3- El niño cangrejo.

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«La superficie del mar estaba atestada de estandartes rojos y banderines rojos lanzados al agua, como las hojas diseminadas en el río Tatsuta por una tormenta de otoño».

Historia de los Heike [*] .

Helen Herbert —la abuela de Danielle— se removía en la cama con doseles azules, inquieta, porque soñaba con batallas sangrientas. Era una madrugada lluviosa y los truenos acompañaban a los gritos de los guerreros, al hedor ferroso de la sangre, a los sonidos de las olas al romper unas contra las otras y al retumbar metálico de las espadas.

     La anciana se encontraba en la habitación de su mansión de Ketterley, en el centro de Inglaterra. Se hallaba próxima a Pembroke Manor, la casa señorial que le había regalado a su única nieta junto con el título de duquesa de Pembroke. Antes le había retirado el ducado a la madre de la muchacha —su propia hija— por no ser merecedora de representar a tan noble linaje. Una estirpe que se remontaba a Ana Bolena, la segunda esposa de Enrique VIII y a la que él le había mandado cortar la cabeza.

     Anthony —el fantasma favorito de lady Danielle y quien ejercía como su padre adoptivo— veía a la mujer desde el sillón pegado al tocador. No la despertaba porque temía sobresaltarla más. Entendía el motivo de su agitación, pues era testigo de la pesadilla que se presentaba con forma de holograma y que ocupaba toda la estancia.

     Contemplaba el cielo encarnado del que ella no despegaba la vista, mientras se hallaba situada sobre una de las múltiples embarcaciones que flotaban sobre el antiguo mar. A través de los ojos de su protegida se convertía en un espectador privilegiado de cómo —entre las nubes— una corona azul elaborada con hojas de bambú y de genciana engullía a una mariposa roja que agonizaba, en tanto gruesas lágrimas sanguinolentas coloreaban el agua. Las fosas nasales se le llenaban con el olor a sal y a pólvora, mientras el silbido de las flechas le perforaba los tímpanos.

     Lady Helen giraba la cabeza en dirección a una vieja de mirada malévola a la que acompañaba un niño. El pequeño —de pelo negro muy liso y de rasgos asiáticos— llevaba una corona elaborada en oro y colmada de diamantes y de otras piedras preciosas cuyos nombres desconocía.

     La mujer la increpaba:

Este es Antoku, mi nieto. Tú y yo tenemos más en común de lo que imaginas, Herbert no Helen, no permitas que tu nieta nos hunda.

     Y abrazaba al infante y se arrojaba con él al mar.

¡Os ahogareis! —les gritaba, impactada, la abuela de Danielle—. No entiendo, ¿qué pasa?

     Se quedaba más tranquila cuando los dos cuerpos, lejos de hundirse, apenas rozaban el líquido se transformaban. Ocurría algo sorprendente: un par de caparazones comenzaban a envolverlos y dos caras se dibujaban sobre las superficies exteriores de las corazas. Pinzas de cangrejos les nacían en los costados. El olor de los crustáceos se superponía a cualquier otro cuando les nacieron unas pequeñas patas. Estas crecían a medida que las utilizaban para llegar a la costa.

     Desde allí la saludaban y le imploraban:

¡Ayúdanos, Herbert no Helen, no permitas que nos hundan en el mar!

     Pero, por desgracia, el sueño no finalizaba en este punto. La anciana permanecía sin poder pronunciar palabra, inmóvil como un títere sin titiritero. Mientras, cientos de personas enfundadas en extraños ropajes —elaborados en cuero y con adornos rojos— se lanzaban desde las cubiertas. Demoraban más que las dos primeras en volverse cangrejos. Las veía en cámara lenta en tanto los cuerpos se torcían, giraban sobre sí mismos y se endurecían como si fuesen de acero.

     Cuando la metamorfosis concluyó, la amenazaron al unísono:

Herbert no Helen, no dejes que Danielle se interponga. Nosotros no permitiremos que ella se entrometa. Si quieres que tu nieta siga viva, en lugar de ahogarse como Antoku, haz que no se inmiscuya en los asuntos del clan.

     Se incorporó sobre el lecho con los ojos bien abiertos y gritó:

—¡No!, ¡dejad a mi nieta en paz!

     Anthony abandonó el sillón y se acercó a ella. Se sentó a los pies de la cama.

—Nena, todo está bien. No te preocupes, yo me encargo.

     Quedaba un tanto fuera de lugar que el espíritu llamara «nena»  a una octogenaria. Pero era comprensible puesto que había sido el mayordomo de sus abuelos, y, cuando ellos habían fallecido, el de sus padres. Siempre la había protegido, incluso después de muerto.

—¡Se sentía tan real, Tony! —exclamó Lady Helen y se restregó los ojos con energía—. ¿Danielle está bien?

