Ese apego al dolor

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Baton Rouge, Louisiana

Diciembre del 1866

Se dice que la madre de la niña murió en agonía.

Comentan que la criatura la destrozó al asomarse de entre sus entrañas, mientras que la mujer, desesperada ante lo inevitable, al ver su vida perderse a gotas entre sus caderas ensangrentadas, intentó cruzar las piernas y detener el parto.

Se dice que los últimos gritos que escaparon de su boca se fundieron con las paredes, marchitaron las finas tallas de madera en los marcos de las ventanas e hicieron su hogar allí, solo para volver como un eco lejano, presagiando tormentas.

Los rumores son muchos, pero esta es la verdad.

La niña nació poco después de su hermano. Su gemelo nunca llegó a respirar por vez primera. Fue expulsado del cuerpo de su madre con el frío de la tumba pegado a la piel. Fue el pequeño quien mató a su madre. Venía mal acomodado, lo que hizo el parto difícil. Pero como es costumbre, a los muertos pertenece la veneración y el perdón otorgado por la memoria. Los vivos cargan con la culpa.

—El varoncito está muerto. Si esperamos por el doctor, el segundo bebé se va a ahogar antes de que tenga una oportunidad. —La partera abandonó a la paciente para cruzar algunas palabras con el padre. Su tono denotaba falta de empatía, como si esperara con ansias que el hombre le contestara con un "no hay problema, déjelos morir".

El padre parecía estar tomando preciado tiempo para decidir si deberían abrir el vientre de su esposa para permitir la llegada de la niña al mundo. El primero de los pequeños había nacido deforme y ante sus ojos, no era más que un pedazo de carne fría y gris. Le atormentaba la idea de arruinar lo que le quedaba de belleza a su compañera de vida, por lo que podía ser un intento infructuoso. Finalmente, el hombre respiró profundo y dijo: —Queda relevada de su responsabilidad, señora Adams. Es mi deber. Fui asistente médico durante la guerra. Solo marque dónde cortar. Mi experiencia no abarca mujeres.

—Ha dejado de respirar.  —La voz de la dama de compañía de su esposa se escuchaba tan alarmada como cargada de pena.

—¡Maldición, solo indiquen dónde cortar! —El hombre puso manos a la obra con la precisión de un cirujano y la labor libre de apasionamientos que se da en los carniceros. Cumplió la tarea impuesta, pero cuando llegó el momento de sacar la bebé, no pudo hacerlo. Se desplomó en la silla y lloró con todo su cuerpo, temblando cual hoja. Le tocó a la partera remover a la criatura. 

—También está muerta. No tiene nada a su favor. No respira. —La partera colocó el cuerpo de la pequeña junto al cadáver de la madre. Le echó un vistazo al padre, quien no se había movido y observaba absorto sus manos empapadas en sangre. La mujer tenía una expresión extraña en el rostro, desaprobación mezclada con asco. Desde que se percató de que eran dos criaturas, las comisuras de su boca se moldearon en una curva de severa.

—¿Qué tonterías dice, señora Adams? —Clara, la dama de compañía, tomó a la niña entre sus brazos. La bebé no tenía un matiz saludable y era lo suficientemente pequeña como para ser acunada a lo largo de su antebrazo, pero aún vivía. La mujer masajeó el pequeño pecho con sus dedos, golpeando levemente la espalda de la criatura—. ¿Se ha fijado en sus labios? Aún no están azules. No puedo creer que no pueda oír el ronroneo en su pecho. —Al ponerla boca abajo, la pequeña escupió mucosidad fresca y espesa. Encontró aire; anunciando en términos inequívocos que lucharía por ver salir el sol.

La niña, quien ahora era una criaturita temblorosa de tez rosada, se convirtió de forma inmediata en el encargo de la dama de compañía. La mujer ignoró a la partera, arropando a la pequeña en una sábana suave. Ni siquiera se molestó en presentársela al padre. Si la señora Adams quería sentirse útil, que hiciera los honores. Aliviada de mayores responsabilidades, la partera se dirigió al señor de la casa.

