59 | En casa del Padre

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Gillian y su prometido se casaron el dos de agosto. Habían rentado un salón de eventos en mitad del bosque y, tal como la chica había querido, alzaron el arco de flores para ella y su prometido. El pastor de la iglesia a la que siempre habían asistido los casaría.

Eran las tres de la tarde y Gillian aún estaba en el comedor con su madre mientras la maestra de escuela dominical de la iglesia, la señorita Van Rode, las maquillaba. Incluso Kendra, con su vestido rosa de finísimos tirantes, estaba allí esperando su turno mientras soportaba todos los comentarios de "te veías tan guapo como chico" de su madre. Ver que Kendra ponía caras de asco con la intención de que Gillian se riera (y funcionaba) cada vez consolaba a Alec.

Asistiría con Dennis a la boda, aunque a Raymond le pareciera una terrible idea y no soportase verlos juntos.

—Dios está teniendo mucha misericordia —repetía hasta la saciedad.

Ahora Alec lo estaba ayudando a empacar, ya que sus padres y los del futuro esposo de Gillian llevarían y recogerían el equipo de música, los cables de micrófonos y los altavoces y los devolverían a la iglesia. Metieron las cajas en el maletero, y la mochila deportiva en la que el chico traía un cambio de ropa.

—¿Sabías que los romanos podían obligar a los judíos a caminar una milla cargando algún peso... y los judíos desarrollaron la habilidad de contar mil pasos y ni uno más para que no se aprovecharan? —le preguntó, y su padrastro le echó un vistazo sobre el hombro.

—Sí, ¿por qué? —inquirió, seco.

—A veces siento que haces eso con Ivan.

Raymond empujó la siguiente bolsa llena de cables en el maletero.

—No lo creo.

—Haces lo justo por él, y no le debes más, es cierto. Pero Jesús dijo que, si tenías obligación de ir una milla, fueran dos.

—No conozco tan bien a tu hermano como me gustaría, así que no puedo hacer más por él.

—Necesita más amor y menos ley.

Y Raymond lo miró, tan desconcertado que Alec se preguntó si valdría la pena gastar saliva y energía explicándoselo o tarde o temprano lo captaría.

—Entiendo tu punto —concluyó su padrastro al fin—, pero no lo comparto.

Le indicó que se subiera al coche y Alec obedeció.

—¿Y mamá? —le preguntó cuando lo vio meter la llave en el contacto del auto.

—Va con Gillian y tu hermano que se siente mujer.

Alec hizo una mueca. No lo había entendido, pero no importaba. No dependía de lo que hicieran los demás para él hacer lo correcto.

Sentado de pasajero, mientras Raymond arrancaba y salía marcha atrás de la entrada de la casa en mitad de aquel amplio terreno, echó la cabeza contra el respaldo y pensó en Erin. Echaba de menos verla a los ojos, y poder poner una mano en su espalda, o sentirla engancharse a su brazo. Deseó haberla abrazado más veces, haberse llevado con él más fotos o alguna bufanda sin importancia que le recordase su olor a chocolate amargo.

Pero hacía lo correcto.

Durante un tiempo, al menos, era aquello lo que le tocaba: estar en casa, con sus padres, sin obligarlos a entenderle, ni mentirles, ni engañarles. Si querían que buscara trabajo, lo haría; si no pensaban que fuese el momento de servir en la iglesia, dejaría de forzarlo.

Aunque no tenía ni idea de lo que le esperaba el resto de aquel año, había pasado más tiempo con su madre el mes anterior. La ayudó a limpiar el garaje y se encargó tanto de los perros como de Cairo para que a ella no le estresara ese trabajo; le había contado de sus clases en la universidad y de cómo había conocido a Erin, por lo que la echó de menos cuando emprendió el viaje solo con Raymond.

El intenso sol naranja, entre las nubes recortadas, se reflejaba en el pavimento. Respiró hondo. No debía de causarle tanta ansiedad una ciudad, pero desde que había dejado Saint Andrews, algo faltaba por encajar en su corazón. Hasta que no se distrajo mirando los semáforos recortados contra el cielo, delineados por un cegador brillo dorado, su respiración no se reguló.

Raymond le preguntó cómo estaba Erin y Alec le contestó que bien.

—¿No quiere venir a Canadá?

Alec lo miró de reojo.

—Algún día, espero. Quiero casarme con ella.

