Capítulo I: La obsesión

Màu nền
Font chữ
Font size
Chiều cao dòng

Sheffield, Inglaterra
Noviembre de 1839


—No. No, no, no. Por Dios, si vas a tocar como una gárgola zurda, entonces yo ya no tengo nada más que hacer aquí. No quiero ni el dinero.

—Lot, Lot. Tranquilízate. Eres tú el que escribe como el culo. ¿Qué se supone que has anotado aquí?

Lothaire respiró muy hondo. Sabía perfectamente que su música era digna de un genio, pero no su caligrafía. Se pasó una mano por la melena desaliñada, que comenzaba a clarear en algunos mechones incipientes. Estaba muy envejecido para sus cuarenta y dos años edad. Siempre se lo recordaban cuando empezaba a toser como un viejo cascarrabias que se lamentaba por existir.

Sentado frente al piano todo cambiaba. El viejo Lot era Lothaire Von Stein, y su gesto iracundo y arrugado se acentuaba y se suavizaba todavía más para dar paso al genio que caracterizaba su obra.

Vance, por su parte, se limitó a sonreír con picardía al ver su reflejo en la reluciente madera barnizada.

Nada había cambiado desde su primera clase frente a ese viejo piano.

—No es tan complicado de entender. Si tuvieras un poco más de luces verías perfectamente que estas semicorcheas están claramente separadas de las anteriores —protestó Lothaire, señalando su propia obra como si esta fuera a hablar y darle la razón—. ¡Ya está!

—Si lo viera perfectamente no me habría equivocado. ¿No crees?

—Te habrías equivocado igualmente aunque lo vieras. ¡Bah! Agotas mi paciencia, chico. Ni siquiera sé qué tipo de interés tienes en seguir aprendiendo a tocar.

Vance sonrió. Era experto en sacarle de quicio.

—Me gusta. Además, algún día tocaré contigo en algún concierto. Lo prometí.

Pero Lothaire no estaba tan seguro de eso. Su gesto, aún así, pareció suavizarse mínimamente en lo que contemplaba al chico. Vance supo perfectamente lo que pasaba por esa cabeza, y aún así prefirió no hurgar en la herida.

—Eras un crio que no me llegaba a la rodilla cuando dijiste eso. Madura un poco.

—Lo he hecho, y sigo pensando lo mismo. ¿Qué tiene de malo?

—Que aunque seas un alumno brillante no le dedicas ni la mitad de tiempo que deberías dedicarle a estudiar, chico. Así no vas a tocar en ninguna parte —rumió  Lothaire, bajando bastante la voz.

—Pero es más divertido dejar que me corrijas todo el tiempo. Reconoce que te encanta oírte hablar.

—Eres insufrible.

Pero ahí estaba. Todavía estaba ahí el gesto que le había visto a ese pobre diablo diablo alguna que otra vez y que pensó que había soñado. El ceño de Lothaire se frunció, y no fruto de la frustración. Tampoco se encogió su boca en una mueca de desagrado, sino en una que se escondía bajo el ligero rubor —¿rubor?— que decoraba su maltratada piel, en absoluto resultado de años abusando de la botella.

Vance, aun así, se inclinó ligeramente hacia él con un amago de sonrisa y un murmullo que nadie más salvo él podría oír.

—...Reconoce que disfrutas de mi compañía tanto como yo de la tuya. Nadie te aguanta como yo.

Lothaire se revolvió en el sitio. No le miró.

—Hago esto por dinero y porque tu padre es amigo mío. Se acabó.

—Lot, vamos...

—No me llames Lot —le gruñó, pasándose una mano por la cara antes de apoyarla en el atril del piano, exhalando con fuerza—. Por favor te lo pido, vamos a continuar.

Pero Vance no se dio por vencido. Decidió darle un pequeño margen antes de ver cómo, tras cierta duda, Lothaire le miró de soslayo y frunció los labios en una muy fina línea.

—...Eres buen chico. Qué se supone que tengo que decir.

Vance sonrió, remolón.

—Que disfrutas de mi compañía. Que es tu compañía favorita.

—Eso es ment...

—Lot.

El pobre alemán miró al techo y le imploró al cielo que se ocultaba tras él que le diera paciencia, y no fuerza. Tampoco ayudó el hecho de que el chico le rozara a propósito con esa rodilla cuando la movió hacia él, y el compositor cerró los ojos de nuevo.

Después de aflojarse el pañuelo del cuello con cierta torpeza, Lothaire miró en dirección al chico.

