18- El camino de la samurái.

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«Según sea la situación, habrá momentos en los que uno deba depender de otra persona por alguna razón».

Yamamoto Tsunetomo[1].

Aunque mi padre parece una estatua de hielo —no puede moverse ni hablar— percibo la desaprobación por haber aceptado el desafío de la hija de Taira no Masakado. No ignoro que solo piensa en el daño que me puede hacer, pues sería capaz de matarme, pero aun sabiendo el riesgo no hay marcha atrás.

     Sé que vosotros sí os ponéis en mi lugar con mayor libertad y entendéis que mi aceptación significa un acto de renuncia consciente a cualquier tipo de egoísmo. Intento proteger el todo antes que la parte. El mundo nunca ha estado tan cerca de la destrucción, ¿cómo voy a pensar primero en mí, que soy menos que un simple grano de arena? Mi deber consiste en intentar algo, aunque sea a la desesperada.

     Resulta difícil de asumir que alguien tan imperfecto como yo —y bastante psicópata— conecte no solo con la energía de su cuerpo, sino también con la universal. Con el dios que está dentro de todos nosotros y que también rige en lo alto. Sin duda esta capacidad y la de dominar la Naturaleza y a mí misma se las tengo que agradecer a mis cuatro mentores, Da Mo y los tres jefes indios.

     ¡Basta de cháchara! Takiyasha-Hime y yo nos hemos dado media hora para prepararnos. Se ha encargado de que sus gama  espanten a las personas que pudiesen pasar por el sitio. Estos yōkais  con forma de sapo son sus consentidos. Antes de unirse a la bruja vagaban disfrazados de ermitaños gigantes y se dedicaban a secuestrar a los campesinos. Los inmovilizaban en su cueva de Kyoto, como paso previo a acabar con ellos. En Tokyo, en cambio, devoraban a los criados de los nobles. Conocéis la historia del señor Yamasaki[2], ¿verdad? Él le perdonó la vida a uno de ellos y luego, durante un gran incendio, el gran batracio le salvó su casa al apagar el fuego con el agua que escupía por la boca.

     Ahora varios de estos yōkais  se mantienen alrededor de Anthony y de Axel con el cometido de paralizarlos. Pero no permanecen indiferentes a lo que sucede, pues al mismo tiempo se distraen al contemplar cómo la bruja y yo nos entrenamos. Igual que los espectadores de un partido de fútbol en el estadio, mueven las grotescas cabezas de un extremo al otro y abren al máximo los ojos descomunales.

     A pesar de que me observan, yo me concentro y me escabullo de este control. Con los pies juntos me relajo e inspiro. Pongo las palmas una contra otra al exhalar, sobre el pecho como si rezase. Siento el latido tranquilo del corazón y el perfume de las algas y del salitre. Efectúo una pequeña reverencia y le muestro mis respetos al sol. Vuelvo a inhalar. Lleno los pulmones con la magia que siempre me rodea y con la victoria que vivimos todos juntos sobre esta misma arena el otro día. Y me inunda el amor hacia mi maestro. Antes de expulsar el aire me estiro hacia abajo, en dirección a los pies. Llevo la pierna izquierda hacia atrás, como si fuese una leona que se relaja antes de ir por la presa. Con el dorso del pie rozo el suelo, mantengo flexionada la otra extremidad. Respiro muy hondo y pienso: «No me matarás, yo te detendré e impediré esta locura». No continúo con el «Saludo al Sol», lo interrumpo ahí.

     Medito acerca de Da Mo, mi mentor. Soy su última discípula y sigo la estela de la Princesa Ming Lian, que fue la primera. Porque hoy no solo nos enfrentaremos dos mujeres, sino dos filosofías opuestas, ambas con una larga trayectoria. El no matarás de los shaolin, frente al culto a la muerte de los samuráis. ¡Qué curioso que ambas deriven del budismo!

     Ahora no solo me enfoco en Da Mo, sino que lo busco dentro de mí. Sigo —muy tranquila— practicando otras figuras del taichí. Cojo la espada samurái que me ha dado mi contrincante y que aguardaba sobre la arena. La coloco con la punta hacia abajo y la convierto en parte del cuerpo por medio de la meditación. Desde que llegué a Japón, por fortuna, he practicado con una similar en lugar de las rectas que suelo utilizar para el Gong Fu Shaolin  y me he acostumbrado a la forma y al peso.