—El segundo nacimiento fue una niña. Contando al pequeño muerto, esta es la séptima hija de su esposa. Señor, no tenía idea de que su esposa esperaba gemelos. Ustedes siempre resolvieron sus asuntos con el doctor Brown. De haberlo sabido, yo no hubiese... De todas maneras, para bien o mal, es su hija. —Sus miradas se encontraron. La mujer trató de adivinar algún rastro de temor o reconocimiento que le permitiera seguir diciendo lo que pensaba. El hombre la hizo a un lado y volvió a la orilla de la cama, junto al cuerpo de su esposa.

—La vida es simplemente una serie de obstáculos en una carrera que termina en la tumba.

Kendall Leese quedó allí, tomando la mano de su mujer. Pensó, por un instante, si debería recuperar el anillo de bodas, el cual había puesto en su dedo casi quince años atrás. Decidió no hacerlo. Sería como añadir sal a una herida. Su mujer había sido tan fiel, que aun cuando el embarazo provocó que sus dedos se hincharan, optó por cargar el anillo en una cadena alrededor de su cuello. Esa pieza de plata que les unió en vida, descansaría para siempre entre sus pechos. El señor Leese no era tan constante con su anillo. Lo había removido unos días antes y de repente recordó haberlo dejado guardado en un pequeño cajón en su estudio. En ese momento, entendiéndose viudo, sintió la necesidad imperante de recuperarlo.

¿Cómo pudo haberlo olvidado, si ella nunca lo hizo?  Debía reparar su error de inmediato. Justo cuando se dirigía al estudio, la dama de compañía, quien se había llevado a la niña a la habitación contigua, salió a su encuentro.

—¿Qué nombre ha de ponerle a la niña? La señora Miranda hubiese querido algo especial. —La mujer se detuvo. Tenía algo más que añadir, pero debía escoger sus palabras con sumo cuidado—. Además, está el asunto de Jean Louis. Sé que hay todo un océano de por medio, pero debe notificarle. El hijo mayor debe saber de la muerte de su madre. Me consta que ha de estar ocupado con los asuntos del sepelio. Si quiere, mi esposo puede ir a buscar el notario que redacte una carta y...

—Jean Louis está en Francia, Clara. No voy a detener el sepelio por su causa. Lo único que hará el muchacho es probar mi paciencia y maldecir a su madre. Las notas de duelo pueden esperar. He de escribirle cuando el tiempo lo permita.  —Continuó con paso errático, como un animal herido, incapaz de procesar el dolor que le embargaba y dispuesto a atacar a todos, incluso a una criatura recién nacida—. Si quieres llamarla algo, llámala Kendra. ¿Por qué no combinar nuestros nombres? De todas maneras, hoy se ha llevado el alma de su madre y la mitad de la mía.

Clara apretó a la niña contra sí, como para protegerla de las palabras.

Solas una vez más, la partera y la criada, quien hace apenas unos meses había dado a luz, continuaron cuidando de la pequeña. Mientras que Clara descubría sus pechos para alimentar a la niña, consciente de que, de ese momento en adelante, alimentaria a dos, no pudo evitar pensar en voz alta—: ¿Cómo han de cambiar nuestras vidas? No me refiero a esta noche, sino a Navidades por venir. Serán agridulces, supongo. Por un lado, celebrando el nacimiento de nuestro Señor y el de esta pequeña, por otro, conmemorando el deceso de una madre, un hermano, una esposa, un hijo...

—¿Es Navidad? —La partera no quitó los ojos de encima de la niña—. ¿Te atreves a preguntar? —En su voz había un asomo de odio, el cual no se molestó en ocultar—. Los tuyos, los franceses, saben muy bien cómo puede resultar. No te hagas la tonta. Todo lo que sé ha llegado a mis oídos de los inmigrantes franceses de los malditos indios que aún se empeñan en hacer su hogar cerca de la civilización. ¡Esa criatura está maldita y tú, amparándola, estás tentando el curso de la naturaleza!

