42 | Vete y no peques más

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"Estimado Alec,

SACC está considerando seriamente la situación que concierne a la demanda y contrademanda por una presunta agresión sexual fuera del campus durante la Navidad de hace tres años. Antes de alertar a cualquier autoridad, nos reuniremos este viernes a las cuatro para discutir los hechos una vez más. Después de este último citatorio, SACC comunicará su decisión final al departamento de administración. En cualquier caso, las posibilidades de una suspensión y expulsión siguen presentes.

Bendiciones."

El departamento de seguridad de la universidad por fin había enviado un correo de respuesta. Sentado detrás del escritorio en su dormitorio, Alec releía las palabras una y otra vez para que su ansiedad desapareciera, convenciéndose de que no estaba en peligro ni en riesgo. Pero no tenía evidencia ni pruebas que llevar a la reunión del viernes.

No podría defenderse.

Tenía exámenes en menos de una semana y, si todo salía mal, no se graduaría. No terminaría sus finales. Su diploma nunca llegaría a casa.

Echó la cabeza atrás para respirar hondo.

De pronto, se arrepentía de haber presentado la contrademanda. No tenía por qué enredarse más en un asunto del que no sabía escapar.

Para variar, el muchacho se había bañado y lavado el cabello rubio, que le caía húmedo junto a las mejillas. Alzó los ojos de su teléfono, por encima del videojuego en pausa de su laptop en cuanto Jin Hyun entró.

—¿Estás bien?

Alec se quitó el dedo de la boca al verle. Jin Hyun había soltado su bandolera al pie de su litera.

—Sí.

—¿Qué estás haciendo?

El chico había desviado la mirada hacia la Biblia de Alec, que se humedeció los labios antes de hojearla.

—Intentaba estudiar —admitió—, pero el Señor no me dice nada.

Jin Hyun, que se había bajado la cremallera de la chaqueta deportiva, suspiró.

—Compré ramen —le dijo a Alec, aunque decepcionado porque había esperado encontrar fideos más baratos en Walmart—. ¿Puedo usar tu calentadora?

—Claro.

De modo que Jin Hyun la agarró del estante más alto del ropero, donde acumulaban sus maletas y cosas que rara vez usaban, y salió del dormitorio para llenarla de agua. Había comprado dos paquetes de fideos instantáneos con trozos de carne, por lo que le preparó uno a Alec también.

Alec regresó a su lectura de Samuel, que compaginaba con Salmos. Había estado anotando todo lo que le llamaba la atención porque de verdad quería aprender. Antes, mientras se duchaba, había cerrado los ojos para orar y otra vez pedir perdón porque su corazón seguía enojado.

Sé que me has perdonado, Señor, ¿pero cómo me perdono yo?

Sonaba terriblemente egocéntrico, porque Dios no le había defraudado, pero su corazón había sido herido por Dios mismo. No estaba enojado con su hermano, ni con sus amigos, ni con Zion, ni con sus padres, sino con Dios por permitirlo. Y sentirse tan resentido contra Dios lo llevaba a sentirse culpable.

De reojo, vio la pantalla de su teléfono iluminarse.

Erin le había mandado el versículo de ese día. Él, en cambio, ni siquiera había leído su porción diaria porque había estado todo el día trabajando en sus proyectos de diseño y en estudiar Historia de las Civilizaciones para su siguiente examen.

"Porque Jehová no mira lo que mira el hombre; pues el hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón."

Desde que era un niño y escuchaba las historias de la Biblia en la escuela dominical, y veía películas y series animadas, y leía su Biblia ilustrada, había querido parecerse a alguno de los grandes hombres de la Biblia: tener el liderazgo de Abraham, o el amor de Jacob, y la fuerza de Elías. Pero no sentía que se pareciera a nadie. No tenía lo que se necesitaba para ser un líder como ellos, ni la fe para continuar adelante, ni el valor para hablar en público.

Probablemente llegaría al cielo y no le darían ni una corona para entregarle a Jesús.