Dudó más de lo necesario, pero Vance se estremeció cuando le vio aproximarse y sintió su cálido aliento en el oído al pronunciar aquellas palabras. Nadie más tenía que oírlo. Además, nadie debería ser testigo de cómo aquellas palabras en aquel idioma tan duro y frío se derramaban como si de miel se tratase.

Nadie debería ver, tampoco, cómo una mano se apoyaba en el muslo del chico para apretar la carne sobre la ropa y, muy lentamente, dejar que sus dedos viajasen hacia su entrepierna con la misma lentitud. El roce de sus labios contra su sien, cuando siguió murmurándole aquellas ternuras guturales, era un secreto que estaba dispuesto a conservar en cuanto sintió que aquella mano se apoderaba, por encima de la ropa, del deseo que había emergido con tanta facilidad.

Vance dejó escapar un suspiro de placer que se perdió en el aire cuando se aplastó contra el pianista, pero lo que no esperaba era el sonoro manotazo contra la madera del instrumento que hizo que se sobresaltara.

—¿...Me estás escuchando? Chico.

Vance volvió en sí tan repentinamente que casi se cae de la silla, con un rubor delator decorando su nariz y sus orejas. ¿En qué estaba pensando? Bueno. Sabía perfectamente en lo que estaba pensando, no sabía dónde meterse en ese momento.

—Estaba diciendo que estas semicorcheas están perfectamente separadas de las anteriores —continuó Lothaire tan toscamente como siempre— . ¿Me estás prestando atención o estoy perdiendo el tiempo otra vez?

Vance carraspeó.

—No, no. Quiero decir... Sí. Te estoy prestando atención. Disculpa.

Pero Lothaire no le creyó lo más mínimo. Le conocía desde hacía años. Le conocía lo suficiente como para saber que mentía, pero no tanto como para entrever qué pasaba por la cabeza del joven.

Armándose de paciencia, Lothaire depositó la pluma sobre el atril.

—Cuéntame, a ver. ¿Qué se supone que te pasa ahora? ¿Es por tu cumpleaños? Entiendo que no se cumplen veinticinco todos los días, pero vas a seguir cumpliendo años toda tu vida. No es un evento tan especial como para q...

—No. No, no es eso. Eso le preocupa a mi madre. Yo estoy... bien. Tal vez haya dormido mal esta noche. No tiene importancia. ¿Podrías volver a tocar este pasaje?

El alemán desconfió por unos momentos, pero pareció ceder bajo algún gruñido apenas perceptible.

Dándose unos momentos de tregua, el joven Vance Creswell cerró los ojos y respiró hondo. Oírle tocar el piano de esa forma tan exquisita le relajaba. Siempre le ayudaba a no pensar, incluso cuando se suponía que debería estar prestando atención la interpretación de su propia obra para entenderla. Vance estaba tan abochornado como agobiado.

Notar cómo su maestro se movía suavemente sobre aquel banco mientras ejecutaba la pieza, le añadía una capa más de complejidad al amasijo de sentimientos y pensamientos que  en ese momento, enturbiaban su nula concentración. Podía oír sus respiraciones, pero nunca cómo sus dedos tropezaban al volar sobre las teclas. Todo en Lothaire era limpio. Su técnica, su velocidad. Lothaire era pulcro y, su asertividad, a menudo rayana en la honestidad hiriente, era incluso palpable a través de aquellos acordes.

Era fácil paladear los recuerdos de su juventud en los que Lothaire había comenzado a cobrar protagonismo. La primera vez que lo conoció apenas acababa de cumplir quince años, y sin embargo lo recordaba como si fuera ayer.

Su padre, íntimo amigo del pianista desde su juventud, le había invitado a pasar sus primeras Navidades en Inglaterra junto a su familia en la casona de los Creswell, perdida en mitad de los campos de Sheffield. Poco sabía Vance de su emigración desde Alemania o de los motivos; Lothaire tampoco se explayó nunca y esquivaba el tema con una ironía muy ácida.

Vance estaba regresando a casa esa tarde cuando, desconocedor de que iban a tener visita durante unas semanas, se topó con la figura alta y por aquel entonces esbelta figura del alemán. El joven Creswell todavía recordaba cómo pensó que se trataría de algún político con los que se codeaba su padre, hasta que aquel hombre de gesto tan hosco se lo quedó mirando en completo silencio. Casi como si le estuviera juzgando profundamente.

—Tú debes de ser el crio pequeño de Edward. ¿No?

Tenía un acento tan marcado que casi le sobrecogió, pero Vance asintió al cabo de unos segundos. ¿Los alemanes eran todos tan... Tan?

—Sí, señor. Soy yo.

—Vance. ¿Eres Vance? Qué nombre de... —algo chapurreó en su idioma.

—...Soy yo, señor. ¿Y usted es?

