Capítulo XXV

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Dolor.

Escozor.

Pinchazos.

No como tropezar con la pata de un mueble cuando ibas descalzo, ni la sensación de quemarse cuando saltaba aceite hirviendo al cocinar, no.

El dolor que dejaba sin respirar.

—¿Muy apretado?

Elise clavó las uñas en el borde de la bañera, donde estaba sentada. Solo se había desmayado unos segundos, o un minuto como excedente.

—No. —Respondió, sin voz—.

August terminó de poner las vendas, después de que el corte no llorase más sangre. Ahora Elise llevaba un vendaje en el hombro izquierdo, con una vuelta de venda en el cuello, y notó cómo la piel separada volvía a pegarse.

Tenía la boca seca, le temblaba el cuerpo por alguna bajada o subida de tensión, y la imagen de Sean sentado en el suelo del cuarto de limpieza, con las manos atadas, ocupaba su campo de visión. Por mucho que mirase el suelo de mármol.

Debería de estar muerta. La habían matado en el pasillo esta noche, Dios le estaba dando un tiempo que no le pertenecía. ¿Estaría usando los años que le robó a Tracy?

—¿Qué te ha hecho?

Su tono hizo que Elise volviera en sí, como si alguien hubiera venido por su espalda y la hubiese asustado.

Subió un poco más el camisón sobre su pecho, que se había convertido en un trozo de tela con los tirantes y el escote destrozados.

—Nada.

—¿Nada? —Repitió él, volviendo a ponerle la bata sobre los hombros—.

Elise tragó saliva.

—Sí. Nada.

—¿Por qué lo proteges? —Se apartó, volviendo al lavabo para coger una gasa estéril y limpiarse el corte del antebrazo—.

Elise se ató la bata, y levantó la cabeza, viéndolo subirse la manga frente al espejo.

Lo que había hecho, lo que habían hecho, ninguno volvió a mencionarlo cuando recuperó la consciencia. Un beso, provocado por la adrenalina del momento, no cambiaba nada entre ellos dos, ¿no?

—Es...

Un ruido la interrumpió. Se escuchó a la mansión crujir desde algún lado, y August salió del baño sin esperar, alejando cada vez más sus pisadas por el pasillo.

Elise también se puso en pie y lo siguió, pero no tan rápido.

Al llegar, el alma le rozó los pies al ver la puerta del cuarto abierta, escupiendo algo de luz al pasillo lúgubre. Quiso asomarse, pero antes salió Sean, y August detrás de él, cogiéndolo del brazo.

—¿Todo bien? —Dijo, sonando inverosímil, pero la situación no era normal desde ningún ángulo—.

—No lo sé, que nos lo diga él.

Arrastró la silla del cuarto de limpieza, e hizo que Sean se sentara. Completamente vestido de negro parecía una sombra extirpada de la propia oscuridad. Tenía sangre seca en los labios y el mentón, aunque seguía con esa expresión vacía.

Elise se acarició el cuello, notando el vendaje bajo los dedos.

—¿Por qué? —Fue como pensar en voz alta—. ¿Y Nadine? El hijo que esperas, ¿ha valido la pena perder todo eso?

Sean levantó la mirada hacia ella, sin levantar la cabeza. August apretó la mano que tenía en su hombro, manteniéndolo en el sitio por si pensaba que podía hacer cualquier otra cosa.

—Vaya. Eres tan cortita que debes ser la única que piensa eso.

—Tranquilo. —August le palmeó la mejilla—.

Sean apartó la cara.

—El hijo de Nadine no es mío. —Contestó, entre dientes—. ¿No estabas tan pesada con saber dónde estuvo Haze anoche?

Elise abrió la boca, y así se quedó. Pálida, como un fantasma que vivía dentro de las paredes.

—A ver si lo entiendes, fuera de tu mundo de pueblo. —Repitió Sean—. Aquí hay dinero, y el dinero es de un apellido. Olive tiene un apellido que llama al dinero y así que, si se divorcia de Haze, la mitad será para él. Pero si todo se mantiene igual, nada cambia.

Ladeó la cabeza, impaciente.

—Como tú con Gideon, simplemente.

—Yo no estoy con él por eso. —Frunció los labios, negando con la cabeza—. ¿Lo quieres tú por su dinero?

Sean se la quedó mirando, con un reguero de sangre seca en el mentón.

—Yo ya tengo mi propio dinero.

—Me has estado... —Desesperada, intentó no reírse—. Me has estado siguiendo durante semanas, y enviando esas notas de mierda, ¿pero yo qué te he hecho? ¿Por qué quieres hacerme daño a mí?

Sean soltó una risa amarga, sacudiendo el hombro donde August lo mantenía en el sitio, pero no movió su mano.

—¿Realmente no lo sabes? —Respondió, lleno de desprecio—. No se trata de mí, Elise. Es Gideon. No lo dejas ir.