—Sí, hace de las suyas en una misión para nosotros. —Pero ella no le creyó la mentira, sino que lo observó sin perder el más ínfimo detalle.

     Luego lo regañó:

—Por tu cara percibo que es la hora, no me engañas.

—Aún no. —La calmó el fantasma.

—Pero pronto lo será —susurró ella y suspiró como si llevase sobre los hombros el peso del mundo y el del Más Allá.

—Sabíamos desde mucho antes de que naciera que algún día el momento llegaría, cariño —el fantasma le recordó con dulzura—. Pero nuestra chica está más que preparada para hacerle frente a lo que se le ponga por delante. Por eso intentan atemorizarte, porque saben que ella es demasiado fuerte.

—Se nota que tú también estás muy orgulloso de nuestra muchacha, mon cher ami. —La mujer se tranquilizó un poco—. Lo que para mí resulta un misterio es que te guste tanto su novio Willem El Mafioso  Van de Walle. Yo prefiero a sir Nathan. Es encantador y lo que más le conviene a su personalidad inquieta. ¡Todo un caballero, además! Con él Danielle se siente libre porque son tal para cual —refunfuñó y efectuó un gesto con los labios.

—Sabes a la perfección que no te lo puedo contar todo. —Anthony lanzó una carcajada—. Pero en este caso el motivo de mi silencio es crucial. No diré ni esta boca es mía.

—Como siempre, te gusta jugar con los misterios y darte importancia, querido amigo. —Ella acomodó la almohada y se preparó para compartir una de sus charlas prolongadas—. No sé por qué tenemos que mantener tu relación con mi familia y conmigo en secreto. En esta oportunidad creo que debería saberlo.

—¡Imposible, confía en mí! —negó él, también con la cabeza.

—Resulta complicado confiar cuando prefieres a un delincuente en lugar de al dueño de un periódico respetable. —Le clavó la vista con algo de enfado.

—¡Cada día sois más parecidas! —se burló el espíritu—. Los mismos ojos azules, la misma libertad de acción y la misma insistencia.

—Y, a las dos, tú nos cambias de tema —le replicó ella, fastidiada—. Pero me temo que esta vez no te funcionará. Mi cabello ahora es blanco y conozco todas tus mañas. Y no te entiendo, sabes que Nathan Rockwell se comportó de una manera encantadora cuando detuvieron a mi yerno y su corrupción salió a la luz —le recordó y lo señaló con el dedo índice—. Una semana después del reportaje que nos hizo me invitó a cenar, a mí sola. Me habló de sus planes con Danielle durante la velada. La ama de verdad y sin egoísmos. En un futuro le gustaría casarse con ella y que ambos mantengan un matrimonio abierto.

—Pero me temo que los planes se torcieron, se le hubiera declarado antes en lugar de solo decírtelo a ti. La chica ahora efectuó su elección —la corrigió Anthony y chasqueó la lengua.

—¡Bah! Cualquiera se da cuenta de que la relación con de Walle no tiene ningún futuro. —E hizo un ademán para indicar que era un rollo sin importancia—. Pronto volverá con las imposiciones de las que me hablaste y mi nieta, como cualquier mujer liberada que se precie, lo mandará a freír espárragos. ¡Es lo que yo haría! Ambas somos muy parecidas y muy liberales.

—Eso no lo puedes saber, el hombre ha cambiado —la cortó el fantasma.

—¡Y yo me lo creo! —Volvió a señalarlo con el dedo—. No sé qué te traes entre manos, Tony, pero tú no das puntada sin hilo. Sabes que Rockwell no necesita cambiar, es perfecto tal como es.

—Pues cásate tú con él, nena. —Le tomó el pelo.

—¡Ya lo he hecho! —Lady Helen lanzó una carcajada—. Lo he puesto como protagonista de mi última novela erótica.

—¡¿Un protagonista masculino?! —Se asombró Anthony—. ¿No tienes miedo de que los críticos digan que la edad te ablanda?

—Tú búrlate, amigo. —Le sacó la lengua igual que lo hacía la nieta—. Pero sir Nathan merece un sitio de honor en mi biblioteca.

—Esto no lo discuto —coincidió Anthony y largó una risa pronunciada—. Es digno de formar parte de uno de los libros de la Agatha Christie de la novela erótica.

—Me preocupa Danielle, Tony —insistió lady Helen con rostro serio—. No te muevas de al lado de ella. ¿Me lo prometes?

—Te lo prometo, cariño. —Y él le acomodó las cobijas como si de un padre se tratase—. En cuanto te deje vuelvo con ella y no me le separo ni a sol ni a sombra.


[*] De la Historia de los Heike, citado en la pág. 149 del libro de Clements.

La leyenda de los cangrejos heike resumida en un gift.



¿El destino de Anthony, Lady Helen, Antoku y su abuela estarán ligados de alguna manera?




https://youtu.be/tYxQpxD3oQk














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