres que salga así a la calle? Con el frío que hace.

—Adiós.

—¡Que sí!

Mientras Gia se dirigía hacia el pasillo otra vez, August se quedó con ella en el salón, sin girarse para mirarla.

—Por favor, no...

—No, no. —Elise levantó las manos—. No voy a decir nada.

—Te lo agradezco.

Apretó los labios, sosteniendo la incontinencia verbal.

—Pero no me imaginaba así a tu tipo. La dibujaba con menos tetas y más bigote.

—Joder... —Canturreó, rascándose la nuca mientras se iba hacia la cocina americana—.

Elise se rió, figurándose ahora que esas marcas en los brazos no se las había hecho Heimdall. Ni estaba segura de que hubiera saltado ninguna alarma para que viniera aquí por la noche.

Tampoco lo culpaba, no tenía que estar pegado a ella las veinticuatro horas, por mucho que fuera su trabajo durante el día.

—Listo. —Volvió a aparecer Gia, ahora con un vestido de invierno—. Que tengo mucho más trabajo que hacer. Supongo que tú también estás trabajando, ¿no? Llámame cuando quieras, guapo. Oye, y un placer conocerte al fin, Elise.

Se acercó a ella, y le dio dos besos en las mejillas.

—Lo mismo digo, eres muy amable. —Le sonrió—.

—¡Adiós, August!

Abrió la puerta y se fue dejando un reguero de perfume a caramelo en el aire.

August tardó unos minutos en salir de la cocina, así que Elise aprovechó para observar la sala de estar.

—Esto hagamos ver que no ha pasado, ¿de acuerdo? —Volvió con ella—.

—Madre mía.

La vio al lado de su espada de colección, colgada al lado de la televisión.

—Es...

—Andúril. —Lo interrumpió, con los ojos bien abiertos—. La Llama del Oeste, reforjada a partir de los fragmentos de Narsil, la espada que Isildur usó para cortar el Anillo Único de la mano de Sauron.

August encaró el ceño, quedándose con los labios entreabiertos. Nunca lo había visto sorprendido.

—¿Sí?

—¡Soy una gran fan de El Señor de los Anillos! —Movió los brazos, aún estupefacta—. ¿Lo sabías? Sé que suena repelente, pero tengo todos los libros de Tolkien, desde pequeña. Mi madre me hizo leerlos.

Antes de que pudieran continuar la conversación, se palmeó los bolsillos, y se disculpó al acordarse de su cartera.

—Ahora vuelvo y nos vamos. —La dejó, dirigiéndose al dormitorio—.

Elise asintió, y observó a August desaparecer por el pasillo.

Mientras esperaba, paseó por el salón y el comedor conjunto, deslizando los dedos por el mantel. Vio un bolso de mujer tirado en el sofá, enredado entre los cojines. Rió para sí misma.

—Gia es solo una amiga, ¿eh?

—¿Has dicho algo? —Dijo desde alguna habitación—.

—No. —Respondió, yendo hacia la voz a través del pasillo—. Solo que tienes esto bastante cutre. Podrías colgar alguna foto, o comprar un sofá que combine con las paredes.

Al asomarse vio una puerta al final del pasillo, que parecía estar ligeramente fuera de lugar entre la sintonía de las demás, todas ligeramente entreabiertas.

Se acercó, y vio que lo que daba la nota era la pintura alrededor del marco, un poco más oscura, como si hubiera sido arrancada de otro lado y puesta ahí. Algo en esa puerta le llamó la atención, una sensación de inquietud que no podía ignorar: la curiosidad.

Elise se acercó ignorando que estaba mal hurgar en las cosas de los demás, asegurándose de no hacer ruido. Giró el pomo con cuidado, y descubrió que estaba cerrada con llave. Trató de escuchar a través de la madera, pero no percibió nada. ¿Qué podría guardar un hombre de la policía secreta tras una puerta cerrada?

Cosas horriblemente seductoras y secretas que ahora necesitaba saber.

—¿Qué haces ahí, Elise?

August apareció de nuevo, se giró hacia él. No sabía si era por el cambio de proporciones de la mansión a esa casa, pero parecía más alto, con la expresión cambiada.

—Nada. Parecía que te habías perdido aquí dentro.

August no pareció convencido, pero no hizo más preguntas. Se acercó y tomó las llaves del mueble de la entrada.

—Aún me debes un desayuno. —Lo siguió—.

—Hay un Starbucks cerca de aquí.

Abrió la puerta, y la dejó salir primero, notando que la llovizna había parado.

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