—El que le pagó este casoplón a tu padre. ¿No te ha hablado de mí?

Aún a día de hoy, Vance todavía no entendía por qué le mintió de aquel modo. Tal vez fanfarroneara en su inexistente forma de hacer amigos. Especialmente con adolescentes. Aún así, Vance negó.

—No sé quién es, señor.

—Mejor para ti. ¿Me dices dónde está tu padre?

Vance pensó que no le gustaban los niños, aunque ya no era un crio. Hinchó el pecho como si con eso se echado años encima e hizo del chico de la casa  señalando en dirección a la entrada trasera por el jardín.

—No debería costarle encontrarle en la fuente. Lleva muchos días seguidos leyendo ahí.

Lothaire se mantuvo en silencio, sopesando sus opciones hasta que observó la dirección en la que señaló el crio. Ese ceño todavía no era tan oscuro no se daba tanta sombra por aquel entonces. Todavía no estaba harto de la vida.

—Bien. Buen chico.

Y allí le dejó, con la amarga sensación de que se perdía muchas cosas con la impaciencia propia de un crío que quiere entender el motivo detrás de todo. Sobre todo de semejante visita de semejante personaje.

Fue aquella misma noche cuando comprendió, por fin, que aquel hombre no era un cualquiera.

Su fría intervención con él le había dejado un ligero sabor de boca a decepción, y sin embargo ansiaba saber todavía más de él. Apenas le oyó hablar durante la cena, pero sus inquietos ojos azules no abandonaron la figura del alemán en toda la velada. Este ni siquiera se inmutaba, y tampoco tenía mucho más interés en relacionarse con alguien que no fuera su padre, Edward. Su hermana mayor, Charlotte, tampoco conseguía hacerle hablar más de dos monosílabos seguidos.

—Es de pocas palabras —hubo dicho el señor Creswell, excusándole con una de esas sonrisas tan pagadas de sí mismas—. Todo lo que no dice lo piensa tan alto que casi puedo oírlo.

A los hermanos los despacharon pronto para que se retiraran a dormir, pues tenían que tratar de asuntos de amistades que sólo los adultos comprendían. Vance protestó lo justo como para que Charlotte tirara de su mano escaleras arriba. Al menos hasta que ambos quedaron lo suficientemente ocultos tras la gruesa barandilla de madera. Así, detrás de la esquina y asomando las naricillas por las rendijas de la baranda, los dos hermanos se arrodillaron en secreto para intentar oír algo.

—Si mamá estuviera aquí, ya sabríamos si está casado, si tiene hijos, y si tiene intención de volver a casarse —susurró Charlotte con molestia.

Vance miró a su hermana en silencio. No tardarían en saber que ni estaba casado ni tenía hijos, teniendo en cuenta su avunagrado caracter. Para cuando abrió la boca para responder, un tipo de melodía que nunca antes se había oído en esa casa comenzó a resonar por sus infinitas paredes, siempre tan vacías y frías. Los hermanos se observaron en silencio; se trataba del viejo piano de su madre, bajo cuyas patas habían jugado tantas horas con sus muñecos, simulando que eran torres y fortalezas.

—¿Es papá?

Pero Vance no fue capaz de responder la pregunta de su hermana. Encajó la carita contra los barrotes de madera, con la boca ligeramente entreabierta, mientras escuchaba absolutamente estupefacto aquel instrumento ligeramente desafinado y tan... lóbrego.

Aquello no podía tocarlo su padre. Era alguien demasiado radiante y superficial como para siquiera sacar aquello de algún rincón de sí mismo, pensó Vance. Aquello... no sabía de dónde salía, ni cómo, hasta que lo comprendió al ver la espalda de aquel extranjero balancearse, encorvado, sobre las teclas del piano.

Vance ni siquiera se dio cuenta de que había bajado unos cuantos escalones por tal de oír mejor aquella pieza tan triste y, por tanto, ser testigo del autor que le estaba dando vida en ese momento. No se percató de cómo casi aterrizaba de bruces en el suelo por no mirar dónde pisaba y, en absoluto silencio, se sentó a observarle en la distancia de aquel largo pasillo.

Pasarían muchas noches aquellas Navidades en las que el joven se escabulliría y se sentaría a escuchar al alemán que parecía una persona cuando se sentaba a tocar. Cada vez se sentaba un poquito más cerca hasta que, una noche, reunió el valor suficiente como para caminar paso a paso y sentarse en el sillón orejero de su padre, situado estratégicamente tras el compositor.

Si bien aquel hombre no le oyó, o decidió ignorarle, Vance lo desconocía. Su padre no estaba presente aquella noche. Supuso que se había ido a dormir hacía poco, porque el extranjero tocaba con el pedal que sofocaba aquel sonido pisado.

