13 | Un primer vistazo

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Alec se limpió los ojos antes de revisar el número que el otro chico había añadido al final del correo.

Tenía que confiar mucho en él como para enviarle su teléfono personal a un tipo que hacía transmisiones de juegos en vivo, en especial si no se conocían de verdad, pero no tenía otra esperanza a la que aferrarse.

Así que añadió el teléfono a su lista de contactos y le escribió:

Alec: Soy Alec. No sé si pueda escribir. Me tiemblan las manos. 11:30 a.m.

Erin: Soy Erin. Está bien. ¿Puedo llamarte? 11:30 a.m.

Alec: Sí. 11:31 a.m.

Así que se sentó frente a la isla de granito de la cocina, apoyó el teléfono contra una de las canastas de barritas de cereal y esperó que la llamada entrase.

Pero debían tener ideas diferentes de lo que significaba llamarse, porque lo siguiente que supo Alec era que le estaba entrando una videollamada.

Y descolgó.

—Oh —soltó de pronto Erin—. Eres muy guapo.

Metido en una sudadera negra de letras rojas, Alec dejó de jugar con los cordones de su capucha cuando escuchó su voz.

Miró la pantalla y, de repente, sintió sus mejillas enrojecer tan intensamente que creyó que se le quemaría la cara.

Todo ese tiempo, había creído que estaba hablando con un hombre, tal vez un chico de su edad o un poco más joven que él. Pero no. Era una chica, o eso pensó por sus largas pestañas alrededor de los ojos negros.

Y una ola de calor lo recorrió. El corazón le había rebotado entre las costillas con tanta violencia que casi las oyó resquebrajarse.

Tenía los ojos llorosos, el cabello rubio revuelto, los párpados rojizos, sus gafas puestas y una mejilla llena de cicatrices moradas por culpa del grave acné que padecía.

Alec parpadeó, mudo.

Él no era guapo: lo sabía desde hacía mucho tiempo. Miró alrededor, a cada lado, en busca de una mascarilla o una bufanda con la que cubrirse el rostro, pero no la encontró.

Erin era de piel oliva, con profundos y grandes ojos negros decorando su rostro, y el cabello y la mitad del rostro, a partir de la nariz, cubierto por un velo negro que le caía sobre los labios y el cuello, tapándola. Usaba un jersey negro también, con letras blancas en el centro que leían "keep believing" y estaba sentada de piernas cruzadas en su cama y no en una oficina.

—¿Por qué te ves tan diferente a cuando juegas? —inquirió ella.

Alec tragó con fuerza. No le salía la voz.

Porque se quitaba las gafas, apagaba las luces, se ponía una gorra y audífondos, y se cubría los labios con un pañuelo de cuadros o con el cuello de la sudadera, y daba el perfil en el que no tenía acné.

—Yo creía que eras un chico.

Ella alzó una ceja con extrañeza.

—Erin no es nombre de chico.

—Yo pensaba que sí. Igual que asumí que eras más mayor.

Erin se encogió de hombros. De pronto, parecía igual de cohibida por estar delante de un hombre y no de un menor de edad.

—Tengo veintidós años —musitó.

—Y yo estoy a punto de graduarme de la universidad.

—Lo siento, creo que esto es muy confuso. Si te sientes incómodo...

Alec negó con la cabeza.

Todavía no procesaba que la persona que le había contestado todos sus correos era una mujer. Ahora ella sabía de sus luchas y sus inseguridades, y sus dudas, cuando él había crecido con la idea de que tenía que ser fuerte y resolver sus problemas por sí mismo para no preocupar a ninguna chica.

Pero no tenía por qué ser así.

Quizá la consideraría una amiga, si estiraba mucho el significado de la palabra, pero nada más.

—¿Cómo estás?

—Bien, ¿y tú?

Se le había cortado la voz. Clavó los ojos azules en la pantalla otra vez, tratando de disimular que había estado llorando desesperado hasta hacía dos minutos.

—Ahora mismo no puedo hablar muy alto —dijo ella, y Alec apreció su acento con más fuerza— porque está mi hermana en casa. Pero puedo escuchar lo que sea que tengas que decir.

—¿De dónde eres?

—Soy siria —respondió al instante, y a Alec le dio la impresión de que se le calcinaba el corazón en el pecho. Había estado orando por ese país sin conocer a nadie de él—, pero ahora vivo en Ámsterdam.

Alec frunció el ceño.

—¿En Europa?

—Sí, en Países Bajos.

—¿Qué hora es allí?

—Las cuatro. Casi las cinco de la tarde.