Alec: Salmo 78:7. 8:27 p.m.

Erin: Gracias a Dios :) ¿Te sientes mejor? 8:28 p.m.

Alec: Sí. Hoy me bañé. 8:28 p.m.

Erin: Mashallah. 8:28 p.m.

—¿Vendrán tus padres a tu graduación?

Al oír la voz de Jin Hyun, Alec dejó de teclear y alzó la vista.

Sacudía una rodilla bajo la mesa por los nervios; sus dedos sudaban. Pero tomó una profunda bocanada de aire y trató de relajar sus pulsaciones.

—Sí. ¿Y los tuyos?

—Llegan el jueves. Se quedarán con mi hermano.

Se refería 

—¿Qué piensas hacer después?

Jin Hyun se encogió de hombros.

—Seguramente me quedaré con mi hermano y encontraré trabajo, o haré un máster hasta que me concedan el permiso de residencia. ¿Vendrá Erin?

Alec negó suavemente.

—Su familia no sabe que existo —le explicó—, ni tampoco la dejarían viajar tan lejos sola. Me prometió que vería la graduación en línea.

Le había mandado el link de la página de la universidad de Facebook, donde se reproduciría la graduación a las diez de la mañana de Saint Andrews, Canadá.

Sintió la mano de Jin Hyun apretarle el hombro con cariño.

—Tu padre estaría muy orgulloso de ti.

Alec no contestó, sino que apretó los dientes. No lo creía. ¿Su padre estaría orgulloso de que hubiese pasado cuatro años estudiando una carrera que detestaba por no tener problemas con su padrastro? ¿De que su ex novia lo hubiese dejado? ¿De que la depresión lo estuviese paralizando? Probablemente no.

—Me siento tan incapaz de cualquier cosa, Jamie.

No supo por qué lo dijo, o cómo reunió las fuerzas de confesarlo, pero Jin Hyun, que sorbía los fideos frente a él, sobre la mesa, mientras impregnaba el fuerte olor a chile picante en el dormitorio, clavó los ojos negros en Alec.

Este se sorbió la nariz con cuidado.

—¿Por qué?

—No sé, pero veo a otros chicos, como Ben, que enseñan y saben tanto de Dios... y yo antes compartía y hablaba en público, y era vicepresidente de mi club, pero cada vez tengo más miedo, tanto que ya siento que voy a equivocarme en cuanto abra la boca. Es como si Dios me hubiera desechado porque ya no puede usarme.

—No, Alec —interrumpió Jin Hyun al momento, que jadeó por el picor en su lengua—. Cuando Dios quiso usar a Moisés, este dijo que no sabía hablar, que nadie le creería, que no le tomarían en serio... Y Moisés no era un cobarde, ¿vale? Había matado a un egipcio antes, se había metido en una pelea entre israelitas. Lo habían criado como al hijo de Faraón: estaba más que preparado. Pero —agregó tras una pausa— necesitaba ese tiempo en el desierto para aprender mansedumbre. ¿No te suena familiar?

Alec encogió un hombro.

—¿Eso crees que Dios me está enseñando?

—Creo que algo estás aprendiendo —confirmó—. No sé si es mansedumbre, o paciencia o... Eso solo tú lo sabes. Pero no dudes de cómo Dios te usa, porque de no haber sido por ti, yo nunca le habría conocido.

Aunque había recuperado la comunicación con Erin, aquellos días fueron cortantes. Se limitaban a compartir el versículo y hablar a medias de su día, en primer lugar porque Alec se sentía culpable y, en segundo, porque no quería que notara lo tenso que la situación con Zion lo ponía. Por eso, hacía algunos días que había decidido comprarle una Biblia.

Sabía que ella no tenía una en papel, por lo que, después de aquella conversación con Jin Hyun, se armó de valor para dirigirse a la única librería del campus en el área común y rebuscar en los estantes de la sección de mujeres hasta hallar una pequeña, con tapas de piel, en un tono violeta que le agradara.