Vance nunca supo cuántas horas pasaron sin que se percatase de su presencia. Tampoco supo cuándo exactamente se rindió al sueño, acunado por las líneas invisibles de aquellas melodías que, sordas y opacas, le transportaron a algún lugar muy lejos de allí.

Vance tampoco supo cuándo aquel hombre tan severo le cogió en brazos y le llevó a su cama para que continuara descansando, y siempre se lamentaría al preguntarse si, por aquel entonces, ya olía al cálido jabón que siempre había conocido.

Todavía reconocía en el viejo Lot, su viejo Lot, aquel gesto discreto de compasión, o tal vez ternura, hacia el hijo de su mejor amigo. El tiempo y las experiencias de las que apenas hablaba le habían curtido todavía más en el muro opaco del que no salía ningún tipo de información y a través del que, sin embargo, entraban muchos más detalles de los que Vance sería alguna vez consciente. No tardó en darse cuenta de que Lothaire callaba más de lo que hablaba, pero también retenía en su memoria de forma inadvertida hasta la más ínfima de las absurdeces si el tema le causaba interés.

Con respecto a cuándo comenzó a sentir otras cosas que ya no eran rayanas en la admiración hacia aquel compositor... bueno. Vance no estaba muy seguro de cuándo fue exactamente, pero rememoraba el día en el que, por primera vez, sintió escalofríos al tocar a alguien.

Desde el silencio de la celda en la que vivía dentro de aquellas paredes, desde la probable falta de muchos tipos de atención, el hecho de que Lothaire aceptara enseñarle a arrancarle canciones a un piano hizo que Vance se diera cuenta de cuantísimo había echado de menos saber que alguien estaba orgulloso de él.

Fue un gesto simple. Una estupidez, tal vez. Cuando apenas empezó a usar las dos manos por separado sobre aquel teclado, no fue consciente de la velocidad con la que entendió la naturaleza de su funcionamiento, de cómo tenía que independizar tantos hemisferios de su cuerpo al tocar. Apenas hizo falta una pequeña corrección por parte de Lothaire. Apenas un segundo en el que tomó su mano para ahuecarla sobre las teclas y guiarla sobre las mismas con la suya propia, más grande, cálida y áspera que la suya... y Vance sintió por primera vez que tenía los veinte años que cumplió hacía unos meses. De pronto se sintió adulto, como si le hubieran estampado en toda la cara cinco verdades y roto otras cinco mentiras que hasta entonces no había asociado a la realidad.

La sonrisa de Lothaire cuando se corrigió temblorosamente fue lo que le convenció de que, pasara lo que pasara, quería seguir arrancándole esas dulces muestras de orgullo tan extrañas y a las que no estaba acostumbrado.

Desde aquella tarde, Vance no volvió a sentirse de la misma forma en presencia de aquel al que, hasta hoy, llamaba Lot. Y nadie más le llamaba Lot. Nadie podría sacarle de quicio como lo hacía él, porque desde muy pronto se supo el alumno favorito del alemán y, consecuentemente, una amistad cercana, probablemente forjada a través de la que ya mantenía con su padre desde hacía tantos años.

Tal vez, pensaba Vance a menudo, a  Lothaire le gustaba saberse honrado de aquella forma. Alabado en silencio, quizá. Su genio era el genio de alguien a quien le hacía falta mucho ego para llenarlo mínimamente, pero con Vance era suficiente. Era un acuerdo mudo que, con suerte, no sólo existía en la cabeza de aquel pobre muchacho que había vuelto a distraerse durante su lección.

No se había dado cuenta de cuándo había dejado Lothaire de tocar. De pronto se encontró con su mirada cansada, terca y notablemente irritada... pero algo hizo que suavizara la expresión. Algo le dio años de juventud.

—Empiezo a pensar que te ocurre algo de verdad, chico. Normalmente no te abstraes tanto.

Vance... simplemente sonrió, descansando la cabeza contra la oreja del sillón.

—Creo que a veces no me doy cuenta de lo afortunado que soy —murmuró, restándole importancia—. Eres demasiado paciente conmigo.

—Hasta que deje de serlo.

—No lo harás.

Algo en la confianza con la que Vance respondió hizo que Lothaire se quedara un poco callado. Casi como si el chico hubiera atravesado de algún modo su pensamiento. Tras unos largos segundos en los que se limitó a contemplar al chico, Lothaire finalmente se giró de nuevo hacia el piano.

Y así, volviendo a llenar aquel silencio que ya había llenado Vance con sus pensamientos, Lothaire volvió a tocar.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen2U.Pro