56 | La promesa

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Cuando se sentó por fin en el coche negro de Raymond, en el asiento trasero, ya no se le hundía una daga en el pecho. Tampoco le dolía el estómago. Nadie le había gritado ni llamado inmaduro, ni cuestionado sus decisiones de vida ni interrogado innecesariamente.

Sin embargo, no estaba preparado para regresar a casa. Al fondo de su cabeza, mientras observaba por la ventanilla la carretera flanqueada por robles y recordaba al abuelo de Erin preguntándole qué había en Canadá además de miel y alces, oía una voz al fondo de su mente susurrando que nada cambiaría; por el contrario, volvería a la normalidad en cuestión de días y fingirían que aquel episodio nunca había ocurrido.

En realidad, ese era su miedo más grande.

El psiquiatra lo había evaluado una vez más antes de que el doctor le diese el alta basado en su respiración y ritmo cardiaco. No quiso prescribirle medicamentos porque pensaba que los efectos secundarios serían más perjudiciales que beneficiosos, pero le entregó una hoja con toda la información que necesitaría: causas, síntomas y tratamiento de la depresión clínica, y cambios que incorporar a su estilo de vida.

Aquella noche cenó con sus padres, Gillian y Jin Hyun, porque Dennis llegó al hospital desde Halifax a recoger a Kendra, que volvería a su casa. Se despidió de Alec con un abrazo en cuanto le desconectaron el suero, y su madre y su padrastro se quedaron hasta que el doctor se presentó con los resultados de la evaluación psiquiátrica.

Jin Hyun se iría al amanecer. Alec le había preguntado si quería que lo acompañara al aeropuerto, pero este negó.

—Descansa y recupérate primero —le dijo.

Estaban sentados en el porche de la casa. La brisa nocturna acariciaba el cabello de Alec, que se había dejado de sentir como él mismo desde el intento fallido de suicidio. Cada vez que se miraba las pálidas manos, o revisaba su reflejo en algún espejo, lo hostigaba la sensación de que no era él.

Flotaba en la inmensidad del universo, no palpaba el mundo real.

Y no sabía recuperar sus sentidos.

—Necesito que seas muy específico estas semanas —oyó decir a Jin Hyun, y se giró a mirarlo; el coreano se había rodeado las piernas—. No solo conmigo, sino con tu familia y con Erin también.

—¿Sobre qué?

—Sobre cómo ayudarte. Podemos estudiar, o leer, o hablar... Dime qué necesitas de mí.

—Que estés ahí.

Jin Hyun sabía quedarse sin decir nada.

Alec suspiró. Los altísimos postes de luz estaban tan lejos uno de otro que la luz se disipaba; no obstante, la lámpara colgante en el porche frontal teñía sus rostros de naranja, en contraste con la oscuridad de los terrenos de Bayside. Los ladridos de los perros, procedentes de la zona del garaje, se habían convertido en ruido blanco.

—Gracias por la Biblia —murmuró.

Jin Hyun sonrió de lado.

—No es nada.

—No pensé que vendrías porque estabas trabajando.

—Un amigo es más importante que el trabajo.

Incluso si mentía, lo cual le extrañaría de Jin Hyun, Alec sabía que no debía de haber sido fácil que el muchacho viajara desde Ontario a un hospital perdido en un condado diminuto. Estaba realizando sus prácticas en una escuela de medicina que no debía pagarle lo suficiente como para mantenerse, por lo que vivía con su hermano.

Y Alec sabía cuánto Jin Hyun se presionaba para llegar a ser como su hermano.

—¿Cómo está Jesse? —le preguntó.

—Perfecto, como siempre. —Jin Hyun bostezó—. Es más difícil que antes no ser duro conmigo mismo cuando él es un perfeccionista todo el tiempo. ¿Cómo está Erin?

—Mañana la llamaré.

—Me alegra —murmuró, pero se giró a Alec antes de que este dijera algo más—. ¿Ya no juegas?

Alec negó.

—No tengo ganas.

—¿Tampoco de componer?

—No voy a volver a cantar, Jamie.

Jin Hyun lo miró.

A pesar del calor, Alec se había refugiado en un viejo jersey beige para dormir, fijos los ojos celestes sobre Jin Hyun.

—¿Por qué?

—Es vergonzoso.

—Claro que no, Alec. Es un talento que...

—Me siento tonto cuando canto —espetó Alec—, cuando toco. Y me hace sentir peor que me digas que lo hago bien porque... es mentira. No voy a llegar nunca a nada haciendo música.

—¿Desde cuándo se trata de llegar a algo? —soltó Jin Hyun, con el ceño fruncido—. Lo haces para Dios, porque Él te dio ese talento. ¿Cuánta gente ahí fuera está bendecida por Dios con talentos que usan para sí mismos, para blasfemar, para cantar de cosas que no convienen? Si vas a usarlo para Él, lo único que debería importarte es hacerlo bien, porque es para Dios. ¿O piensas esconder tu talento?

