18- Las brujas de Salem.

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«Evidentemente llegó un momento en que la represión que pretendía preservar el orden social en Nueva Inglaterra era más férrea de lo que parecía razonable a la vista de los peligros reales que justificaban la creación de tal orden social. La caza de brujas fue una manifestación perversa del pánico que se apoderó de todas las clases sociales cuando la balanza comenzó a inclinarse del lado de una mayor libertad individual».

Reflexión de Arthur Miller [*]

(1915-2005).

—Esta calma no me gusta nada de nada —insistía Anthony por enésima vez desde el asiento de atrás, iba corporizado para que todos lo pudieran ver—. Es como cuando estás en el ojo del huracán. Tengo una mala sensación en el pecho, no deberíamos ir a Salem.

     Y no le faltaba razón, pues Danielle compartía la misma intuición. Combatía el impulso de dar media vuelta mientras conducía el Mercedes Benz alquilado desde el Aeropuerto Internacional Logan de Boston hasta la famosa ciudad.

     La médium se sentía irreal y le faltaba un elemento que la conectase a tierra, pero no comprendía cuál era. Mr. Smith iba al lado de ella y compartía el mismo nerviosismo. Y, aunque el mafioso le había prometido que se quedaría en el yate con los demás para cuidar a los bebés, no la abandonaba el presentimiento de que su lugar se encontraba allí.

     Pero no lo reconocía en alta voz porque, cuando su padre adoptivo la machacaba con que volviesen por donde habían venido, ella le replicaba:

—Lo que sucede en Salem también nos afecta, forma parte de la rebelión. Es necesario que resolvamos este problema.

     Y Anthony sabía —por el tono y por los pensamientos que acompañaban a las palabras— que se hallaban en la misma frecuencia de onda, aunque su hija no lo verbalizara.

     Al entrar en Salem constataron que la situación era peor de lo que imaginaban. En especial al recorrer Essex Street y llegar a la Casa de las Brujas, la construcción donde habían tenido lugar los juicios. La joven aparcó el coche y los tres bajaron enseguida.

     Por la calle caminaba un hombre vestido con un traje impecable de color azul marino. De repente se paró en seco, como si le hubiesen acertado con una flecha.

     Se le acercó y le gritó:

—¡Bruja, arrepiéntete y apoya a tus iguales!

     Lanzó al aire el maletín que llevaba en la mano derecha. Este cayó con gran estrépito y se abrió. Cientos de hojas volaron en cámara lenta y en todas las direcciones.

     El individuo después volvió a increparla:

—¡Tú eres una bruja, Danielle! ¡No puedes apoyar a tus adversarios!

     Acto seguido —en trance— se desmoronó en la acera y giró como una peonza, tal como si bailase danza urbana sobre el suelo.

     Una señora mayor que paseaba a un labrador negro soltó al perro, apuntó a la muchacha con el dedo índice y le recriminó:

—¡Tú sabes que el bien y la verdad están con las brujas! ¡Los puritanos son el enemigo!

     Mientras Operaciones abría los ojos como platos y se tiraba de los pelos del bigote para calmarse, un grupo de niños muy rubios se les acercaron.

     La señalaron y pronunciaron a coro:

—¡Es preferible que diez sospechosos de brujería queden libres a que un solo inocente sea condenado! ¡Piensa en nosotros, no nos arruines el futuro!

     Una joven madre —empujaba un carrito de bebé— se le aproximó. La pequeña tenía los ojos azules idénticos a los de Danielle.

     Para horror de la médium, la cría le advirtió con voz de mayor:

—¡No te olvides de tus hijos! ¡Ellos son brujos igual que tú y nos necesitan! ¿Cómo los dejas en manos de un mafioso que te traicionó una y otra vez?

     Escuchó unos alaridos detrás de ella y giró enseguida.

—¡Satanás se me ha metido en el cuerpo! —Un anciano sufría espasmos, tal como si intentase sacudirse al demonio desde dentro—. ¡Yo no deseaba que estuviese en mí, soy inocente de todos los cargos! Solo me encontraba en el bar de Bridget Bishop. ¡Por favor, Danielle, no me condenes a este infierno!

     Y se acercó a un pastor protestante que paseaba por Essex Street con la biblia debajo del brazo. Las pupilas formaban círculos concéntricos similares a los de Satanás y a los de Gerberga. El viejo se le arrodilló a los pies, rezó en silencio y le abrazó las piernas, pero el religioso se zafó de él.