—¿Pero qué dices? —Se rió, al final, presa de los nervios—. En ningún momento lo he atado a la cama, ni lo he seguido por la calle, como tú seguramente has hecho conmigo. Gideon pudo haber ignorado su rehabilitación e ir a verte cualquier mañana, antes de ponerse peor, pero no lo hizo. ¿Verdad?

Él la miró, estoico. Elise, ya, sonreía, porque no sabía qué más hacer para manejar la situación. No sabía ni si había una manera correcta de manejarla.

—Soy su mujer. Y lo quiero. —Le temblaron las palabras en los labios, le sudaban las manos—. Eso es lo que odias con tanta fuerza: que tú nunca podrías serlo.

—Y una mierda. —Se levantó hacia ella, con las manos tras la espalda, pero August hizo que volviera a sentarse, jadeando como un animal—. Gideon te desprecia. Te teme. Eso es lo que haces, controlarlo. Todo este tiempo has estado envenenándolo, asegurándote de que siempre esté débil y dependiendo de ti.

—¿¡Que yo lo he envenenado!? —Gritó antes de acercarse a él, resonando por los techos altos de la mansión—. ¿Quieres saber quién iba a envenenarme a mí, con morfina? ¿Quién es el desagradecido? ¿Quién quiere que le sirvan todo hecho?

Sean se rió, soltando una carcajada.

—¿Quién te amputó el dedo, Sean? —Inquirió Elise, ladeando la cabeza muy cerca de la suya—.

Dejó de reír muy pronto. Volvió a ponerse serio y eso le puso los pelos de punta.

Adelantó la cabeza hacia la suya.

—¿Por qué tuvisteis ese accidente, Elise? —Le preguntó él, calmado—. Vamos, dime que no tuviste nada que ver.

La expresión de Elise se volvió confusa. Se repitió sus palabras, levantando los ojos hacia August, que también la miraba desde la oscuridad.

—¿Qué?

—¿Vas a decir que fue culpa del coche? —Sean se acomodó en la silla, abriendo las piernas—.

—El coche...

—¿El Aston Martin que arreglamos Gideon y yo el día anterior, quieres decir?

Ella dio un paso atrás, sintiendo que el suelo se desmoronaba bajo sus pies y su cadáver acabaría cubierto de runa.

—¿Me estás diciendo que yo planeé el accidente? —Repitió, con el hilo de voz que le salió. Se tocó el pecho—. Me rompí la clavícula... Recuerdo muy bien esa noche. Todo se prendió fuego, incluyendo mi puta pierna, ¿por qué lo haría, según tú?

Sean volvió a reírse, trastocado, como si le hablase a una niña.

—Deshacerte de él. Dinero. Esta mansión, de la que no te sacan nunca.

—Estamos casados con separación de bienes, nada de lo suyo es mío. —Lo interrumpió, casi escupiéndole—. He odiado esta mansión más años de los que llevo viviendo en ella, he maldecido todo su puto dinero por lo que no podía darme, lo hubiese quemado todo yo misma por poder volver a Mansfield.

—No...

—Deberías irte callando. —Le sugirió August, justo detrás de él—.

Sean intentó zafarse, levantarse, pero seguía sin moverse de esa silla.

—Cuéntale lo de la carta. —Soltó, inclinándose hacia Elise—.

Ella frunció el ceño, negando con la cabeza.

—¿Qué carta?

—La carta que le escribí a Gideon—Apretó los dientes, intentando tirarse hacia ella—. Le dije que si no iba al cóctel para hablar conmigo, iba a revelarlo todo. Y esa noche, esa jodida noche, ocurrió el accidente. Para que unos meses después Gideon acabe postrado en una cama de tu mansión. Joder, Elise, no eres muy inteligente si...

Una bofetada lo calló de repente, girándole la cara. Elise no lo diría, pero le dejó un escozor en la mano hacerlo.

Sean sacudió la cabeza, y volvió a mirarla a la cara.

—¿Lo ves? —Señaló con el brazo el jarrón que había al lado de la ventana—. Dolerá más que mi mano si vuelves a llamarme caza fortunas. O esposa desequilibrada. O lo que te figures que soy. Quizá me guste más coger tu cuchillo, y hacerte lo mismo que me has hecho tú a mí.

Se inclinó hacia él para decírselo, bajando el tono de voz.

August la miró, hacía rato que tenía los ojos fijos en ella a pesar de que ella no, preguntándose si estaba amenazando o ligando con él.

Sean, al principio, se encontraba serio, o ido, pero empezó a sonreír, lentamente, para acabar riendo.

—Eres tú, Elise. Siempre has sido tú. Has manipulado a todos a tu alrededor. Incluso a Gideon. Sabías que no podía dejarme ir, y te aseguraste de que no tuviera elección.

—No llevas bien el despecho, ¿eh? —Volvió a erguirse, mirándolo con desprecio—. Alguien tiene que ser la culpable, porque obviamente el problema no es tuyo. ¿Quieres que vayamos a hablar con él y que escoja ahora, como si fuésemos dos piezas de lego?