Habría preferido encontrar una en árabe, porque era su idioma nativo, pero se conformaría con que fuera una versión comprensible.

—¿Qué haces por aquí?

La Biblia estuvo a punto de resbalarse de las manos de Alec por el sobresalto, pero el chico alcanzó a atraparla justo a tiempo.

Hanniel, con sus ojos verdes, sus deportivas blancas y un cuaderno negro que apretaba contra uno de sus muslos, se había acercado a él. Y Alec cerró la Biblia para pegarla a su pecho.

—Nada, ¿y tú? —inquirió.

—¿Ya no cenas con nosotros?

Alec sopló ligeramente.

—Tengo tanto que estudiar que siento que pierdo el tiempo en el comedor.

Hanniel, no obstante, frunció el ceño.

—¿Es eso o que no quieres encontrarte a Zion?

Al rubio se le volcó el corazón dentro del pecho. Sin saber qué decir, devolvió la Biblia violeta a su sitio y tomó una blanca. No quería acordarse de ella.

—Puede que también tenga que ver con eso —murmuró sin mirarle, y se acomodó las gafas sobre el puente nasal antes de agacharse a recoger otra Biblia del último estante de muestras—. ¿Y tú? ¿Por qué sigues juntándote con Matt? He estado orando por ti.

No mentía. Cada vez que el nombre de Hanniel cruzaba su mente, oraba por él. Pero Hanniel hizo una mueca. Apretaba con tanta fuerza el cuaderno que sus nudillos se estaban tornando amarillos.

—No creo que Dios me haya quitado nada.

Alec, todavía agachado, frunció el ceño.

—¿Estás seguro?

—He investigado —sentenció— y parece ser que la Biblia no se opone en ningún momento. No es algo que elegí, ni un estilo de vida, ni un pecado. Es parte de quién soy.

El corazón de Alec se había acelerado sin querer. En parte, había esperado otra conclusión, pero Hanniel sonaba mucho más convencido que hacía algunos meses. Dirigió la vista hacia el estante y, tras pensarlo unos cuantos segundos, se rascó la cabeza.

—¿Dónde has investigado? —quiso saber.

—En muchos lugares —replicó el muchacho—. Si buscas artículos, muchas páginas e iglesias te dirán que no es pecado.

—Y muchas otras sí. Se trata de qué dice la Biblia —masculló Alec en voz baja, mientras paseaba el dedo por los títulos de las Biblias, y Hanniel resopló.

—Es una mala traducción: investígalo.

—No hay un versículo que lo diga, Hanniel —rebatió el muchacho—. Hay varios. Muchos. Y muy claros.

—Si estás hablando de las leyes del Antiguo Testamento, ya no aplican para nosotros.

—¿Algo que Dios repite en el Nuevo Testamento no aplica? —insistió Alec, que por fin se enderezó, abriendo entre sus manos una de las Biblias que había elegido—. Sí entiendes que la Biblia no es una lista de instrucciones, ¿verdad? Es la verdad explicada con principios, en un contexto, desde la perspectiva de Dios.

—Todos los versículos que quieras mencionar en su contexto se refieren a pederastia, Alec, y a violaciones.

Alec le sostuvo la mirada sin expresión alguna. Sin inmutarse, aunque había visto a Hanniel chasquear la lengua con fastidio, siguió hojeando páginas hasta encontrar el libro que buscaba.

—"No te echarás con varón como con mujer", Levítico. —Avanzó varias páginas ante los ojos rodados de Hanniel—. "Que no haya sodomita entre los hijos de Israel", Deuteronomio. "Había sodomitas en la tierra", Reyes. Y antes de que te quejes... —lo cortó, avanzando hasta el Nuevo Testamento—, "se encendieron en lascivia unos con otros, cometiendo hechos vergonzosos hombres con hombres", Romanos. "Ni los que se echan con varones", Corintios. ¿Todas estas traducciones están mal?

—No lo estás leyendo bien.