     El rostro era de asco cuando lo amonestó con fanatismo:

—¡La evidencia espectral te condena, no puedes evitarlo! Tu cuerpo pudo estar en el bar de la bruja Bishop, otra prueba en tu contra, pero tu espíritu acosaba a Abigail Williams mientras trabajaba para nuestro honorable tribunal. —Se acercó a la médium y pegó la cara contra la de ella—. ¡Y ahora, tú, Danielle Williams, te atreves a desafiarnos! ¡Tú, justo tú, que llevas su mismo apellido! ¡Qué vergüenza!

     Una adolescente que lucía una falda y una camiseta en tonos grises —esta última con el dibujo de un gato encima de una escoba— se postró ante ella y le rogó:

—¡Tú eres nuestro modelo, Danielle! ¡No nos abandones!

     Otro grupo de mujeres —se ataviaban de negro— se le aproximaron con caras de desesperación y lloraban a lágrima viva.

     La que parecía mayor le imploró:

—¡Debes unirte a nosotras, Danielle! De lo contrario Satanás se ensañará con Salem. Nos hará sufrir el infierno en vida y jamás volverá a salir el sol. ¡Y todo porque tú te le has enfrentado y violado nuestros principios! ¡Eres una bruja, no le des la espalda a tu especie!

     Y cogieron a Smith entre los brazos y entre todas lo levantaron, en tanto él se resistía y agitaba las piernas igual que una tortuga que había caído sobre el caparazón. Luego con fuerza sobrehumana lo arrojaron al aire —como si fuese una pelota de golf— lo más lejos que podían.

     Anthony le susurró a su hija en el oído:

—Nena, es hora de que nos subamos en el coche y de que salgamos pitando.

     La joven se acercó a su jefe y lo ayudó a levantar mientras analizaba la zona. En esos instantes todas las personas —sin importar las edades— giraban sobre sí mismas en las aceras y en medio de las calzadas. Los coches no circulaban, era como si el mundo se hubiese paralizado.

     Algunos vecinos abrían las ventanas de las casas y rodaban allí. La médium comprendió que recreaban el episodio de histeria colectiva que se había apoderado de la ciudad en los años mil seiscientos noventa y dos y mil seiscientos noventa y tres, cuando todavía era una colonia.

     Danielle recordó que le debía una respuesta a su padre:

—No podemos abandonarlos a su suerte. Ellos no son responsables de los acontecimientos del pasado.

—Ni nosotros, pero tienes razón. —El fantasma, avergonzado, bajó la cabeza.

—¡Pues tendrá que ocurrir un milagro! —Operaciones, dolorido, se frotaba el trasero—. ¡No sé cómo despertaremos a esta multitud histérica!

     En el fondo a la chica no le extrañaban estos sucesos. La gran mancha negra en la historia de Salem había comenzado como un juego, con los cuentos sobrenaturales que les relataba la esclava Tituba a Elizabeth y a Abigail, hija y sobrina del reverendo Parrish, respectivamente. Poco a poco habían incluido a otras niñas en la travesura. Habían desarrollado estas actividades hasta que una noche las habían pillado mientras practicaban magia e invocaban a los espíritus en un bosque cercano.

     Al ser descubierta, a la hija del líder religioso le había dado un brote de histeria. Y este se había propagado por el resto de Salem, primero, y luego por toda la colonia. Para lavar las culpas o por simple oportunismo habían implicado a la esclava y a los vecinos.

     Las autoridades puritanas habían aprovechado el incidente para reforzar su poder, que en esa época mermaba. Habían pretendido devolver la situación al momento en el que la colonia se había formado... Y el miedo les había parecido la mejor solución, la respuesta a las plegarias.

     Danielle creía que los acontecimientos habían constituido una repetición de los de la Gran Caza de Brujas europea. El procedimiento inquisitorial había determinado que los acusados fueran considerados culpables en el inicio y que debiesen probar la inocencia. Por medio de la tortura habían puesto en boca de estos infelices las confesiones que pretendían escuchar. Y, como a tantos inquisidores y jueces laicos, la verdad no les había valido.