—Eres una zorra. —Se abalanzó hacia ella—. Lo tienes bien cogido, y no lo vas a soltar hasta matarlo. Como con Amy.

—Basta.

August lo cogió del cuello, volviendo a sentarlo.

—Suficiente.

—¿Callarme? ¿Por qué? ¿No quieres escuchar la verdad? —Sean se burló—. Bueno, puede que lo que te ciega son sus tetas. Las tiene muy bonitas.

Asintió sin saberlo, mirándola de arriba a abajo.

—Pero si se las quitas solo es una víbora.

Elise se frotó los labios, cruzándose de brazos y yéndose a deambular para darles la espalda. Su comentario, y cómo la había tocado, despojándola de cualquier humanidad, fueron el demasiado. Ya no podía aguantar más estar ahí, de pie delante de él.

August la miró irse. Su ausencia ocupó un lugar muy grande.

—Es muy fácil hacerle daño a una mujer, ¿eh?

—Desátame. Vamos.

August lo rodeó, ahogando una risa, para quitarle las bridas.

—Maricón.

La silla cayó al suelo.

Antes de que tuviera reflejos Sean lo empujó, con todo el peso de su cuerpo, para después incorporarse y levantar el puño, dibujando un arco directo hacia su mandíbula.

August casi se tambaleó hacia atrás, pero una nueva oleada de dolor le trajo más adrenalina, lo cogió en un puñado por el pecho y lo empujó contra la pared, haciendo que rebotara su coronilla contra la piedra.

Los golpes que le dio después pintaron unas salpicaduras en el papel de pared, le arrancó el aire a Sean por cómo le estaba rompiendo la nariz.

Hizo lo que pudo para sacárselo de encima, chocando pesadamente contra los muebles y haciendo caer el jarrón, que se estrelló contra el suelo. August, cansado de que se escapara, lanzó un golpe en su costado, hundiéndole las costillas. Sean gruñó, apartándose hasta que chocó contra la pared.

—Eres un cobarde. —Escupió sangre—. Justificándote con mentiras.

—¿Tú crees?

Él se rió.

—Sabes tan bien como yo que Elise no es la inocente que finge ser.

August ladeó la cabeza apretando los dientes, cerrando el puño, e hizo que Sean girara la cabeza cuando aplastó los nudillos contra la pared detrás de él.

—Cállate.

Sean agarró con fuerza la mano que lo cogía del pecho, zafándose de él y dándole un puñetazo en el estómago para huir de ahí.

Le quitó el aire de los pulmones. August trató de agarrarse a la sudadera de Sean para estabilizarse, pero en lugar de eso, ambos perdieron el equilibrio.

—¿Pero qué hacéis? —Intervino Elise, volviendo al oír tanto ruido—. ¡Parad! ¡Sean, no te voy a entregar a la policía! ¡No haré nada!

Forcejeando, con August intentando que no escapara, pisó el jarrón roto y la cerámica resbaló bajo su pie, impulsándolo hacia delante.

—¡Quieto! —Gruñó, volviendo a atraparlo—.

Sean le dio un codazo en el pecho, forzándose a huir, y el impulso lo hizo caer hacia atrás, esperando encontrarse con la pared, pero sus hombros se asomaron fuera de la ventana abierta.

—¡No! No, no, no.

August intentó cogerlo, viendo de cerca el pánico en sus ojos bien abiertos. Demasiado tarde.

Elise no pudo decir nada, extendió la mano en un intento desesperado de llegar hasta ellos. Sean tropezó y cayó de espaldas, atravesando el marco de la ventana.

El tiempo pareció detenerse mientras desaparecía por el borde, cortando la imperturbabilidad de la noche con su grito, hasta que se apagó y se encontró con el suelo.

Se escucharon los huesos colapsar, incluso desde ese segundo piso.

August cerró los ojos al oírlo, apretando los dientes. Siguieron pasando los minutos, aunque parecieron borrados del tiempo, ahí de pie, sin hacer nada.

—Dime que está bien. —Le pidió Elise, cubriéndose la cara con ambas manos—.

—Elise...

—Dímelo. Dímelo. —Se descubrió, ahora exigiendo que lo hiciera. Era su culpa, lo había desatado él, era como si lo hubiese empujado a hacer eso o a huir—.

Pero todo seguía igual. Nada se había destruido, el sol saldría en unas horas y seguía lloviendo. August se asomó por la ventana, y Elise se dio la vuelta, frotándose la cara.

Carraspeó, aclarándose la voz.

—No creo que...

—No, no, no. ¡No me digas eso! —Volvió a girarse, desesperada—. Tiene que estar bien. Estará... Estará inconsciente. Vamos a-.

—Elise.

Su tono la paró, justo cuando iba hacia las escaleras. Le recorrió un escalofrío bajo la ropa, el miedo engullido en sus entrañas.

—No.

Elise tomó bocanadas de aire, empezando a hiperventilar. Se tocó el estómago, convaleciente. La gravedad de la situación se hizo dolorosamente evidente mientras ambos se quedaban allí, en la oscuridad inocua del pasillo, junto a la ventana que ahora parecía un abismo que los iba a tragar con él.

—Lo hemos matado. —Susurró—.

—No. —August se acercó a su espalda—. Ha entrado en tu casa para intentar matarte, y ahora intentado huir se ha caído.

—¿Qué vamos a hacer? —Se giró hacia él, con una mano sobre los labios—.

August tragó saliva, mirando hacia otro punto del pasillo como si ahí hallara la respuesta. Se pasó una mano por el pelo.

—No podemos llamar a la policía. Si lo hacemos no podríamos explicar por qué no habíamos llamado al encontrar las amenazas. Ni por qué tiene tantos moratones.

Elise se dejó caer en la silla que había ocupado Sean, aún caliente, con las manos temblorosas y el rostro pálido. August se acercó a ella, inclinándose para mirarla directamente a los ojos.

—Escúchame. —Dijo con calma, aunque sus palabras eran rápidas y urgentes—. Nadie puede saber lo que ha pasado aquí. ¿Me entiendes?

—Lo hemos matado...

—No. No lo hemos hecho.

—Es como si lo hubiésemos empujado nosotros. —Sollozó. No podía cargar con otra vida a sus espaldas, era físicamente incapaz—.

August bajó la cabeza, incorporándose de nuevo.

—Pero no lo hemos hecho. Aunque él sí pensaba en degollarte.

Elise miró el suelo con incredulidad, intentando respirar. Se tocó el vendaje del cuello. Dejó correr cinco segundos, diez, quince.

—¿Qué...? ¿Qué vamos a hacer con él? —Preguntó, apenas capaz de hablar—.

August se alejó de la ventana, donde había estado mirando por si se levantaba o se arrastraba. No pasó. A cambio se giró hacia Elise, impaciente.

—Tú tienes que ir a la sala de seguridad y apagar las cámaras. Borra cualquier grabación.

Elise levantó la cabeza hacia él, con los labios entreabiertos. Asintió sin saber muy bien por qué lo hacía.

—No pasará nada.

—No pasará nada... —Repitió ella, temblando—.

August la cogió de los hombros.

—No era un buen hombre.

Ella negó con la cabeza.

—Eras tú o él.

—No sé si lo merezca. —Sonrió Elise, desprendida de la realidad—.

Él la zarandeó un poco, tensando la mandíbula mientras la miraba.

—Gideon no podría hacerlo sin ti.

La cogió mejor de los brazos, notando bajo las manos su bata de satén.

—No podría. —Repitió, en voz más baja—.

Elise, con la respiración forzosa, lo miró a la cara. Quizá bajó demasiado los ojos mientras el corazón le palpitaba con fuerza, mirándole los labios mientras le hablaba y luego volviendo a su mirada.

—Ve a desactivar las cámaras.

Ella asintió, sin hacer nada hasta que la soltó. Entonces no tardó en irse pasillo arriba.

Entró en el despacho de Gideon, y se sentó impaciente en la silla del escritorio mientras esperaba que le ordenador lograra encenderse.

Se secó el sudor de las manos en la bata, hiperventilando, centrándose en su respiración para tener algo a lo que aferrarse mientras esperaba.

Bajo la luz cálida de la bombilla, vio al lado del monitor una fotografía puesta boca abajo. Cogió el marco y lo levantó. Estaban todos los del equipo al lado de un jeep, con los uniformes de fuerzas especiales.

Solo podía distinguir a Gideon entre los demás, porque siempre hacía el símbolo de la paz con los dedos para que Elise supiera donde estaba.

En la foto, pasaba un brazo por los hombros de su compañero, y miraban a cámara.

Sean. Tenía que ser él.

Haze y Anthony podían ser cualquiera de los demás, y ese hombre al extremo de la izquierda, en la foto pero apartado de ellos, debía de ser August. Todos cargaban con armas que apuntaban al suelo, balaclavas y gafas.

El sonido del monitor la despertó.

Ya estaba encendido. Dejó el marco donde estaba y buscó la aplicación de las cámaras de vigilancia. Revisó la fecha, pues tenía una memoria bastante extensa para almacenar grabaciones, e hizo click en el archivo.

Vio casi en directo cómo caía de la ventana del segundo piso.

Primero se asomaba, luego perdía el equilibrio y movía los brazos y las piernas antes de chocar contra el suelo.

Un ruido sordo.

Elise lo borró casi sin mirar, notando las lágrimas como alfileres en sus ojos.

Borrar, borrar, borrar.

Ojalá pudiera meterse dentro de su cabeza y hacerlo también.

Cerró la ventana y, arrastrando el ratón, llegó a la carpeta de color beige para introducir la contraseña. Levantó la cabeza para ver que en el pasillo seguía sin haber nadie, y devolvió su atención al monitor con el corazón latiendo en sus oídos.

Abrió un vídeo, de esos que aún eran de la cámara antigua y en blanco y negro. El día era el dieciséis de julio, la noche anterior al accidente. Le quitó la voz para ponerlo, viéndose a sí misma gritando por Gideon en el bosque y luego caer rendida al lado del lago.