—Cuando se trata de una violación o un abuso a la fuerza, la Biblia usa esas palabras —replicó Alec—. Dios sabe de lo que está hablando.

—¿Ahora me estás condenando?

—Claro que no. —Cansado, Alec cerró la Biblia y la devolvió al estante tras de él; luego dejó escapar un suave suspiro—. Es que todos necesitamos a Cristo todos los días. Y necesitamos más compasión y más amor por los demás. Todos estamos luchando con algo, Hanniel. Pero solo vas a vencer esta lucha si dejas de justificarlo y empiezas a pedirle a Dios que te muestre por qué Él es más suficiente que cualquier persona.

Hanniel le sostuvo la mirada. Durante largos minutos que parecieron volverse milenios, Alec esperó. Ya no oía ni veía nada más excepto a su amigo y su ligera sudadera gris de deporte, con cordones tan largos que rozaban su pantalón de chándal, hasta que Hanniel se rindió y volvió a chistar.

—¿Esa es tu única solución?

—No tengo otra.

Y el chico hizo una mueca con cierto tinte de desprecio.

—Como tú digas.

Y para su sorpresa, Hanniel se dio la vuelta y se marchó, y Alec permaneció en la calle, sin entender qué acababa de ocurrir. ¿Tenía la razón? Ya no lo sabía. ¿Había sido demasiado duro? ¿Necesitaba más compasión? Creía en un Dios que lo guiaría hasta mostrarle la verdad una y otra vez, el porqué de sus pensamientos y sus acciones, y cambiaría mentes y corazones. Pero se requería de fe para creer que, tarde o temprano, las heridas sanarían y las dudas se contestarían.

Cuando Jin Hyun regresó al dormitorio que compartían, se encontró a Alec sollozando, pegada la espalda a la puerta del baño, a escasos pasos de la principal.

—Lo siento —fue lo primero que dijo, y Jin Hyun soltó su bandolera en el armario para preguntarle qué ocurría.

Y Alec se lo contó.

Le habló de uno de sus amigos, aunque sin nombrarlo, y de la discusión que habían tenido, y de cómo acabó abandonando la tienda con una Biblia para Erin que no envolvió ni mandó por correo porque se le olvidó.

—¿Qué se supone que haga? —cuestionó, jadeando; las lágrimas habían empapado sus mejillas y resbalaban hasta sus labios enrojecidos—. Si no puedo ayudar a las personas, si la gente no quiere cambiar... no sirve de nada que yo insista. ¿Pero cómo voy a saber cuándo quedarme y cuándo irme?

—Alec, todos necesitamos cambiar siempre  —murmuró Jin Hyun—. Y si creemos que no necesitamos cambiar, deberíamos revisarnos. Se trata de ser más como Cristo. Y no importa cuántas cosas haya hecho Dios en tu vida, o cómo te ha usado, o qué ministerio te ha dado. Nunca eres demasiado grande para cambiar. Pero tú no puedes cambiar a nadie. Deja que Dios lo haga.

Aquella noche, Alec se refugió en su cama con su Biblia. Hojeó el libro, analizando los pasajes subrayados y las notas en los márgenes que había escrito, hasta que llegó a su lectura de los evangelios.

Acurrucado contra la pared, cerca de sus almohadas, sentía cálidas lágrimas gotear en silencio de sus ojos y rodar hasta su barbilla. Jin Hyun ya estaba durmiendo, por lo que él usaba la linterna de su móvil para iluminar las palabras en su Biblia.

"Tampoco yo te condeno. Vete y no peques más."

Al parpadear, se le empañaron los ojos. Sus labios se habían hinchado levemente de tanto sollozar.

El silencio sepulcral en la habitación le penetraba los oídos hasta ensordecerlo, pero fue en esa quietud, mientras su mente trataba de descifrar aquel versículo y lo que significaba, que lo oyó con claridad, como si alguien lo susurrase a su corazón: "Yo no necesito abogados, sino testigos".

Un tembloroso suspiro abandonó los labios de Alec.

Estaba reviviendo.

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