05 | La primera carta

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Era domingo por la noche y Alec salía media hora más tarde de la iglesia que los demás. Aunque tenía el privilegio de sentarse al fondo de la enorme iglesia en el campus gracias a sus amigos ujieres, los esperaba a que entregasen las radios y micrófonos. Había comenzando a caer una finísima nevada, de tenues copos que se posaban sobre los techos de piedra de los edificios, las aceras y las calzadas.

Para cuando entraron a Haven, el comedor más grande del campus, a cenar, ya había anochecido. Haven estaba atestado, a pesar de ser amplio. Filas larguísimas de gente abarrotaban cada línea y no había suficientes mesas para los que esperaban, pero como siempre, el resto de sus amigos se habían adelantado y reservado sitio cerca de la sección de retorno de platos.

Jin Hyun debía de estar cenando con su grupo de amigos en alguna otra parte del comedor, pero estaba seguro de que regresaría al dormitorio tan pronto como acabase.

El surcoreano estaba demasiado enfocado en sus estudios, no como Alec, que detestaba a la mayoría de sus maestros y terminaba sus proyectos a última hora porque procrastinaba tanto como le era posible.

Matt y Hanniel hablaban sin parar de algo que él ni siquiera estaba escuchando, porque su mente había entrado en una espiral descendente de auto-desprecio.

Tenía miedo del porvenir. No sabía qué sería de sus hermanos, ni de él. Sus planes para después de graduarse habían caído en picado después de la ruptura. Tal vez Dios le estaba probando: estaba quitándole todo para que solo dependiera de Él y no de una novia, o de su familia, o de sus amigos.

Pero se sentía horriblemente solitario y vacío, y lo odiaba.

—¿Vienes? —le preguntaron de repente, y Alec salió de golpe de su nube de pensamientos para concentrarse en los ojos verdes de Hanniel.

—No, tengo que estudiar.

Regresó a su dormitorio cuando los megáfonos anunciaron que el comedor cerraría a las ocho y ellos devolvieron sus platos.

Recogió su mochila negra de los estantes en la entrada de Haven y se separó de sus amigos: de camino a la residencia, pasó primero por el área común.

No le gustaban tanto las personas como debería. Prefería pasar el día en su cuarto, aislado, leyendo la Biblia, jugando en línea y hablando solo en voz alta con personas que le contestaban por medio de mensajes a toda velocidad. Era su tercer año transmitiendo en vivo y había empezado a ganar dinero.

El traje negro que usaba para la iglesia apretaba demasiado. Tenía frío y resultaba incómodo: se le ajustaba a las largas piernas y a los brazos, y a duras penas los movía. Al abrir la pesada puerta trasera de la residencia, la calefacción del interior lo recibió.

Se dirigió al ascensor, ajeno al zumbido de voces y ruidos de sillas, mesas y recipientes de plástico.

De depender de él, pasaría doce horas al día jugando, sin prisa, disfrutando de los comentarios y de poner en palabras sus pensamientos más profundos y enredados. Pero por culpa de sus clases, proyectos, tareas y la iglesia, no jugaba más de dos horas seguidas, excepto los viernes y fines de semana.

Ese domingo, se quedaría jugando hasta pasar de medianoche, si era posible, y Jin Hyun no se molestaba.

Lo primero que hizo al llegar a su dormitorio fue quitarse el traje y deslizarse en sus pantalones de pijama y una vieja sudadera celeste. Había notado que le costaba ver sin sus lentes y con la luz de la pantalla como única lámpara, pero necesitaba apagar las luces y ponerse la mascarilla. Además, con la gorra, disimulaba cómo entrecerraba los ojos para definir su visión.

La primera hora de juego transcurrió sin incidentes: Jin Hyun debía de estar cenando con sus amigos, o en el área común, porque pasaban de las ocho y aún no llegaba. A Alec tampoco le preocupaba.

Inmerso en su juego, pendiente de los comentarios a la izquierda de la pantalla, perdía la noción del tiempo. Y de la realidad, e incluso de sí mismo. La inquietante banda sonora lo aislaba del ruido de la habitación, pero no tenía miedo porque sabía que la residencia era el lugar más seguro y controlado de la universidad.

Aquella noche llegaría al final del juego.

—Creo que es la primera vez que lo termino —murmuró, más para el chat que para sí— sintiendo que fue predecible, y no porque lo haya jugado antes. En realidad, algunos sustos del final se veían venir. Pero estuvo bien, ¿no?

Más comentarios subían, uno tras otro, y le daba tiempo a leer un par de palabras antes de pasar al siguiente mensaje. Solo la mitad de su rostro quedaba visible a causa de las sombras; mordía el cordón de la sudadera para taparse los labios.