Esperaba que se indignara, pero su padrastro asintió y a Alec le dio la sensación de que estaba procesando muchas cosas al mismo tiempo.

Se abrazó a sí mismo.

—Pero me esforzaré —murmuró— y encontraré trabajo. Lo haré bien, lo prometo.

—Encontrarás algo que te guste —le dijo Raymond, sin mirarlo; se habían adentrado en la autopista ámbar, flanqueada por altos pinos al lado derecho—. ¿Irás el domingo a la iglesia?

—Sí.

Su padrastro le echó un rápido vistazo, aunque Alec había clavado los ojos azules en la carretera, porque no había esperado que accediera.

—Si empiezas a sentirte mal —soltó, despacio—, o te agobias, dímelo. Me sentaré contigo.

Alec contuvo la respiración. Probablemente su padrastro no tenía ni idea de lo que era un ataque de pánico o de ansiedad, ni jamás había sufrido uno, pero que intentara identificarlo como "agobio" despertó un rayito de esperanza dentro del alma del chico.

Y sin saber qué decir, o cómo agradecérselo, porque parpadeaba para no derramar lágrimas, terminó juntando las manos en su regazo y cerrando los ojos con todas sus fuerzas. Tal vez no necesitaba decirle nada, sino solo relajar los hombros y asentir. No se habría atrevido antes a bajar la guardia con él, pero lo hizo para despedazar el miedo. Nunca le perdería el miedo si no se convencía de que ya no volvería a gritarle.

Si estaba dispuesto a crear un plan con antelación para rescatarlo de sus ataques de ansiedad, Alec no se negaría. Necesitaba aprender a confiar en él.

—Vamos a parar aquí un momento, ¿vale?

Según el mapa, tardarían siete minutos más en llegar al salón de eventos que su hermana había reservado, por lo que Alec, confundido, paseó la mirada frente al estacionamiento ante él.

Reconocía la carretera y la enorme librería junto a la tienda de helados que solían visitar a principios de verano, antes de empezar la universidad; supuso que Raymond buscaba una gasolinera, pero cuando le pidió que se bajase, se extrañó.

Y en cuanto distinguió a dónde iban, se le volcó el corazón en el pecho.

Entró porque su padrastro abrió la puerta, pero se congeló, de pie sobre la alfombrilla. La suave música de vinilo atravesó sus oídos y el tiempo se detuvo; ante él, largos pasillos se abrían con estantes y paredes de todo tipo de instrumentos, desde violines y baterías hasta pianos y equipos de sonido, despuntando manchas negras, rojas y doradas que contrastaban con la madera maciza de las placas y los relucientes suelos cafés.

—Elige la que quieras.

Alec miró a Raymond, sin oxígeno en los pulmones.

—Pero... —Tuvo que obligarse a tragar: se le había secado la boca—. No quiero tocar.

Raymond frunció el ceño.

—Creía que te gustaba.

—Ya no.

Estaba aterrado. Había palidecido considerablemente en cuestión de segundos y Raymond, que temió que se le bajara la presión, se le acercó para apretarle el hombro.

—Deberías tener una —le dijo, calmado—, por si acaso vuelve a gustarte.

—Pero crees que esto es de fracasados.

Raymond no contestó. Aunque era cierto que seguía pensando que los ministerios de alabanza no debían depender de ofrendas y que los artistas cristianos no eran bien pagados, no lo dijo, sino que se limitó a tomar una profunda bocanada de aire.

—Bueno, creo que todos somos necesarios en el cuerpo de la iglesia —musitó, sin quitar la mano del hombro de Alec—. Tampoco es fácil componer: es un don de Dios. De todos modos, no está de más trabajar mientras sirves, en el ministerio que sea.

—¿Estás seguro?

—Lo que intento decir es que yo me equivoqué. No debí tocar tus cosas, Alec. Elige la que quieras. Además, ¿no sonaría mejor que toques tú mismo en lugar de seguir una pista?

Alec lo miró. Sus ojos grises no expresaban nada, como de costumbre, pero esta vez, no tuvo miedo de sostenerle la mirada. Incluso estuvo a punto de sonreír un poco. Se refería a la boda de su hermana.

—Pero no me sé los acordes de memoria —susurró.

—Llevas cuatro días cantando la misma canción —se quejó—. Creo que puedes aprenderte los acordes en diez minutos.

—No sé si seré capaz de...

—Si tú no cantas, las piedras lo harán.