     Con los párpados entornados me detengo. Imagino que estoy en la provincia china de Henan. En concreto, en el monte Songshan[3]. Justo en el punto exacto donde se fusiona la energía de la montaña, del cielo, del aire y de mi propio cuerpo. Cuando me colma el aroma de la hierba recién segada —que se mezcla con el de las piedras— y dejo de oler a arena, a algas, a sal y a cangrejos, abro los ojos. En efecto, me he desplazado. Estoy en la tierra adoptiva de mi maestro, al borde de un precipicio. He conseguido plantarme aquí con la mente mediante la concentración.

     Da Mo me explica:

—Sabía que si me buscabas dentro de ti llegarías a mí, Danielle. Lamento que no intervenga esta vez. Las reglas son claras y tú has aceptado el desafío de la samurái.

—Lo comprendo, Gran Maestro. —Y me inclino ante él—. He aceptado el reto para evitar una repetición de la batalla que libramos. ¡Estoy preparada para dar la vida por el bien de los nuestros!

—Y tienes mi beneplácito, Danielle, aunque sé que mi amigo Anthony se opone. —Se acerca y me roza la cara con la mano: la paz me inunda y el sol brilla con más fuerza que antes, hasta un arcoíris se forma en las cumbres.

     Si damos un paso al costado los dos nos caemos desde una altura aproximada de mil quinientos metros. Sin embargo, al sentir su roce soy capaz de lanzarme al vacío si él me lo pide y hasta creería que en la espalda me crecerían alas. Mi fe hacia Da Mo es ciega.

     Él agrega:

—Me conoces, Danielle, sabes que todo lo que sea proteger la vida tiene mi aprobación. Tú no atacas, sino que nos defiendes. Y recuerda algo muy importante: cada uno es dueño de su destino. Tú eliges el tuyo y debes entender que los demás también hacen la misma elección, aunque te duela. Cuando en una encrucijada se abre un camino a la izquierda y otro a la derecha, de la ruta que sigamos depende nuestro futuro. ¡Grábalo en tu cabeza! Esto y que la magia siempre anida dentro de la realidad, aunque todo parezca perdido... Mira, aquí tampoco estamos solos, nos acompañan mis alumnas. El que de verdad cree jamás está solo. Vuelve en paz.

     Observo que a mi lado aparecen varias chicas. Por los rasgos creo reconocer a dos de ellas, a la princesa Ming Lian y a la princesa Yong Tai. Las he visto antes inmortalizadas en estatuas. Me inclino y honro a las que me precedieron siglos atrás. Luego todas juntas hacemos el «Saludo al sol».

     Poco a poco siento que mis partículas se desplazan y huelo de nuevo la fragancia del mar. Abro los ojos. Me encuentro en Shimonoseki. Ni los sapos ni la bruja son conscientes de mi instante mágico. Y ni siquiera sospechan que he abastecido mi espíritu de esta energía inagotable.

—¿Estás preparada, guerrera? —Mi rival corta el aire con la espada de manera experta y luego se inclina y la devuelve a su sitio en la espalda.

—Más que preparada —le respondo con calma.

     Es curioso porque en esta batalla nos enfrentaremos la agilidad contra la fuerza. Resulta evidente al verla vestida con la indumentaria samurái —copia de la de su padre— que también está dispuesta a darlo todo.

—Antes de empezar me gustaría recordarte que esto no es necesario, estamos del mismo lado. —Intento ser convincente—. Ambas deseamos lo mismo.

—¿Te ha entrado el miedo, guerrera? —me pregunta con una sonrisa cruel.

—Sabes que no, pero mi maestro me ha enseñado que siempre es mejor sumar esfuerzos que restar. —Y suspiro al recordar la comunión de almas que ha tenido lugar sobre la montaña.

     No me contesta. Inclina la cabeza y se prepara para atacar. Le lanzo un beso a mi padre con la finalidad de indicarle que no se preocupe. Antes de que avance simulo que ataco y le muestro mi destreza con la espada. La hago girar tan rápido que da la sensación de que son las aspas de un molino. He tenido que hacer varios cambios para adaptarme a estas katanas —el más relevante fue cambiar el punto de equilibrio—, pero sin duda lo he conseguido.

     He logrado impresionar a Takiyasha-Hime porque exclama:

—¡Qué digna rival! ¡Muy superior al Minamoto! Me da pena, Danielle, que estemos en bandos opuestos.

—No lo estamos —le aclaro, seria—. Ambas deseamos Justicia.

     Pero acto seguido —cuando intenta tajearme el cuerpo con el máximo vigor del que es capaz y en donde más daño me puede hacer— dudo de mi afirmación. Recibo la acometida con el canto de la espada. Y compruebo, al advertir que el filo de la hoja resiste, que no ha sido mezquina y que me ha proporcionado una de calidad superior a lo que suponía.

     Es el momento de que conozca mi poder. Intento distraerla y le paso por encima con La rueda fantasma  y le caigo por la espalda. Casi lo consigo, aunque gira en el último instante y con el tiempo justo para detener el golpe.

—No hay duda de que disfrutaré al luchar contra ti. —Y luego intenta amedrentarme con las siguientes palabras—: Te prometo que tu cabeza lucirá en un lugar privilegiado dentro de mi colección.

—¿De verdad lo crees? —y, burlona, añado—: Vencí a tu padre. ¡Ganarte a ti será mucho más sencillo!

     Consigo descolocarla porque se enfada. Empieza a golpear sin meditar en cada jugada primero. De esta forma la desarmo y hago volar su espada por el aire. De inmediato le aparece otra entre las manos. Les echo un vistazo a Anthony y a Axel y percibo, por las miradas, que ambos se desesperan.

—Esto no está dentro de las reglas. —Hago un gesto, molesta—. Porque yo debo pelear solo con la que tú me has dado.

—Las ventajas de ser una bruja —afirma, categórica—. Está en mi naturaleza atraer objetos, aunque use otra espada sigue siendo un combate honorable.

—Y en mi naturaleza está ser médium —le replico y la contemplo con la mente en paz—. Tendría que invocar fantasmas, entonces. ¡Te aseguro que aunque hagas trampas te venceré!

—¿Sí? Me parece que deliras. ¿Lo crees de verdad? —Avanza a golpe de espada—. No son trampas, pero sigue soñando, guerrera, porq... —e interrumpe las acometidas para luego añadir asombrada—: ¡¿Qué es eso?!

     Enfoco en la misma dirección. Un barco de madera de roble rojo —desgastado por el uso y por el paso del tiempo— se aproxima a la costa. Varios espíritus flotan sobre las velas raídas y sobre la borda. Poco a poco contemplo una segunda embarcación y así hasta contar trece.

—¡Esto sí que es trampa, guerrera, y no lo mío! —Se enfada la bruja—. ¡La batalla era solo entre tú y yo!

—Supongo que al romper tú las reglas y utilizar otra espada has dado pie para que mis amigos me envíen un ejército. —Sonrío confiada—. ¡Siempre me protegen!

     Cuando termino de pronunciar la frase se levanta un viento de mar a tierra tan fuerte, que los barcos en pocos minutos encallan sobre la arena. Los fantasmas se dirigen hacia donde estamos nosotras y se sitúan alrededor de mí, como desafiando a los sapos. Da la sensación de que ellos se hacen más pequeños al medirse contra los navegantes.

—Pues si tú invocas espíritus, yo convoco a mis yōkais —me amenaza y mueve la mano.

     Se escucha una explosión muy fuerte. Gran cantidad de partículas vuelan por el aire, igual que si estuviésemos en una tormenta del desierto. Toso sin poder contenerme. Pero esto no es lo peor. Cuando la zona comienza a despejarse, enmarcado por la luz rojiza y gélida de los últimos rayos de la tarde, hay un esqueleto inmenso compuesto por cientos de calaveras unidas entre sí.

     El frío me llega hasta el alma y el hedor de los cuerpos en descomposición me da nauseas. El monstruo hace un sonido similar al de miles de cencerros al moverse, lo que se agudiza por la fuerza del aire que sopla. Sé lo que es. El más temible de los yōkais: un gaskadokuro[4]. Japón es una tierra en donde reina la muerte injusta, no me extraña toparme con él. Seré sincera con vosotros: no le tengo miedo, pero sí me inquieta la seguridad de Axel, que está inmovilizado y es el único —junto conmigo— que tiene un cuerpo apetecible. El monstruo para satisfacer su hambre inagotable les cercena las cabezas a las víctimas y les chupa la sangre.