Alec no dijo nada. Ni quería tocar el tema ni sabía cuándo olvidaría la imagen de Raymond rompiendo a sangre fría su guitarra más preciada. No tendría el valor de decirle a Jin Hyun, ni mucho menos a Erin, que había quedado destruida.

Afortunadamente, Erin tampoco hizo preguntas. La llamó a la mañana siguiente, después de despertar en su cama por primera vez desde que le dieran el alta del hospital; inmóvil, contempló el techo. No sentía las extremidades, pero oía sus latidos retumbar entre las costillas. Seguía vivo.

Olía a café con canela en el pasillo, pero Alec no se atrevió a abandonar su dormitorio porque sabía que se encontraría a sus padres. Era el primer día en casa después de fracasar en su intento de suicidio y no sabía cómo saludarlos. Con el estómago vacío, se sentó en el escritorio y le preguntó a Erin si podía llamarla. No necesitaba más que verla con su hijab alrededor de la cabeza y un chándal gris para ser feliz.

—Perdón por tardar en contestar.

La chica cargaba su Biblia y un fino cuaderno entre los brazos.

Las pupilas de Alec vibraron conforme la observaba acercarse al teléfono, sobre su escritorio, y sonreír. Tampoco en esa ocasión se había cubierto la mitad del rostro, sino que, además de revelar sus labios en forma de corazón, Alec también vio un poco de su cuello. El velo parecía haberse holgado alrededor de su cabeza; no obstante, no dejaba a la vista ni un milímetro de la entrada de su cabello.

—Estaba a punto de leer —susurró, y Alec arqueó las cejas, sorprendido.

—Oh, puedo leer contigo, si quieres.

Agarró su Biblia de letra grande.

Escuchó a Erin leer y hacer preguntas mientras intentaba descifrar el pasaje. Hacía tiempo que no se limitaba a escuchar sin crearse expectativas; por fin, no importaba si no lo sabía todo, o si no había tenido la mejor semana. Lo único que importaba era que estaba allí, subrayando su Biblia nueva y haciendo notas en los márgenes.

Mientras mordisqueaba una barrita de cereal que guardaba en el cajón, vio a Erin escribir en su cuaderno.

—No puedo marcar la Biblia —admitió en voz baja la chica, y sonrió—. Quisiera, porque he visto la tuya y es preciosa, pero... es demasiado sagrada para mí. Me da miedo.

Alec esbozó una media sonrisa.

—Está bien, no tienes que subrayarla.

—No creí que fuese a tener una Biblia tan pronto.

—Erin.

Erin alzó la mirada hacia la pantalla de su teléfono y se dio cuenta de que el chico la observaba, sin parpadear, aunque cansados los párpados. El cabello rubio, desordenado, le caía sobre la frente y junto a las mejillas, y un leve relieve de sarpullido sobresalía de una; los lunares de su cuello resaltaban por el beige de su suéter. Aún no se había puesto las gafas de pasta negra.

Y cuando Erin separó los labios, él se adelantó:

—No sé cómo agradecerte todo lo que has hecho por mí.

La voz de Alec se había agravado.

Sin embargo, no dijo nada: no lo interrumpió ni trató de adivinar lo que él diría, porque había notado en sus labios rojizos lo nervioso que estaba.

Una nube de mariposas revoloteaban en su estómago cada vez que la miraba, pero no por temor, sino por la incapacidad de creer que una chica que solía ver sus transmisiones en directo se hubiese convertido no solo en su mejor amiga, sino en su futuro.

—Nadie —murmuró en un frágil hilo de voz— podría hacer lo que tú haces. No te estaba buscando cuando te encontré: por eso sé que eres lo que Dios ha querido para mí. Y te prometo que te llevaré como un sello en mi corazón, como un tatuaje en el brazo, toda mi vida. Y estaré esperándote hasta que llegue el momento correcto para nosotros.

Cada vez hablaba más despacio.

Por culpa de la calidad de la videollamada, Erin no notó que se le habían teñido las mejillas de carmesí, pero la sangre hervía en su rostro.

—Si no fueras canadiense, nos habríamos casado a los diez días de conocernos.

Alec se rio.

—¿Tan rápido tomarías esa decisión tan importante?

—Bueno, si ya sé que Dios te ha elegido para mí y nos hemos hecho las preguntas principal, ¿para qué esperar? Llevo veintiún años esperándote. Casarnos es el principio de nuestra historia, ¿por qué lo retrasaría?

Despacio, el chico se lamió los labios.

—Si tuviera algo que ofrecerte —musitó—, lo haría. Pero no tengo nada, ni una casa, ni un trabajo estable... Ni siquiera puedo invitarte a salir porque estamos en países distintos. Lo único que tengo es amor. Y una Biblia.

—Suena a que es suficiente.

—Con amor no se sobrevive.

—Debiste haberme besado antes de irte.

Alec parpadeó. Le había vibrado el corazón dentro del pecho.

—Es que... Bueno, yo pensé que tú... Te prometo que la próxima vez que te vea te besaré.

Cuando la vio ensanchar su sonrisa, casi riéndose, quiso llorar. Los ojos negros de Erin resplandecían; él no se la merecía.

—Si no te hubiera ignorado —dijo ella entonces—, no tendríamos que estar esperando a la siguiente ocasión.

—Tu familia me habría asesinado.

Creyó que Erin se reiría, pero forzó una débil sonrisa que no duró más de cinco segundos. La observó escribir en su libreta con un bolígrafo de gel en silencio y, justo cuando planeaba disculparse, la vio despegar los labios sin apenas esfuerzo:

—Mi hermana encontró mi Biblia.

Alec contuvo la respiración. No lo había dicho con reproche ni arrepentimiento, pero tampoco sonaba cómoda. Más bien, había vacilado.

—¿Te dijo algo? —quiso saber.

—Me preguntó si la estaba leyendo —explicó Erin, enderezándose para mirarlo a los ojos— y luego me recordó que la Biblia está modificada por los hombres. No me prohibió leerla, pero tuve que confesarle que... ya no creo en nada fuera de la Biblia.

El chico se humedeció los labios.

—Entonces... ¿le dijiste la verdad?

Erin asintió.

—No podía esconderlo para siempre —murmuró—. Está decepcionada. Sabe que echarme de casa no funciona, así que ella y su esposo me están obligando a ir al rezo, y a escuchar conferencias, y... No me molesta, aprendo cosas buenas.

Entre sus dedos, hizo danzar el bolígrafo de gel. Parecía azul o violeta.

—No te han hecho daño, ¿verdad?

Erin negó con la cabeza.

—Solamente creen que la incredulidad es el peor de los pecados, así que están convenciéndome de que solo estoy confundida y necesito respuestas. Mi hermana dice que es tu culpa, pero yo le expliqué que pienso así desde que murió mamá.

Alec hizo una mueca.

—Lo siento.

—Tal vez debí haberme callado más tiempo —susurró—. Lo que noto es que no me ven igual.

—¿Y tu abuelo?

La vio encogerse de hombros. Había clavado la vista en el techo para no llorar, parpadeando tan rápido que impedía que las lágrimas se resbalasen, pero sus orbes relucían. Sus pestañas negras crecían cuando estaban húmedas.

—Ya no quiere orar conmigo.

A partir de ese momento, Alec ya no supo qué decir. Bajó la vista y trató de concentrarse en su Biblia. Imaginaba que atosigarían a Erin con clases y estudios, porque ella también le dijo que no le permitían salir sola con tal de que no se escapara o asistiera a una iglesia, y llamándola a rezar cinco veces al día sin falta.

Sin embargo, la vio sonreír y repetir que estaba bien.

—Es algo bueno —insistió—. No me están obligando a nada malo. Sigo oyendo de Dios, y orando, y estudiando sobre los profetas. Sé que Dios sabe lo que está pasando y, si quiere, aligerará esta situación para mí. No quiero que te preocupes, ¿vale?

—De todos modos... —se apresuró a decirle— si quieres que te rescate, lo haré.

Erin amplió su sonrisa.

—Tú tampoco tengas miedo de que te rescaten —sentenció con dulzura.

Cuando colgaron, Alec se quedó mirando la pantalla apagada de su teléfono. Alternaba la vista entre el aparato y la Biblia, tratando de analizar cómo se sentía, o si sentía algo. Otra vez estaba desconectándose de su cuarto, de la realidad, de su vida. Estiró el brazo y se aferró a la mesa para tocar alguna textura que lo devolviese a sus sentidos.

Quería poner la mente en blanco; sin embargo, no podía. Cerró los ojos y dejó escapar el aire de los pulmones. La voz de Erin giraba en su cabeza, repitiendo las mismas palabras una y otra vez: "Tienes que decírselo. A los dos. Los dos tienen que saberlo."

Tenía miedo. Le hormigueaba el rostro; le temblaban las rodillas.

Pero si no lo hacía cuanto antes, el tiempo pasaría y volvería a enterrar el dolor.

Solo si están los dos en la cocina, y me dejan hablar, les diré la verdad, se dijo, poniéndose de pie a duras penas. Solo en ese caso.

Giró el pomo y abrió la puerta. Arrastrando los pantalones de cuadros de pijama, atravesó el pasillo en dirección a la cocina. La puerta del cuarto de Gillian estaba cerrada, de modo que dedujo que Raymond no estaría en casa y su madre estaría trabajando.

Pero se le volcó el corazón cuando los encontró a los dos cerca del mostrador de la cocina; su padrastro estaba de pie frente a su madre, que aún no acababa de beberse su café, y dejaron de cuchichear en cuanto notaron que él había puesto el primer pie en la cocina.

Y la cabeza del chico dejó de dar vueltas.

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