Hasta que Alec no liberó los puños, no se percató de que le sudaban las manos. Volvió a observar los pasillos y los brillantes instrumentos colgados, y por fin se dirigió al área de guitarras, en busca de una acústica, como la que Erin le había regalado.

Las tomaba para comprobar el tamaño y el peso, y las colgaba para probar con otra. Necesitaba revisar las cuerdas y la calidad de la madera, y probar el sonido, aunque no disponía de un afinador.

Tenía miedo de volver a cantar y a componer, así que se dijo que la guardaría bajo la cama como una reliquia y solo la tocaría cuando su padrastro no estuviera. Era la única forma de asegurarse de no molestarle. Porque aferrarse a esas seis cuerdas disipaba todos sus nervios.

Si dos o tres años antes alguien le hubiera dicho que su padrastro gastaría de su sueldo para comprarle una guitarra, con funda y afinador, habría dicho que era imposible.

A Raymond Clay él no le importaba.

Pero ese día, regresó al auto con su nueva guitarra, la cual su padrastro subió él mismo a los asientos traseros. Y en cuanto Alec se hubo sentado de copiloto, antes de ponerse el cinturón de seguridad, Raymond lo volvió a llamar:

—Esto es tuyo.

Al voltear, los ojos de Alec bajaron de inmediato a lo que le tendía.

Era su viejo cuaderno, ese de espiral, donde anotaba los acordes de la guitarra, las estrofas y versos que se le ocurrían, que había olvidado hecho pedazos en el suelo de su cuarto, pero ahora las portadas y las páginas caídas se mantenían unidas por cinta adhesiva transparente. Se veía mucho más arrugado de lo que Alec recordaba.

—¿Lo leíste? —inquirió, abiertos los ojos al máximo, pero Raymond negó.

—No, solamente intenté arreglarlo —admitió—. Lo compensaré con uno nuevo, no lo dudes. Esto es por si querías recuperar lo que tenías escrito.

Los latidos de Alec se dispararon. Elevó los ojos hacia su padrastro; se le habían enrojecido los labios.

—Ray, siento mucho...

—No lo sientas. Yo lo siento.

—Pero yo te mentí, te... Todo este tiempo, no he sido buen hijo ni...

—Eres el mejor hijo que podría haber pedido.

No había terminado cuando Alec se estampó contra él.

Desde su asiento, dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre el de Raymond, que no se movió. Aferrado a su camiseta, sin fuerza en los dedos, escondió el rostro en su hombro para que no viese el agua en sus ojos. Resoplaba para no derramar lágrimas, pero no pudo reprimirlas cuando sintió una de las manos de su padrastro posarse sobre su brazo.

—Ya, no llores.

El chico sollozó.

—Es que me siento muy culpable por...

—Nadie te está culpando de nada, entiéndelo.

Reuniendo fuerzas, el chico apretó la camiseta gris de su padrastro en su puño. Ya empapaba de lágrimas su fuerte brazo, porque no lograba detener las lágrimas.

—Gracias.

Sintió a Raymond apoyar la mejilla contra su cabeza.

—De nada, Alec.

Apartándose lentamente, Alec se limpió la cara con las palmas de las manos. Odiaría que sus ojeras rojizas evidenciaran que había llorado.

—¿Estás orgulloso de mí?

Raymond, que había introducido la llave en el contacto, lo miró. No se enfocó demasiado en las lágrimas de Alec, ni en su cabello rubio, ni en sus ojos cristalizados.

Alec, todavía hipando, contuvo la respiración. Raymond nunca decía que estaba orgulloso de nadie, así que estaba preparado para escucharle decir "estoy feliz por ti" o algo por el estilo. Pero no ocurrió.

—Siempre lo he estado.

Alec se recostó contra el asiento cuando el coche arrancó.

Porque la persona de la que menos había esperado aprender le estaba enseñando más que ninguna otra que Dios lo amaba.

Que el amor de Dios por él no crecía porque ya era eterno. Y ese amor nunca dejaría de bastar. Era un amor que tenía miles de formas, desde un mejor amigo que siempre contestaba sus llamadas hasta ese mensaje rogándole un discipulado, incluyendo a esos padres que no tenían ni idea de los litros de lágrimas que él había llorado pero aún así habían caminado mil pasos más cuando aún estaba lejos para regresarlo a casa.

Cuando miró de nuevo la carretera anaranjada frente a ellos, respiró hondo.

Ya estaba en casa.

F I N

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro