33 | Pánico al futuro

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Lo primero que hizo Alec en cuanto llegó a su dormitorio después del servicio a las seis de la iglesia fue quitarse el estrecho traje que lo agobiaba, colocarse un cálido jersey marrón y sus enormes pantalones grises de pijama, y llamar a Erin.

—¿Estás bien? —fue lo primero que ella preguntó, en cuanto su imagen apareció en la pantalla.

Alec negó con la cabeza.

Erin usaba una sudadera oscura que le cubría hasta los nudillos, además de un velo negro envuelto alrededor de la cabeza. Cruzada de piernas sobre su cama, vio a Alec desplomarse frente al escritorio con los ojos rojos de llorar y apoyar la cabeza sobre sus antebrazos.

—Tuve un ataque de ansiedad en la iglesia —le confesó— y pasé la mitad del servicio en el baño.

—¿Así de la nada?

—Me están dando ataques de pánico casi todas las semanas.

—¿Pero por qué?

Ni él mismo lo tenía claro. Diferentes situaciones lo detonaban, desde hablar con su madre e ir a clases con el miedo de encontrarse a Zion hasta pensar en la graduación.

—En tres días cumplo veintidós años —murmuró Alec— y me da ansiedad pensar en todos los cumpleaños que llevo sobreviviendo a mí mismo.

Cada cumpleaños era un recordatorio de lo inútil y desechable que era. No quería mensajes, ni llamadas, ni un recordatorio de que había desperdiciado otro año. No había nada que celebrar.

No había logrado nada en su vida, no había disfrutado ni un solo año de su existencia y todas las personas que había a su alrededor probablemente fingirían alegrarse por él cuando en realidad lo veían como un desperdicio de espacio, de oxígeno y de tiempo.

—Lo siento.

Alec suspiró.

—Esta semana empiezan los parciales —murmuró—. Tengo un día libre mañana, pero los exámenes me estresan. Todo depende de mis calificaciones. Me da ansiedad oír el despertador del teléfono por la mañana. Me da náuseas vestirme, y salir, y hablar con la gente. Siento que todos me juzgan porque uso ropa demasiado grande, o porque llevo días sin lavarme el pelo, o por mi cara... No he vuelto a cenar con mis amigos porque no quiero que me vean. Creo que me odian.

Ya estaba llorando.

Lágrimas calientes resbalaban desde las esquinas de sus ojos por sus mejillas, hasta encontrarse con la tela del jersey. No miraba a Erin, sino que había perdido la vista por la esquina del cuarto.

Jin Hyun no tardaría en regresar de la iglesia.

—También me da ansiedad Pascua —confesó—. Mi madre quiere que regrese a casa, aunque son solo cuatro días, pero eso significará soportar sus comentarios sobre mi ex, y mi hermana se pondrá de su lado, y tendré que recoger a Cairo de casa de Ivan, y tendré que verle y... Me estresa mi cara también. Y mi cuerpo. Estoy cansado de odiarme, pero tampoco sé quererme.

La montaña de tareas se acumulaba sobre Alec.

—¿Ya te limpiaste la cara? —inquirió entonces Erin, con su dulzura característica.

Tras retirarse las gafas de visión, Alec se limpió las esquinas de los ojos con el borde de su manga, pero negó. Erin le preguntó si había cenado y él confesó que moría de hambre. Ella le sugirió lavarse la cara e ir por algo de cenar, y hablarían mientras comían.

—¿Vienes conmigo?

Los ojos azules de Alec, que la contemplaban como si fuera un niño, arrugando la frente, la convencieron. Erin le dijo que sí, por lo que él, fuera del alcance de la pantalla, cambió el pantalón de pijama por un jogger, se colocó las deportivas y regresó a agarrar el teléfono y colocar los audífonos.

Cambiaron de videollamada a llamada mientras él salía del edificio para dirigirse, en el frío de Seattle, hacia el comedor. Sus piernas se aceleraban cuando caminaba fuera porque no quería tardar demasiado en regresar.

En Haven, el comedor más cercano, se llevó un recipiente con pasta, pan, su manzana y una galleta de chocolate. Cargaba el teléfono en su otra mano, más atento a la voz de Erin que a los rostros que lo rodeaban. No quería encontrarse con nadie que conociera, ni saludar, ni nada.

Jin Hyun todavía no había vuelto cuando él cerró la puerta tras de sí, por lo que asumió que estaría estudiando en otra parte para sus parciales. El helor de la calle había enrojecido las mejillas de Alec, que volvió a desplomarse frente al escritorio, acomodó el teléfono contra sus libros y un termo vacío, y prendió la cámara de nuevo.

Y cuando ella lo vio, con su cabello rubio revuelto y las mejillas encendidas, sonrió sin querer. Alec ni siquiera se dio cuenta: abrió su recipiente de plástico y sacó los cubiertos de la funda, y empezó a comer. Después se lavaría la cara.

—¿Has estudiado para tus exámenes? —Él asintió lentamente—. Entonces no te preocupes. Mañana tienes un día libre, así que puedes repasar, alimentarte bien, descansar y hacerlo lo mejor que puedas. No te tortures si no sacas una A.

—Me da miedo no sacarla.

—Estarás bien.

Erin sostenía un libro frente a sí, sobre la cama, y Alec la vio girar unas páginas después de hablar; la cálida luz amarillenta de la lamparita la iluminaba, recortando su silueta contra el fondo oscuro de la habitación.

Alec, que la miró de reojo mientras masticaba, tragó con fuerza.

—Creo que hoy me ducharé —susurró.

No pensó que Erin le escuchara, pues hablaba más consigo que con ella, pero la muchacha alzó la cabeza de inmediato.

—¿No te gusta?

El simple hecho de pensar en ducharse le asfixiaba. Aunque le avergonzaba horriblemente admitirlo, se humedeció los labios y, sin mirarla, fue capaz de decírselo.

—Llevo días sin ducharme.

—¿Has estado componiendo?

Alec asintió con la cabeza. Ya había empezado a comerse su manzana.

Le explicó que pasó sus primeros dos años de carrera jugando en línea hasta las dos de la mañana porque era la única forma de socializar que tenía. Había conocido mucha gente por Internet que seguía en Instagram, pero tuvo que romper el ciclo cuando se dio cuenta de que su ansiedad al salir a la calle se estaba convirtiendo en ataques de pánico, manos frías y pulmones comprimidos.

Escribir canciones había sido lo único que le devolvía las ganas de vivir.

Después de comer, Alec se llevó el teléfono al baño y lo apoyó contra uno de los desodorantes de Jin Hyun.

—¿Entonces te quedarás en el campus por Pascua?

Después de echarse agua en la cara, Alec abrió el tarro de exfoliante de naranja y, una vez tuvo una generosa cantidad sobre las yemas de los dedos, la aplicó sobre sus mejillas, frente y barbilla. Estaba fría.

—Tendré que irme a casa —se sinceró—, porque no podré inventarle otra excusa a mi madre. Además, Ray me llevará. ¿Y tú?

Erin se encogió de hombros con una tímida sonrisa que ocultó tras el velo.

—Nada especial —dijo—. Es mi primera Pascua. Orar, supongo, y leer algún libro del Nuevo Testamento entero.

—¿Ya has leído toda la Biblia?

—Aún no —admitió ella—. ¿Y tú?

Alec asintió.

—Varias veces. Puedo compartirte un plan.

—¿Te gustaría hacer algo por Pascua?

Alec abrió el grifo para enjuagarse la cara. Todo el producto aplicado se disolvió entre sus dedos y en el lavabo, y una vez estuvo limpio, se secó con leves toquecitos con una toalla suave, que únicamente usaba para el rostro.

