El aullido del viento

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En la mañana del huracán, Baton Rouge despertó ante un amanecer rojo, de esos que anuncian tormentas masivas. Un poco después de las cinco de la tarde, algunas iglesias habían abierto sus puertas a personas que no estaban seguras si sus hogares soportarían el viento o el torrente de aguas.

—Si lo deseas, padre, podemos abrir la casa a unos cuantos que quieran pernoctar. Esto nos ganaría buena voluntad en el pueblo. —A los doce años, Eleanor Leese había recibido instrucciones sobre cómo administrar una casa en preparación para su futuro como novia y esposa, pero no tenía la última palabra.
Era una hija obediente, pero sentirse en muchos casos marginada por la voluntad de su padre le provocaba un grado de resentimiento, el cual trató de superar convirtiéndose en una católica devota desde temprana edad. De nada sirvió. Se sentía incómoda cuando descubría que su padre no estaba tan abierto a las prácticas de la iglesia y el trabajo caritativo como ella, especialmente cuando se trataba de asuntos que involucraban la propiedad.

—La casa permanece cerrada —comentó su padre—, la muerte es cuestión de suertes echadas. El que está de morir lo hará en la calle o bajo el techo más seguro. Lo mismo se puede decir sobre el que vea la luz del día. Tan simple como eso. Ve con Clara, tu hermano y hermana. No hablaré más de esto.

Estuviera de acuerdo con él o no, Eleanor tenía el hábito de no dejar conversaciones colgadas con su padre. Se acercó para darle un beso suave y amoroso en la mejilla; buenas costumbres aprendidas de su madre.

De los chicos de la casa, ella era la única que recordaba tiempos más felices y de vez en cuando, cuando la boca de su padre se curvaba en una sonrisa, se daba el lujo de tener una esperanza. Se desanimó cuando Kendall acepto su demostración de cariño, pero tomó la botella de whisky del estante superior y la despidió sin más interés.

En esto se habían convertido los días para su padre, siempre manteniéndoles a la distancia, como si tuviera miedo de que, de acercarse, sus hijos fueran a descubrir que su rostro no era más que una máscara. Tomó un sorbo del vaso, y giró la silla como si fuese más divertido el fingir mirar a través de una ventana cerrada hacia la línea de árboles que dividían la propiedad del bosque cercano. Cualquier cosa antes de dedicarle un minuto más de su tiempo.

Eleanor suspiró de la forma más dramática, pero no tuvo efecto.

Su padre no tenía tiempo para aguantar sus demandas de atención. Se preparaba para una larga noche, esperando escuchar el aullido del viento ...

***

—¿Qué está pasando afuera? —En un principio, Ruth pensó que sería divertido pasar la noche en la habitación del señor Leese, junto a los niños de la casa. Era uno de esos pocos lugares en la mansión donde hasta los hijos del señor tenían prohibido entrar, a menos que estuvieran en compañía de su padre. Las habitaciones privadas eran toda una tentación para los curiosos. Esta, en particular, ocupaba la mitad del segundo piso. Una casa dentro de la casa. Nada de emocionante resultó, no con una terrible tormenta que la tenía aterrada.

Si bien Ruth estaba acostumbrada a compartir la atención de su madre con Kendra, ahora había otros dos niños de los que Clara debía cuidar. Su madre estaba arrodillada junto a la cama improvisada en la pared opuesta, peinando el cabello castaño de Tobías. El chico no quería que nadie supiera que tenía miedo, pero era obvio.

—Shh. Creo que la tormenta está diciendo algo. —La niña no era de ayuda. Por lo general eran muy unidas, juntas exploraban con toda curiosidad y enfrentaban sus miedos. Esa noche, Kendra decidió retirarse a un mundo propio en cuanto los vientos comenzaron a levantarse.

—¡Suspende tus tonterías, niña! ¡Estás asustando a tu amiga! —Eleonor nunca faltó a su papel de hija amorosa, pero igualmente disfrutaba de hacer la vida imposible para sus hermanos menores. A espaldas de los adultos gustaba de ejercer sobre ellos la autoridad que le negaba su padre—. ¡Vengan las dos! A la cama de papá. Él pasará la noche en el estudio y Clara tiene las manos llenas con Toby. Alégrate de que la casa pueda con el mal tiempo. Es cuestión de poner de tu parte y dejar las payasadas. Es solo viento y agua.

—Solo el viento, y un hombre muerto que llega con la lluvia. Viene silbando entre las colinas...

—¡¿Qué?! —Eleanor se detuvo en seco; sus labios se convirtieron en una línea fina cargada de frustración. Le había pedido a su hermana pequeña que le hiciera un favor y se fuera a la cama y la niña decidió ponerse extraña. Ruth chilló y se llevó las manos a los oídos, no pudo soportar más.

—Tranquila, Kendra, querida. —Clara, finalmente, consiguió que Toby se quedara dormido—. Lo siento, señorita Eleanor. —La mujer ocupó el lugar de la hija mayor junto a la cama, terminando de arropar a las pequeñas. Redujo su voz a un suave susurro para     comentar—. Ella ha estado escuchando historias sobre la crecida del arroyo. Ya sabe que estas son tierras bajas y antes de que los españoles construyeran tumbas abovedadas, cualquier tormenta que trajera más de un escupitajo del agua terminaba arrastrando a los muertos fuera de sus hoyos y haciéndolos desfilar por las calles.

—¡Por supuesto! ¡Es una iniciativa muy tuya educar a mi hermana con puro cuento de barrio! Debe haber algo más que la niña pueda aprender, que no sean historias huecas y cuentos de terror. ¡Mi padre se enterará de esto! —Eleanor escogió acostarse del lado opuesto de la cama. Se sintió bien tener la última palabra. Mientras intentaba en vano descansar un poco, no pudo evitar molestarse al aceptar que su padre dejaba que Clara hiciera lo que le entrara en gana, y poco le importaba.

***

Los vientos arremetieron con toda fuerza contra la estructura, arrancando algunos de los paneles y molduras alrededor de la casa. Un roble centenario fue impactado por un rayo y una de sus ramas reventó el vidrio de la ventana en el primer piso, justo al lado del porche. Los niños tenían órdenes de mantenerse en la habitación. No era el momento de andar por la casa.

Tan pronto como encontró un minuto, Clara bajó las escaleras hacia el estudio. Dejó las lámparas de gas en el segundo piso, para que los chicos no se despertaran a oscuras, en caso de que el viento y el agua les interrumpiera el sueño que tanto les costó conciliar.

—¿Todo bien, señor Leese? No se preocupe, no vengo a pedirle que suba. Los niños están bien. Verlo allá arriba podría hacerles pensar que las cosas están peor de lo que imaginan. Son curiosos esos chicos, o curiosa su forma de criarlos, así como que mientras menos lo vean, mejor. En fin, ¿necesita algo?

Una poderosa ráfaga de viento hizo vibrar el ventanal y la habitación se iluminó cuando el efecto de un rayo se filtró entre las rendijas de las ventanas cubiertas. Kendall Leese estaba sentado donde mismo lo había dejado Eleanor, en completo silencio, con un trago a medio terminar. No era un hombre dado al alcohol, probablemente era el mismo trago que se había servido al despedirse de su hija. Más que una delicia al paladar, encontraba reconfortante el aroma del whiskey y el sentir peso del cristal en sus manos. El dueño de la casa giró la silla para atender a Clara.

Era un hombre apuesto, de unos treinta y cinco años, con un suave toque de castaño rojizo en el cabello y la sombra de una incipiente barba. Sus labios contaban con un arco de cupido bien delineado, detalle curioso en una cara de facciones tan masculinas. Ojos azules se encontraron con los de Clara en la oscuridad, y la mujer pensó por un instante que les había detectado un destello plateado. Kendall Leese se levantó de la silla. Desde que murió su esposa, se había vuelto retraído y tendía a encorvar los hombros de manera inconsciente, como si quisiera hacerse menos, pero en realidad medía más de un metro ochenta. El parpadeo de un candelabro hizo que Clara se cuestionara si en sus labios se había dibujado una efímera sonrisa o si se trataba de un truco de luz tenue bañando su rostro. Alguna vez había sido generoso en extremo con sus afectos, pero después de la guerra no le sobró el tiempo para cortesías.

—Dime qué se te ofrece. No hubieras venido aquí si no fuera por la niña. No hay necesidad de hacerme creer que te importo en lo absoluto.