Al parecer, por las opiniones en general, había un consenso de que los espectadores disfrutaban verlo jugar. Y eso era todo lo que le importaba a Alec al final del día.

—A mi padrastro no le gustan este tipo de juegos —musitó, y sin querer sonrió—. Dice que son pecado.

Habría continuado, medio en broma y medio con culpa, como si a alguien le interesara lo que opinaba su familia de lo que él hacía, pues estaba en busca de simpatía, cuando de reojo captó un breve comentario que leía: «Deberías hablar más sobre Dios.»

Y el cerebro de Alec se congeló un par de segundos.

Conocía a ese usuario: tenía una combinación de letras y números que él reconocía, y casi siempre comentaba algo relacionado con Dios o la Biblia.

Tras un intenso suspiro, se cruzó de piernas en la silla, apretado contra la pared.

—Hablo de Dios —repuso, frunciendo el ceño—. ¿De qué queréis que hable? ¿De los problemas que hay en las iglesias? ¿O de dudas que tengo? —Hizo una pausa antes de clavar la vista en la pantalla y preguntarse si estaba siendo honesto o hipócrita al ocultar sus dudas. Nadie tenía por qué saberlas—. Orar es lo más importante. Nunca dejéis de orar, aunque parezca que no hay respuesta. Y si no sabes qué pedir, pide por alguien más. Ahora mismo, mi compañero de cuarto y yo estamos orando por países del mundo.

La campanita de notificaciones en la parte superior derecha de su pantalla se coloreó de amarillo mostaza. Quería seguir jugando, o por lo menos enfrascado en la conversación, pero el tiempo se le escurría entre los dedos.

Necesitaba terminar su proyecto y estudiar, y tal vez bañarse, antes de que Jin Hyun acaparase la ducha.

—No creo que mañana nos veamos —confesó—. Tengo el día ocupado. Pero el martes sin falta, a partir de las tres, estaré aquí.

Esperó a que la sala se vaciara. Poco a poco, los quince espectadores que tenía se despedían con sus mensajes de apoyo y de agradecimiento, y él estaba más agradecido con ellos por no dejarlo solo. Cada palabra de ánimo lo consolaba como si fuera un bálsamo para el alma.

No era el mejor jugando, ni el más entretenido. En realidad, se distraía y a veces se desesperaba y cerraba la transmisión, pero era el único momento del día en el que se reía de su propia torpeza, y se encogía con los sustos de terror psicológico, o sonreía como un niño.

«Gracias a ti estoy saliendo de la depresión.»

A Alec se le encogió el corazón.

Le alegraba saberlo, sin duda, pero a la vez, sintió un nudo ahogar sus cuerdas vocales, porque él no estaba saliendo de su bucle de pensamientos negativos y dudas.

Pero antes de que cayera en esa espiral de crisis existencial y apagara el ordenador, decidió revisar la caja de mensajes. Solo tenía uno, de aquel usuario que combinaba números y letras y siempre le preguntaba por Dios.

«Alec, sé que no me conoces, pero necesito un discipulado. Te he visto jugar desde que iniciaste tu canal, aunque nunca comento así que no reconocerás mi nombre. No me interesan mucho los juegos, honestamente, pero me gusta oír lo que dices de Dios. Entiendo que no tienes mucho tiempo, pero solo pido cuarenta minutos a la semana. Por favor. Te pagaré si eso te ayuda»

De mala gana, borró el mensaje.

No era pastor, ni hijo de pastores, ni nada más que un muchacho que estudiaba por su propia cuenta y compartía devocionales de ocho minutos con sus amigos. No tenía don de palabra, ni de ciencia, ni sabía hablar en público, ni estaba hecho para enseñar. Ni siquiera estaba seguro de estar aprendiendo él mismo. Compartirle a un extraño era lo último que le faltaba.

Ya tenía suficiente con asistir a la iglesia siete veces a la semana.

No podía sentarse a escuchar que Dios era bueno todo el tiempo cuando no entendía nada de lo que Dios estaba haciendo. No podía soportar escuchar que Dios era amor cuando lo último que se sentía era amado.

Hacía días que no sentía nada.

De pronto estaba tan cansado que tenía ganas de llorar.

—¿Qué te pasa?

Jin Hyun, que había entrado con una enciclopedia médica enorme abierta junto a él y rodeado de papeles, consiguió que Alec se quitara los audífonos y bajara la pantalla de su ordenador para mirarlo.

Alec se encogió de hombros.

Silencio.