Ahora que se fijaba, se apreciaba que tenía la cara manchada.

Hizo click con el botón derecho del ratón, y lo borró.

Una vez hecho, después, volvió al tramo de pasillo con la ventana todavía abierta. La brisa que entró le heló la piel.

Miró hacia la noche plagada de nubes, escuchando más claramente la lluvia golpear el techo. August no estaba ahí y algo le invadió el cuerpo a Elise, una rampa de dolor bajo las vendas manchadas.

¿Debía mirar?

Algo le dijo que no podría vivir sin encarar lo que había hecho. Así que apoyó las manos en el alféizar y, aún con los ojos cerrados, tragó saliva y sacó la cabeza.

Abajo, había un tramo de jardín que rodeaba toda la mansión. Unas enredaderas subían por la fachada de ladrillo rojo, acariciando el balcón, pero cuando Elise miró, no vio nada.

Solo un rastro de sangre que se fundía con la tierra, y luego señalaba un camino que desaparecía en corto. Quizá el cadáver se había levantado, y venía hacia ella.

—He...

Gritó al oír otra voz. Saltó en el sitio, cubriéndose la boca al momento, y unas manos fuertes la apartaron de la ventana.

—Tranquila.

Y se tranquilizó al ver que solo eran los ojos de August, y no los de un muerto.

—¿Qué has hecho? —Le preguntó, calmando su respiración—.

Tenía el pelo y la ropa mojadas, y el frío lo había puesto más pálido, enfatizando las líneas de expresión que partían desde su nariz.

—Hacer que no lo encuentren.

—¿Hacer que no lo encuentren? —Repitió con los ojos muy abiertos, jadeando—. ¿Eso qué es? ¿Qué significa?

—Tranquilízate.

Le dijo casi entre dientes, sin darse cuenta de que no la había soltado. Así de cerca, Elise pudo ver el rastro de sangre sobre su hombro, manchándole el inicio del cuello.

—August... —Casi lloró, poniéndose una mano sobre la boca—. ¿Dónde te he metido? ¿Qué has hecho? Lo siento. Lo siento tanto...

—¿Crees que es el primer muerto que he tocado?

Se le encogió el corazón en el pecho, le faltó el aire al oírlo decir eso.

—Eso no me consuela.

—No me tengas pena. Guárdatela para tí misma. —La cortó—. Elise, si vienen a preguntarnos por Sean, si algo sale mal...

—¡Nada va a salir mal!

—Lo sé. Lo sé, pero contempla que haya una posibilidad donde acabe mal. —Asintió—. Si algo pasa, tú no has tenido nada que ver con esto.

—¿Qué?

Se le escapó, interrumpiéndolo.

—Des...

—No. —Dijo ella, desesperándose—. No, podríamos explicarlo. Diría que intentó hacerme daño, que... Que solo nos defendimos y resbaló por accidente.

—Sí, tú explícale a un juez que el amante de tu marido ha muerto por accidente en tu propia casa.

—Pero es la verdad.

—La verdad no siempre nos salva.

—¿Y qué coño pretendes? —Se apartó de él—. ¿Hacerte el héroe como si yo no fuese la razón de todo esto?

—Tú no has pedido que te hagan daño.

—¡Lo sé! —Le gritó, moviendo las manos—. ¡Pero yo también estoy aquí! No pienso quedarme callada si te inculpas.

—Diré que mientes.

—Me declararé culpable. —Volvió a acercarse, retándolo a que continuase—.

—¿Con las pastillas que te recetan, y los sueños donde no sabes si estás dormida o despierta? Nada de lo que puedas alegar será tomado como un hecho.

Elise frunció el ceño, echándose para atrás como si le hubiese tirado algo a la cara.

Eso era un golpe muy bajo.

—No tienes ningún derecho.

—Yo podría vivir dentro de la cárcel. —Dio un paso hacia ella, nervioso—. Pero no fuera, sabiendo que tú estás ahí.

—¿Y si quiero hacerlo?

—Me da igual.

—¿Pero quién eres tú para decidirlo? ¿Sabes lo que es mejor para mí? ¿Lo que debería hacer con mi vida? ¡Mi vida!

—Lo único que sé es que no te mereces esto.

Se acercó muy fácilmente a ella, sin darse cuenta de que la espalda de Elise se encontró con la pared.

—Pues tienes razón. —Respondió ella, bajando la voz. Tragó saliva—. Merezco algo mucho peor.

—¡Deja de hacerte la mártir!

Le gritó, exasperado.

—¡Solo intento ayudarte y tú me escupes! ¿¡Por qué no lo ves!?

—¡No necesito que lo hagas! ¿Por qué no ves tú eso?

—Lo que veo es a una ingenua que acepta toda la mierda que le echen.

—Que te follen. —Contestó, dando un paso hacia él, porque la oscuridad lo engullía—. ¿Crees que das pena, con tu historia de niño huérfano que ahora tiene complejo de salvador?

August miró hacia otro lado, riéndose.

—Al menos no me quedé donde no me querían porque pensaba que podía arreglarlo todo.

—Oh, ¿eso es lo que piensas que hago? —Frunció el ceño, ladeando la cabeza—. No, no, dímelo a la cara.

Él le dio la espalda, sonriendo.

—Dime: Elise, eres un fracaso. —Tiró de su brazo para que la mirara—. ¡Dímelo!

La miró de arriba a abajo.

—Dime que soy un fracaso. Que mi vida, mi matrimonio, mis amistades y lo que te he obligado a hacer son un fracaso tras otro. Sé que lo estás pensando. Hazlo.

—¿Quieres que haga lo que estoy pensando? —La amenazó—.

Se acercó otro paso a él, bajando la voz, aunque resonó en los techos altos.

—No tienes huevos.

La cogió de la mandíbula, relamiéndose los labios antes de llegar a los suyos. Pero no de una manera normal, gentil, la había empujado contra la pared y la estaba besando como si se fuesen a morir mañana. Con hambre. Con necesidad y brutalidad.

Era la primera vez que lo empezaba él desde que lo rechazó. No podía culparlo, ella lo había provocado todo. El mundo se derrumbaba y August solo se preocupaba en que no cayesen pedazos a sus pies. Había arrastrado un cadáver por Elise, quería obligarla a callar y que lo incriminase, era grotesco y enfermo, lo sabía. ¿Pero entonces por qué la hacía sentir tan bien tener que resistirse, sabiendo que no lo convencería?

Sin saber cómo, estaban en su dormitorio.

La adrenalina y la dopamina la tenían temblando, no notaba el suelo bajo ella. Mientras lo besaba violentamente sus manos solo buscaban arrancarle la ropa, como en un sueño febril, casi podía sentir que la manchaba al cogerla de la cintura, de las caderas, respirando únicamente en los labios del otro.

Hasta que intentó quitarle los botones de la camisa, cuando le cogió las manos para decirle que no continuase. Ella levantó la cabeza y lo miró a la cara.

A pesar de lo que quería hacer, Elise se inclinó hacia el interruptor al lado de la puerta, apagando las luces. Con la noche sin luna apenas podían verse, camuflaban su error en la oscuridad de un cuarto cerrado.

Intentó quitarle de nuevo la ropa, con los labios hundidos en el hueco de su cuello. Él se arrancó la camisa de la espalda cuando Elise subía las manos por su abdomen, ignorando los tramos de las venas que indicaban un camino hacia abajo.

Acercó rápidamente la boca a su pecho, besándolo y lamiendo en un sendero que la devolvió a sus labios, mientras él intentaba quitarle la bata de los hombros. La tela resbaló y se arrugó a sus pies, abriéndose para dejar caer el camisón roto.

Elise no quiso mirar, no despegó la boca de la suya aunque la hacía retroceder de espaldas hacia la cama. Su cama. La cama de matrimonio.

Antes de poder pensar, se giró y le dio la espalda queriendo apoyar las manos, para que August la cogiera del brazo y la girara de un tirón. Se quedó con la respiración agitada mirándolo, aunque casi no podía hacerlo, solo veía a una sombra.

Él ladeó la cabeza suavemente, con un suspiro sonoro, para inclinarse y volver a besarla, haciéndola abrir la boca.

Ella sostuvo su cara entre las manos, poniéndose de puntillas. August cerró los brazos alrededor de su cintura, subiendo una mano hacia su espalda y costillas, y la otra descendiendo más abajo. La notó arquearse y retorcerse contra él, pidiéndole que hiciera algo.

—Elise... —Murmuró—. Elise. Elise. Elise.

Bajó a besos por su cuerpo, siguiendo una línea invisible que la dividía en dos. Llegó a su ombligo. Más abajo. Coló las manos bajo su ropa interior y la bajó por sus muslos, pidiendo, como un mendigo. Elise se sentó en la cama y terminó de quitárselas aprisa, abriendo otra vez las piernas mientras se colocaba. No podía creerse lo que iba a hacer, lo que iba a hacerle. Incluso tenía un poco de miedo, seguía con el corazón latiendo con fuerza bajo su pecho.

Ni siquiera sabía si quería continuar, ¿qué estaba haciendo? Ya no tenía treinta años, y había roto a sudar, para poner las cosas peor. Se apartó el pelo encrespado de la frente todo lo que pudo, acordándose de que no estaba depilada, ni se había duchado desde el día anterior, y que la sangre continuaba pegada en todo su pecho.

—¿Pasa algo?

Oh, por favor, que no hablase...

—Sí. —Se frotó los ojos—. No. No, estoy bien. Estoy bien.

—No lo estás.

Se apartó de ella. Dándole un sentimiento de utilidad, sucia, vacía.

—¿Qué...? —Lo miró sin entender, cubriéndose con la sábana—.

—Lo siento, yo... No debería haber hecho esto. —Recogió su camisa—. No debería. Lo siento.