Sin desatarse el cabello, agarró otra crema hidratante que se esparció por los pómulos, con cuidado de no hundir las yemas en sus heridas.

Sabía que se le estaban pintando de rojo por la vergüenza.

—¿En qué habías pensado?

—Ver una película —soltó ella, y volvió a reírse—. Una de Jesús. Tu favorita. Y tal vez me puedes explicar qué pasó cada día de esa semana.

—Suena bien.

Nunca había tenido un plan parecido y, por primera vez en su vida, tal vez pasar cuatro días en casa con su familia no sería estresante. Además de sus videojuegos, tendría a una amiga con la que hablar y ver películas, actividades que no entraban dentro de su zona de comfort, pero que llamaban su atención después de meses sin ningún sentido de vida.

Erin aguardó a que Alec hubiese terminado con sus cremas y liberase su flequillo, retenido por la goma de pelo.

Él se miró en el espejo un rato, tratando de decidir qué opinaba de sí mismo. Su rostro seguía resultándole asqueroso. Por un momento, contempló de reojo a Erin, en la pantalla de su teléfono, apoyada contra el espejo.

Erin no creía que fuera bonita; él no veía más allá de sus ojos negros, redondos como piedras preciosas, dueños de ese brillo eterno de luna, pero le bastaban para saber que tenía una belleza de la que él probablemente no sería testigo.

No se parecían en nada. No tenían más terreno común que la Biblia.

—Me ducharé —sentenció, monótono.

—¿Quieres que luego leamos el salmo juntos?

Alec asintió.

Cuando salió de la ducha con el cabello empapado, el jersey cálido marrón y su pantalón de pijama, Jin Hyun ya había llegado. Estaba en su litera, cruzado de piernas, con un montón de papeles en el suelo y sobre su cama, y el laptop abierto.

Al dejar la ropa sucia en el cesto gris, Alec lo saludó.

Jin Hyun, que lo miró de arriba abajo, le preguntó si estaba bien y Alec asintió. Había conseguido disminuir la ansiedad que le producía pensar en su cumpleaños, en los exámenes y en Zion con la ducha, por lo que no le contaría a Jin Hyun que había sufrido un ataque.

Por fin, apoyada la espalda contra la pared, sobre su cama, se colocó los audífonos y llamó a Erin; después, agarró la Biblia. Giró las hojas hasta llegar al salmo cincuenta y nueve. Escuchó la voz de Erin leerlo, pausada y entonadamente, y una vez terminó, él musitó que elegiría el versículo nueve.

—Yo, el diez.

Alec la miró y, sin querer, sonrió. Había apoyado el teléfono contra la almohada para que ella alcanzara a mirarlo.

Se deslizó bajo la manta, hasta cubrirse la cintura, y de un tirón, bajó la otra manta que colgaba de la litera superior y actuaba como cortina. Se hizo la oscuridad y su cámara dejó de apreciar el rostro de Alec.

Él suspiró. Estaba exhausto, a decir verdad, pero ni siquiera tenía fuerzas para regresar su Biblia al estante de madera tras la almohada, sino que se acomodó como si fuera a dormir, cerrado el libro sobre sus rodillas.

Como no se quitó los audífonos, el teléfono se resbaló hasta quedar bocarriba, a su lado, sobre el colchón.

—¿Sabías que... me siento mejor cuando hablo contigo? Físicamente, me refiero.

Aunque no estaba seguro de decirlo, se armó de valor para confesárselo. No la miraba, sino que había cerrado los ojos, recostado contra su almohada, pero, a través de los auriculares, la escuchó reírse para sí.

—Me pasa lo mismo.

Él destensó la mandíbula. La apretaba sin darse cuenta.

—Incluso cuando no tengo nada que decir.

—No necesitamos decir algo todo el tiempo —repuso ella—. También el silencio armoniza la conversación.

—Gracias por quedarte, Erin.

—Te quiero, Alec.

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