El chico tragó con fuerza.

—¿Te mudaste de Siria a Países Bajos?

—Sí, hace menos de un año.

—¿Por la guerra?

—En parte. —La vio rascarse un brazo sobre el jersey negro; le temblaba la voz, pero no sabía si se debía a los nervios o al temor de no estar sola en casa—. Mi madre murió hace dos años y, después de enterrarla, mi padre me envió aquí con mi hermana porque... Bueno, quiere morir allí con ella. Y también porque... —Soltó una leve risita y sus ojos negros se achicaron—. No es muy seguro hablar de esto por teléfono, pero... como te dije, llevo pocos meses aprendiendo de Jesús. Y cuando él lo supo, no le hizo muy feliz.

Tratando de descifrar a lo que se refería, él entrecerró los ojos.

—¿Te echó de casa?

—Más o menos, pero mi familia aquí no lo sabe. Y prefiero que sea así. Creen que sigo su fe, y está bien. No es seguro para mí —murmuró, tan inquieta que se ajustó el velo a la frente para que ningún mechón de cabello se escapara.

—Pero es un país europeo. ¿Por qué no sería seguro?

—Mi cuñado es muy religioso —murmuró—. Es maestro del islam. Va a la mezquita todos los días y reza cinco veces sin falta. No quiero saber qué pasaría si él se enterase, o qué haría mi hermana conmigo. Ella dice que respetaría la decisión de cualquiera que quiere cambiarse de fe —añadió—, pero no en su propia casa. Así que, por favor, no lo menciones muy alto.

—Está bien. Siento la muerte de tu mamá.

—Gracias.

No sabía qué más decir. Ahora que la tenía frente a sí, sus problemas parecían insignificantes, en especial porque él no estaba escondiendo sus creencias de nadie excepto de Dios mismo. Se revisó los dedos, blancuzcos y largos, y respiró con fuerza.

—Entonces... por eso no tienes iglesia —masculló.

Erin movió la cabeza afirmativamente; había entornado los párpados, cansada.

—Es muy difícil salir de casa yo sola —admitió—. Pero puedo leer el libro en mi teléfono. Y mi abuelo tiene un cuarto de oración aquí, en casa de mi hermana. Oro ahí, con él, a mi Dios.

—¿Ya te has graduado?

—Estoy haciendo una formación —respondió, y de nuevo sus ojos se entrecerraron por la sonrisa bajo el velo que Alec no vio— en Traducción e Interpretación. Mi inglés no es muy bueno, ni mi holandés, pero podemos ser amigos si me entiendes.

Alec volvió a asentir, sorbiéndose la nariz.

—Tu inglés es mejor que el mío.

—¿Por qué lloras?

Alec jugaba inconscientemente con los cordones de la capucha de su sudadera negra. Bajó la vista a sus dedos, sin saber qué contestar. Tal vez, si hubiese sido un chico, no se habría sentido tan vulnerable.

—Mi madre me acaba de llamar —murmuró.

Le explicó cómo lo había culpado por la ruptura con su novia; después, le habló de su relación con Zion y de cómo habían terminado, y su pulso comenzó a relajarse.

Tal vez no había sido tan mala idea descolgar la llamada.

—Sé que no era la persona correcta —murmuró él—, pero creí que podíamos hacerlo funcionar. Hablamos mucho, pusimos límites y, aunque yo veía cosas que no me gustaban... parecía que sí existía un futuro. Pero mi madre dijo que solo me apoyaría cuando yo apoyase su relación, porque no me caía bien su pareja.

—¿Vives en casa de tus padres?

Alec negó con la cabeza.

—Ahora mismo me estoy quedando con unos amigos de mi madre —le dijo.

Erin asintió.

—¿Y tu relación con su esposo no ha mejorado?

Alec se encogió de hombros.

—No es mi padre. Nunca lo va a ser. Pero a este paso, tampoco va a ser mi amigo.

Aunque sonara cruel, probablemente no se ocuparía de Raymond Clay si su madre fallecía. Estaba a punto de explicarle cómo su madre había conocido a Raymond cuando, en la esquina superior de la pantalla, vio una llamada entrante de su hermana Gillian.

Normalmente nunca lo llamaba, así que se quedó a media frase, pues su voz se fundió, y rápidamente pestañeó.

—¿Puedo devolverte la llamada en dos minutos? —preguntó de golpe—. Mi hermana me está llamando.

Y Erin asintió, por lo que Alec colgó y aceptó la otra videollamanda.

—¿Qué pasa, Gillian?

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