—August, no lo entiendo. —Se encogió de hombros, dubitativa—. ¿No quieres?

Se apartó la sábana, dejándola caer de su cuerpo desnudo y fijó la vista en ella, incapaz de dejar de mirar, de mirarla a ella.

—¿No quieres? —Susurró ahora Elise, separando un poco las piernas—.

—Y-Yo no de... Yo, de... —Titubeó, negándose a sí mismo ese deleite para mirar el techo. Cerró los ojos y dejó soltar un suspiro—. Has dejado claro que quieres a Gideon. Y ya está. Yo no quiero esto si es así, no me debes nada.

Claro que lo sabía. Entendía cómo de poco merecía Gideon a una mujer como Elise y la suerte que tenía de tenerla. Eso lo volvía un egoísta, él la tenía enteramente, en cuerpo y alma, huesos, piel y mente, y no podía amarla.

Elise se levantó de la cama al escucharlo, yendo hacia él.

A August cada vez le costaba más respirar cuanto más la miraba, le daba miedo, ojos deambulando arriba y abajo sin rumbo.

Se acercó, dejando una mano en su pecho, subiendo la palma hacia su cuello.

—No soy una buena persona. Ni pensaba en Gideon. Ni en que te debo nada. —Le susurró al oído, condensando su voz en un escalofrío que lo recorrió de una sola vez—. Pero me está poniendo muy cachonda que pienses tan bien de mí.

Le lamió el cuello, haciéndolo gemir, rendido. Agachó la cabeza, enterrando la frente en el hombro de Elise, dejando que lo tocara y lo besara, que le hiciera lo que quisiera. Subió las manos por su espalda antes de volver a besarla.

No podía comérsela, al menos no completamente, pero solo un mordisco. Probarla un poco, una noche.

Cuando Elise separó la boca de la suya un hilo de saliva se difuminó entre sus labios, lo hizo sentarse en la cama.

Se subió encima de él, abalanzándose a besarlo otra vez. Descansó las manos en sus hombros, donde estaban los últimos rastros de sangre de Sean Greek. Le clavó las uñas en la piel sin querer, a lo que sus brazos respondieron rodeándola y acariciándola, como si sus manos fueran dos fuentes de calor. ¿También las tendría manchadas? ¿Estaría escribiendo algo en la desnudez de su cuerpo? ¿La obligaría a callar otra vez?

August bajó la cabeza a sus pechos, besando y mordiendo la capa de sudor y sangre que lucía, sentía que iba a colapsar con todo lo que tenía bajo los labios, escuchándola gemir y derretirse por la mínima cosa que le hacía. Una noche no sería suficiente. Ni mil. Ni dos mil. Ni una vida ni dos. ¿Qué sería de él después de ella? Lo había condenado y bendecido al mismo tiempo dejando que la tocara. Buscaría en todas las mujeres lo que ninguna podría darle: a Elise Sage Harcourt.

La esposa de otro hombre.

Se quedó sin aliento cuando lo hizo, mirándola de muy cerca a los ojos. Ella jadeó sin aire como él, con el ceño fruncido y los labios entreabiertos, hundiendo las uñas en sus brazos.

Ninguno de los dos hizo nada por un momento. Se quedó a orillas de su boca, planteándose la posibilidad de que había sido él quien había caído por la ventana y eso era el cielo.

Elise dejó una mano en su pecho y lo empujó para que se tumbara, utilizando luego esa misma mano para estabilizarse encima de él. Aún sin haberse movido un centímetro, lo miró a la cara y se balanceó muy suavemente, hacia adelante y hacia atrás.

Cerró los ojos con mucha fuerza al sentirlo, con tanto gusto, que parecía dolerle. Dejó la otra mano en su pecho, notando la rugosidad de una cicatriz bajo los dedos. Gimió y siseó algo entre dientes, como si hubiera ocupado todo el vacío dentro de ella y ahora ni siquiera pudiese respirar.

Inclinó la cabeza hacia atrás, arqueándose sin que la letra a abanadonara sus labios, notando que el pelo le rozaba la cintura mucho antes de que unas manos ocuparan su lugar. La cogieron con fuerza de las caderas, enterrando los dedos en su piel.

Miró hacia abajo y lo vio poner los ojos en blanco, tumbado sin voluntad en la cama.

—Di algo. —Le pidió—. No te quedes callado, es muy siniestro...

Como seguía callado, empezó a ponerse nerviosa, respirando mal, perdiendo el ritmo.

—¿No...? —Intentó decir, inclinándose hacia él—. ¿No te gusta? Lo estoy haciendo mal.

—Cállate. —Sufrió, sin abrir los ojos—.

—A mí sí me gusta. —Deslizó las manos por sus brazos y los tatuajes que no podía ver con claridad, notando que se tensaba bajo sus dedos—. Nunca lo había hecho.

Acostó los labios en su pecho, entre las dos clavículas, fuera azotó el viento y la mansión tembló.

—Cállate. Deja de hablar, de... —Gimió—.