Clara pensó en comentar sobre sus suposiciones, pero no habría importado.

—La niña dice que puede oír a los muertos en la colina. —La creciente frustración la hizo escupir las palabras, casi con rabia—. ¡Maldita señora Adams! ¡Tiene la audacia de llamarme bruja y mujer de mala reputación! Es ella quien condena a la niña con su sospecha y ese hoyo negro al que llama corazón. El mal llama al mal. Y esa mujer es lo peor de lo peor, envuelta en su manto de santa partera.

Clara conocía las historias: el daño que llegó por manos de esa mujer a los mestizos y a los franceses empobrecidos. Trabajando en las sombras, protegida por la bondad de su ignorante esposo, la tan bien querida señora Adams provocaba pérdidas de embarazos que después justificaba como abortos espontáneos ante infelices sin el menor conocimiento. Se había mordido la lengua cinco años atrás, cuando llamaron a la mujer para que atendiera las labores de la señora Miranda, solo porque ella estaría presente para vigilar su proceder. Pero Miranda se les fue de las manos de forma natural. Eso no significó que la partera no se regocijara. Clara nunca odió a alguien con tanta intensidad como a esa mujer.

—Calma, mujer, que el odio no te sienta. —Kendall cerró el espacio entre ellos, extendiendo la mano para acariciar su mejilla. Los nervios se hicieron evidentes en Clara. El señor tenía las mangas arremangadas y ella podía ver las huellas de tres profundas cicatrices que recorrían en diagonal su antebrazo. A cualquier otro hombre, semejantes heridas le hubiesen costado perder una extremidad—. Has hecho bien tu trabajo. Nada podrá dañar a la niña. Desde el momento de su nacimiento hasta su séptimo cumpleaños, ambos veremos que ella no sufra ningún mal, y luego podremos olvidarnos de esta pesadilla. Podremos darnos el lujo de celebrarla y mimarla, tal y como Miranda lo hubiera querido. Tengo un mundo que reponerle a mi hija. —Su aliento tenía un toque suave de licor y especias, pero cuando sus manos enmarcaron el rostro de Clara, obligándola a levantar la vista, la mujer vio en sus ojos la claridad inconfundible de aquellos que están perfectamente sobrios.

—Recuérdame mis razones, Clara. ¿Qué me mantiene ileso? ¿Qué debo hacer para proteger a mi hija?

Clara le indicó que extendiera su brazo, creando esa distancia segura destinada a mantener intacto su buen nombre, y le bajó la manga derecha con sumo cuidado, no sin antes volver a mirar las cicatrices. A la luz de las velas, parecían el toque de dedos fantasmales.

—Estás aquí porque  alguien que bien te amaba murió, dejando tras de sí lo que debió ser lo mejor de ambos. Ahora queda en tus manos ver que lo peor desaparezca y quede enterrado. Un año y medio, Kendall. Un año y medio más. Por ella, por la niña.

Los ojos de la dama de compañía se detuvieron en el anillo de bodas que colgaba del cuello del señor Leese en una cadena de plata; un recordatorio constante de su devoción a Miranda. Se lo había quitado la noche de su muerte, pero desde entonces no había fallado en llevarlo consigo cual amuleto. La piel alrededor del anillo se veía magullada y enrojecida, lo que provocó la curiosidad de Clara.

Hizo una pausa considerando qué decir y esperando que sus palabras no lo molestaran. —Ven, deja el whisky. Sabemos que no te lo terminarás. No te servirá de nada. Preferiría que tomes el té. He guardado un poco. Está frío y será amargo, pero necesario.

—No hay razón para tomar el té esta noche.

—No hay razón para no hacerlo, señor Leese. —Clara desabrochó los botones de su camisa. Observó las marcas en su cuello y luego colocó la mano abierta sobre su pecho, pidiéndole que respirara lentamente. Leese la miró de la manera más alarmante, pero ella siguió presionando con más fuerza contra su piel expuesta—. Noches como estas nos inquietan, por fuera y por dentro. Deberíamos tomar precauciones.

***

Y así fue que mientras su padre se concentraba en calmar el ritmo de su propio corazón y Clara le convencía de tomar un remedio que podría matarlo, la niña se fue a explorar ...


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