     A los inocentes los había esperado la horca y a los culpables confesos el perdón. Pero diecinueve personas de las ciento ochenta y cinco encausadas habían preferido ser ajusticiadas a renunciar a los principios de su fe. Al igual que los mártires que habían reposado en la Catacumba de San Calixto de Roma, habían entregado las vidas a sabiendas. Otras dieciocho habían enfermado y habían muerto en la cárcel.

     El pastor se volvió a acercar a la médium. Los ojos le giraban más rápido.

—¡Deberían haberos ahorcado a todas! —Y la apuntó con el dedo.

     La joven de la camiseta del gato se puso delante de Danielle para protegerla y le gritó:

—¡Déjala en paz y vete por donde has venido! ¡Nos respalda la Quinta Enmienda, nadie nos obligará a declararnos culpables!

     La médium apuró al padre adoptivo:

—¡Debemos ir adentro ahora mismo!

     Se encaminaron hacia la entrada de la Casa de las Brujas. Al clavar los ojos en la puerta color gris rata —del mismo tono que la construcción— a Danielle la embargó la angustia, pues el sufrimiento permanecía allí encerrado. Y también le preocupó que el acceso se hallase abierto de par en par.

—¿Qué ha pasado aquí? —Incrédulo, el fantasma traspasó el umbral—. ¿Ha habido un terremoto? ¡Todo está dado vuelta! ¿O quizá un huracán o un tornado?

—O un tsunami. —Mr. Smith también se hallaba perplejo.

—O, lo más probable, los fantasmas de miles de maléficas cabreadas. —Danielle volvía a sentir la misma ambivalencia, la emoción que la colocaba más cerca de las brujas que de quienes intentaban frenarlas.

     No se sabía cuál había sido el uso de cada habitación. Los documentos destrozados se mezclaban con las vajillas de hierro dobladas, con los arcones astillados, con los trozos de camas, con los vestidos antiguos desgarrados, con las partes de maniquíes y con miles de objetos irreconocibles. Recorrieron las estancias una a una y de una planta a la otra, pero el sitio se encontraba libre de personas.

—Pensaba que habría alguien aquí. —Se asombró Danielle.

—¡Nena, de verdad, vámonos de Salem! —El fantasma estudiaba en todas las direcciones—. ¡No me gusta la sensación que me embarga!

—¡Ni a mí! —admitió la joven por primera vez—. Tienes razón, perdemos el tiempo. Es hora de volver a casa. No sé cómo ayudarlos y ponerme del lado de Satanás no es una opción.

—¡Nada que objetar! —Operaciones se estremeció—. Creo que en este sitio sobramos.

     Pero cuando volvieron sobre los pasos e intentaron salir, los interceptó una masa abigarrada de personas. Se asemejaban a las multitudes de zombis que aparecían en las películas, con la diferencia de que a los de Salem les giraban las pupilas a gran velocidad y no olían a cadáveres.

—Tú no te irás, bruja Danielle —repetían con voces fúnebres—. Tú no te irás, bruja Danielle.

     La médium intentó abrir una brecha. Los empujó con gran precaución para no hacerles daño. Pero —lejos de cederle el paso— la bloquearon más con los cuerpos. Anthony los soplaba, pero no se movían.

—Están hipnotizados, papá, no saben lo que hacen. —Y arremetió contra ellos con un poco más de vigor—. No deseo lastimarlos.

—Pues algo habrá que hacer, nena —la apremió Anthony—. ¡No podemos quedarnos a vivir en Salem! Hay que despejar el camino.

—Si tú lo dices...

     Mediante llaves de judo lanzó lejos a los hombres y a las mujeres que pretendían frenarla. Pasaba del ō-soto-gari  al seoi nage  y así todo el tiempo. El fantasma, en cambio, los cogía entre los brazos y los llevaba por el aire hasta depositarlos con extremo cuidado en el parque de la zona.

     Y Operaciones daba puñetazos a diestro y siniestro y se disculpaba:

¡Lo siento, no era mi intención! ¡Despierte!

     Cuando consiguieron llegar al vehículo, aparecieron miles de brujas y los rodearon. Las encabezaba Gerberga.

     La hechicera le advirtió:

—No te irás de aquí. —El padre de la muchacha se posicionó entre las dos—. ¡Te quedas con nosotras, Danielle, este es tu lugar!

—Me suena que ya tuvimos una conversación similar. —Y Danielle pensó: «¡Abejitas queridas, venid a mí!»