—Aún no te he oído decir que no te gusta. —Dijo en su oído, sin parar de frotarse contra él—.

August jadeó, gimiendo entre dientes al mismo tiempo que la cogía de las caderas, parándola antes de que las manos le resbalaran un poco más abajo, apretando la carne suave de sus muslos.

—Mhm... —Suspiró con fuerza—.

—¿De...?

—Para. Basta. Quédate quieta.

Le dibujó una sonrisa en la cara a Elise cuando se dio cuenta.

—¿Ya?

—Si paras, no. —Admitió, de mal humor—.

La hizo gemir, casi ronroneando, volvió a erguirse, apoyándose en su abdomen.

—Vas a hacer que me corra yo también. —Susurró, alargando un brazo hacia la mesita de noche—.

Cogió un preservativo, agachando la cabeza para ponérselo, cuando él quiso incorporarse y tumbarla para poder tener más control sobre algo.

—No. —Lo empujó, aplastando la mano en su pecho para tumbarlo—.

Él la miró desde abajo con los ojos nublados, sin ser más que un hombre afortunado que pensaba que soñaba con el cielo.

—No me importa que termines ya.

—Tengo boca y manos. —Jadeó, rendido—.

—Solo quiero follarte, August...

Bajó más la voz, dándole un beso lento que terminó en dos más. Suspiros, lengua y saliva. Ahuecó las manos para tomar sus pechos en ellas, eran suaves y salpicadas por lunares como el resto de su cuerpo. Estaba sudada, los dos lo estaban, pero eso avivaba el olor a crema que tenía debajo, un aroma pesado a vainilla y miel.

—August...

August, August, August. No se lo sacaba de la cabeza, el tono y el nivel de voz. Sonaba tan bien si ella lo decía, todo sonaba perfecto si salía de ella.

Levantó las caderas para volver a tomarlo y él rápidamente descansó las manos en ellas, que eran más anchas que sus hombros y formaban una curva cerrada en su cintura. La acarició todo lo que pudo, pero no fue suficiente, nunca lo sería. No podía despegar los ojos del punto donde sus cuerpos se unían, hipnotizado, perdido, sin voluntad mientras ella lo hacía todo.

Se fijó en que se formaba rollito de grasa en su bajo abdomen, que tenía unas estrías preciosas en las tetas, y que se iba a correr ya si continuaba mirándola.

—Te sientes tan bien... —Se le escapó lo que pensaba—.

Se había puesto roja, lo sabía, podía intuirlo entre la oscuridad.

—Tan bien... —Vagó las manos por su pecho, cintura y espalda—. Yo no merezco tanto. No te merezco.

Fue más lenta, balanceándose y moviéndose en círculo para sacar más de él. Hizo que temblase, gimiera y sollozase, sin callarse esa vez, y eso le erizó toda la piel desde la nuca hasta los pies.

Temerosa, deslizó las manos hasta sus hombros, acercándose a su cuello, y se arqueó hacia atrás, viendo el techo antes de poner los ojos en blanco.

Debió de cortarle el aire mientras perdía el contacto con la realidad, sentía que su cuerpo ardía, estaba tensa y no dejaba de querer más, más, más. Iba a tener un orgasmo, ¿sería eso? Ni siquiera podía parar a planteárselo.

Le gustaba no poder verlo, que la oscuridad pesara como un manto. Debajo de ella podía estar cualquiera. No lo veía, solo sentía sus manos y lo escuchaba. Elise cerraba los ojos y podía ser cualquiera, Gideon, o... O Él.

La sombra que siempre estaba al acecho, observándola. Ya la había avisado sobre Sean enviándole su dedo en un sobre, se había encargado de Max en la misma casa donde casi la mató a ella, era peligroso pero le regalaba flores y nunca le hacía daño. Solo la asustaba. Y la miraba.

Hizo que August se incorporara, clavando los dientes en su hombro al ver que estaba gritando mucho. Se apoyó en sus brazos, cansada, sin soltarlo cuando él empezó a llevar lo que ella había dejado. Le ardía el aire en los pulmones, la capa pegajosa de sudor se mezclaba entre ambos al igual que los restos de sangre y la cama chirriaba suavemente.

Esa noche había muerto un hombre delante de ellos. Las amigas de Elise pensaban de ella que era una puta y una falsa. El doctor Francis Omens había aparecido muerto en un río y acusado de aprovecharse de sus pacientes. Nadie sabía por qué Amy se suicidó, ni por qué ellos tuvieron ese accidente de coche.

Solo los rodeaban muertes. Mentiras, secretos y desgracias.

Se corrió con fuerza poco antes de que él también lo hiciera, teniendo una mano que le cubrió la boca para no hacer ruido. Sin querer se aferró a su espalda, deslizando las uñas hasta su nuca con desespero, haciéndole daño.

Todos los pensamientos volaron de su mente, solo podía sentir su cuerpo exhausto y el hormigueo que subía por su columna, despojada de su identidad racional.

Fue un momento maravilloso, sin ninguna preocupación dentro de ella.

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