—¿No aprobaste tu proyecto de diseño? —inquirió, pero Alec negó.

—Alguien me escribió para pedirme que le discipule.

Jin Hyun enarcó una ceja. A Alec no le escribía ni su propia madre.

—¿Por eso estás triste?

—Porque no tengo ganas de estudiar nada que tenga que ver con Dios.

Entonces los ojos negros de Jin Hyun parpadearon, clavados en los de Alec.

—¿No quieres darle una oportunidad?

Alec frunció el ceño.

—¿Por qué querría?

—La mejor manera de conocer a Dios en enseñarle a alguien más de Él.

—No sé quién es, Jamie.

—Si es un tipo raro, cortas la llamada y lo bloqueas.

Alec no supo qué decir. Se encogió de hombros mientras sacaba su Biblia de la mochila.

—No estoy seguro —murmuró.

Para su sorpresa, vio a Jin Hyun, que normalmente lo ignoraba, sonreír de lado al regresar a sus documentos sobre la mesa.

El chico se estaba quitando ya la chaqueta del traje, así que Alec dedujo que entraría al baño y tardaría dos horas en salir.

—Dime la verdad: ¿qué te pasa?

Alec dejó escapar un soplido de estrés.

—Vi a Zion en el comedor —confesó al fin.

—¿Te ha dicho algo?

—No. Sentí que le daba asco mirarme.

—¿En serio?

Alec asintió. En sus manos, todavía sostenía el sobre.

—¿Tan rápido se ha olvidado de nuestros planes? Pensaba casarme con ella, Jamie.

—No vale la pena.

—Es que siento que todo ha sido por mi culpa —murmuró, y se limpió la nariz antes de empezar a llorar—. No sé qué hice mal, pero sé que es mi culpa. Tal vez mi actitud, o mi cara o...

—¿Qué tiene de malo tu cara?

Jin Hyun lo miraba bajo las cejas.

Cansado, Alec desvió hacia él sus temblorosas pupilas.

—¿Estás ciego? —masculló.

—Una persona normal entiende que es un problema de salud. Ha mejorado mucho en dos años.

Hacía dos años que Jin Hyun le explicó a Alec que su problema de acné era más bien una cuestión de nutrición y le recomendó comer más saludable y beber más agua, además de lavarse la cara todas las noches. Por eso, ahora solo tenía acné en una mejilla y no en todo el rostro.

—Siento que ni siquiera Dios me quiere ya —susurró al final Alec.

Detestaba su mejilla lastimada por el acné, odiaba sentirse tan solo y desganado todo el tiempo: ni siquiera los estudios le interesaban, pero no había bajado de la A en todos esos meses porque sus emociones no dictaban su diligencia.

Además, desde que había terminado con Zion, se había empezado a cuestionar cuántas cosas estaban mal en él.

Jin Hyun hizo una mueca.

—¿Cómo está tu hermano?

Alec se despeinó el lacio cabello rubio.

—Creo que es bisexual —murmuró.

Jin Hyun lo miró.

—¿Te lo dijo él?

—Me dijo que había invitado a un chico al baile de graduación de Bachillerato —explicó—. Así que ahora me pregunto si el muchacho con el que se quiere mudar es su novio.

—¿Y qué piensas?

Alec no dijo nada, sino que perdió la mirada por el suelo alfombrado.

Su hermano estaba batallando en casa con Raymond, que no tenían apoyo de parte de su madre, que él había pasado cuatro años sin apenas ver a Ivan pese a vivir a una hora de casa y, en el fondo, se sentía culpable.

—Pienso que, si mi papá estuviera vivo, me pediría que lo cuidara —soltó al fin.

Su madre había sido negligente con él desde que Alec se había ido a la universidad. Gillian, por otro lado, era tan independiente que su madre no había necesitado preocuparse por ella. Era Ivan al que consideraban el descarriado en la familia.

Y si Alec pudiera, habría dado la vida por rescatarlo de esa casa.

—Solo espero que se encuentre a sí mismo —susurró, y Jin Hyun lo miró.

A pesar de las diferencias entre ellos, no solo de personalidad y familiares, sino culturales, se entendían como si fueran hermanos. Jin Hyun detuvo la lista de reproducción que sonaba en sus audífonos y se quitó el único que traía puesto.

—Eso puede tomar años.

—Esperaré —murmuró Alec, aunque sus ojos empezaban a cristalizarse—. Pero me duele verlo así. No sé qué hacer por él.

—Lo único que necesita es amor —replicó Jin Hyun— y que lo escuches. Ya está. No intentes salvar a nadie. No eres Dios.

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