Clara no podía dar crédito a las palabras. No había derecho a cometer semejante falta de respeto.

—Para alguien cuyo trabajo es traer vida al mundo, se apresura a hablar de condenación. No soy mucho más que una sirvienta, pero si le digo al amo lo que usted acaba de decir, incluso en su dolor, encontrará tiempo para estrangularla. ¿Ha olvidado que la señora de esta casa también es francesa? —La criada se detuvo para sonreír. La bebé se prendió, hambrienta y desesperada por el calor de su cuerpo—. Pero no se preocupe, señora Adams, puede irse. Sé cómo manejarme con la pequeña. El doctor Brown vendrá pronto. Es un buen hombre y siempre ha estado al tanto de los niños. Si la señora no hubiera entrado en parto temprano, ¡ni siquiera hubiéramos considerado sus servicios!

El dueño despidió a la comadrona tras pagarle. Había cumplido y no se le pediría nada más. Abajo esperaban un sacerdote y un enterrador. El señor Leese se había encargado de enviar por ambos, como precaución.

A pesar de la hora, los hijos del matrimonio esperaban al pie de la escalera. El padre sostenía entre sus brazos a un niño somnoliento, el único niño que recibió algún tipo de simpatía directa. La señora Adams sabía que no debía detenerse a expresar condolencias. El duelo tenía tiempo y lugar y, a partir de ese momento, era preferible marcharse. Las lágrimas se derramarían a puerta cerrada.

Mientras la partera se dirigía a casa, una luna fría, pintó los caminos de un tono azul. La mujer se persignó y apresuró sus pasos, al ver que su marido había dejado encendida la lámpara del porche.

—¿Cómo estuvo, querida? —preguntó el señor Adams. Su esposa le pasó por el lado, casi avergonzada de tener que responderle. En la cocina, el café esperaba ser servido.

—Este ha sido mi último parto. Uno muerto y una que apenas sobrevivió. He perdido la cuenta. ¿Cuántos chiquillos no hemos visto concebidos de forma apresurada? Estoy cansada de ver a todos corriendo al deber de repoblar el sur.  Nacidos en miseria, si es que nacen. Entonces, como para añadir una bofetada al insulto, los indignos sobreviven. ¡Nunca se me ha antojado llorar tanto como ahora!

Su esposo le besó las manos, recordándole lo afortunado que era del pueblo al tenerla. Cuando la abrazó, se sorprendió de no ver lágrimas. Su mirada hablaba más de ira que de dolor.

—Feliz Navidad. Hagas lo que hagas, estaré contento de tenerte en las fiestas solo para mí. ¿Qué hay de la madre?

—Muerta. No sé si decir que su esposo está devastado o reconfortado por la idea de dos bocas menos que alimentar. Ha sido así para todos desde la maldita guerra. Deberías haberlo visto. Ladrando órdenes como si supiera más que yo. Y cuando la perdimos ... ¡Vaya hombre tan frío! Se prestó para abrirle la entraña. Fue un asunto de él y de la sirvienta. La forma en que obligó a esos niños a esperar al pie de la escalera, cual soldados... Ese hombre ha estado fuera de sí desde su regreso de la guerra... La casa entera y su casta está maldita. No tengo dudas. Alguien tenía que morir esta semana, ¡bien que les tocara a ellos!

—¡Por Dios! —El señor Adams muy pocas veces alzaba su voz. Las palabras de su mujer no solo le tomaron por sorpresa; fueron casi una ofensa—. Digamos nuestras oraciones y  a dormir. —Tocando madera tres veces, el hombre murmuró—. Aquellos que desean la tragedia terminan atrayéndola.

Esa noche, la partera no rezó sus oraciones. Pensó en la dama de compañía, quien quedó cuidando de la niña y maldijo en voz baja. Debió haber permanecido en la casa.

Porque, de quedar la bebé bajo su cuidado, se hubiera encargado de matarla en su propia cuna...



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