—¿Recién ahora temes por Tokugawa, guerrera? —Percibe Takiyasha-Hime mi inquietud. No te agobies, solo controlará a los yūreis[5] que han venido desde el mar para que no se entrometan. Te prometo que no le hará nada al Minamoto.

—Confiaré en ti, entonces. —Pero la sensación de alarma no me abandona.

     Ella asiente con la cabeza e insiste:

—¿Sabes, guerrera? Aquí siempre se puede convocar gaskadokuros. Muchas personas furiosas han muerto sobre la arena o en el agua. ¿Conoces alguna injusticia mayor que el fin de gran parte de mi clan en la Batalla de Dan-no-ura?

     Permanezco en silencio y pienso en todos los Taira que se tiraban al mar porque elegían la muerte a ser prisioneros.

—Sí. —La bruja mueve el cuello, tan ensimismada como si se hubiese transportado al pasado—. ¡Fue una gran injusticia! Pero sigamos con nuestro reto.

     Pero la reanudación del combate no es posible. Casi en cámara lenta veo cómo La Geisha Esqueleto  se acerca a Axel, que sigue inmóvil por culpa de los acólitos de la hija de Masakado.

—¡Yo te ayudaré, Bruja de los Yōkais! —Materializa una espada y se la clava al japonés en la espalda.

     El agente lanza un suspiro y cae hacia adelante. Mientras, horrorizada, yo contemplo la escena. Tiro la katana  y corro hacia mi examante. Antes de llegar la geisha retira el arma del cuerpo, le limpia la sangre y va donde se halla la bruja para arrodillarse a sus pies.

     Con la cabeza contra la arena le ofrenda el asesinato:

—He hecho lo que me pediste, Takiyasha-Hime, pensar primero en el clan. ¿Puedo volver con vosotros?

—¡¿Qué has hecho, malnacida!? —le grita la otra mujer—. ¡Has arruinado la contienda! ¡No sabes lo que es comportarse como un samurái, no puedes estar entre nosotros! ¡Te maldigo! ¡Como vuelvas a aproximarte a alguien del clan, enviaré contra ti al gaskadokuro para que utilice tus huesos como adornos! ¡Fuera de mi vista!

     La geisha  la contempla con odio. Luego gira la cabeza en dirección a mí, que intento contener la hemorragia y comprimo la herida. Una tarea imposible, a Axel le sale sangre también por la boca.

—¿Sabes algo, niña tonta? —Pone una cara malévola—. Si hubieses leído el Hagakure  de Yamamoto a estas horas sabrías las respuestas a muchas de tus preguntas y el Minamoto estaría vivo. ¡O si conocieras tu propia profecía, pues eres tan idiota que hasta eso ignoras!

     Y desaparece después de destilar su maldad.

—¡Lo siento, guerrera! —se disculpa la bruja—. ¡De verdad lo siento! Lamento profundamente lo de Tokugawa. No merecía morir así, era un samurái honorable.

     Se arrodilla ante mí y desaparece un segundo después junto con los yōkais.

     Pero las disculpas son irrelevantes porque hay algo más importante en lo que pensar. Mientras las lágrimas se me deslizan por el rostro y Anthony intenta consolarme, comprendo que Axel agoniza.

[1] Página 35 de su obra anteriormente citada.

[2] Obra de Andrés Riobó y Chiyo Chida antes referida, páginas 31 y 32.

[3] Aquí suelen entrenarse los monjes y las monjas de los distintos monasterios shaolin.

[4] Gashadokuro, el yōkai de los mil esqueletos, entrada de Andrea Guillem del 30 de septiembre de 2014 en Tallon4.

[5] A diferencia de los yōkais —que están vivos— los yūreis son los espíritus de los muertos que por sed de venganza, por deseo de justicia o por otro motivo se les aparecen a las personas con las que dejaron cuentas pendientes. Ver las pág. 159 a 166 del libro de Andrés Pérez Riobó y Chiyo Chida antes mencionado.


Por suerte Danielle consigue conectar con Da Mo y sus discípulas.



Y, cuando la bruja rompe las reglas, los fantasmas de los navegantes vienen en su ayuda.



Pero ni a sí Axel se salva de terminar herido...



¡Menos mal que a Danielle no se le apareció este yōkai !



Ya le llegaba con el abominable gaskadokuro.



https://youtu.be/-2U0Ivkn2Ds






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