     Igual que en las ocasiones anteriores cientos de estos insectos, primero, y luego miles y después tantas que era imposible contarlas, rodearon a las brujas y a los vecinos.

—¿Dónde estoy? —preguntó el pastor protestante como si hubiese despertado de un sueño profundo.

—¡No lo sé! —La chica de la camiseta del gato parpadeó desconcertada—. Lo último que recuerdo es que pasaba por delante de ahí. —Y señaló la Casa de las Brujas.

—¡Por favor, regresad a vuestros hogares! —los conminó Danielle a viva voz—. Lamento informarles que hubo un escape de gas en la zona y por esto estáis tan mareados. ¡Idos de aquí ya mismo, es muy peligroso!

     Para reafirmar las palabras de su hija el fantasma los sopló de uno en uno. Y ahora sí funcionó, pues los habitantes de Salem se alejaron a las corridas y sin exigir más explicaciones.

     La joven clavó la vista en Gerberga. Ahora otra mujer ocupaba su lugar.

—Soy lady Alice, Danielle, y sé que has preguntado por mí. —El tono era calmado—. Yo también creo que tu sitio es aquí. ¡No te vayas!

     Las cabezas de las brujas asentían igual que si tuviesen vida propia. Y como el cuerpo se les desdibujaba le recordó la experiencia en el subsuelo de París.

—Si el precio para que la ciudad de Salem vuelva a la normalidad es que yo me quede aquí, no puedo complaceros. —Se encaró a ellas—. No sé por qué obráis de este modo, no tiene demasiado sentido.

     Una hechicera vestida de rojo intentó coger a Danielle por el brazo, pero las abejas la rodearon. Se le posaron encima del cuerpo y gritó como si la quemaran con ácido.

—¡Ay, no me queméis! —Lloraba a los gritos—. ¡Me duele, no lo soporto!

     Operaciones abría tanto los ojos que parecían salírsele de las órbitas. Pero quien más sufrió fue su pobre bigote, pues le quitó diez o quince pelos de un solo tirón.

—¿Cómo algo tan pequeño puede ser una barrera para nosotras? —preguntó otra bruja, alelada.

—El tamaño del rival no importa, sino la convicción con la que se enfrenta al mal —repuso Danielle, convencida—. No entiendo por qué os posicionáis del lado equivocado, vosotras no sois así. ¿No os dais cuenta de que Satanás os ha convertido en unas simples siervas?

—Sí que tiene sentido —se burló Gerberga, se apareció con la nariz pegada a la de la joven, pero sin perder de vista a las abejas—. Mientras os distraéis aquí, Satanás os roba a los bebés... Te lo advierto porque, aunque equivocada, eres mi hermana.

—¡¿Qué?! —se asustó la médium y le preguntó al padre—: ¿Y ahora qué hacemos?

—Tú tranquila, nena, intenta llamar a Da Mo —y antes de desmaterializarse agregó—: ¡Ahora mismo me dirijo hacia el yate!

—Usted no se preocupe, Anthony —le gritó Operaciones—. Yo no me moveré de su lado.

     El fantasma pensó: «Llevadme con mis pequeños». Un segundo más tarde se encontraba en la isla de Rodas y sobre la arena de la playa situada en la bahía de San Pablo.

     Enseguida vio que el Diablo reía a carcajadas. Y tembló cuando advirtió el porqué. El mafioso —ignorando que el engendro esperaba por él— hacía encallar la embarcación principal a pocos metros de la costa. Él, Brad y el resto de sus hombres se hallaban a punto de saltar a tierra con los bebés.

—¡Qué horror! —gritó Anthony, angustiado.

[*] Citado en la página 16 de El crisol, obra antes mencionada.

https://youtu.be/_eYygo55xPA


La brujería y la caza de brujas son un reclamo para los que visitan Salem.



La Casa de las Brujas de Salem.



La esclava Tituba les contó cuentos y les enseñó hechizos.



Y después de que las descubrieron Abigail Williams montó un espectáculo frente al tribunal.



 Las adolescentes acusaban y los vecinos morían...



Proctor, uno de los ajusticiados, prefirió morir a mentir como le exigía el tribunal.



https://youtu.be/KYrXYIu5TnE


https://youtu.be/8gsGhdZDC-0

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