La esquirla

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Ivette Lecomte se detuvo frente a la puerta de la mansión Bourgeois, con un ramo de rosas blancas en sus manos. Era el último día del mes, y como cada mes, tenía que entregar las flores a los tres nobles que cortejaban a la viuda Elizabeth Bourgeois, la mujer más rica y elegante de París.

Ivette sabía que los pretendientes no la apreciaban, que la miraban con desdén y burla por su condición de humilde florista. Pero ella soportaba sus desprecios por una razón: Elizabeth. La amaba con todo su corazón, y Elizabeth la amaba a ella. Eran almas gemelas, unidas por un amor que nadie podía entender.

Ivette y Elizabeth se habían conocido hace un año, cuando la florista había ido a la mansión a entregar un pedido especial. Elizabeth la había recibido con una sonrisa amable y una mirada penetrante, y desde ese momento, Ivette se había sentido atraída por ella. Elizabeth le había pedido que la acompañara al jardín, y allí, entre las rosas, le había confesado que estaba aburrida de su vida de viuda, rodeada de pretendientes que solo querían su fortuna. Le había dicho que buscaba algo más, algo que le hiciera sentir viva. Y le había tomado la mano, con una ternura que Ivette nunca había sentido antes.

Desde entonces, habían iniciado una relación secreta, que solo ellas conocían. Cada mes, Ivette le llevaba rosas blancas a Elizabeth, y aprovechaba para verla a solas, aunque fuera por unos minutos. Se besaban, se abrazaban, se susurraban palabras de amor. Ivette era feliz, pero también vivía con miedo. Miedo de que alguien las descubriera, de que arruinaran su reputación, de que las separaran para siempre.

Ivette llamó a la puerta, y esperó a que le abrieran. El mayordomo le hizo pasar al salón, donde estaban los tres nobles: el conde Montmorency, el duque Valois y el vizconde Chambord. Los tres eran hombres de mediana edad, con aspecto distinguido y arrogante. Ivette los saludó con una reverencia, y les entregó los ramos de rosas, una a cada uno.

— Gracias, señorita Lecomte —dijo el conde, con una voz afectada-. Es usted muy amable.

— Sí, muy amable —repitió el duque, con una sonrisa irónica. — Y muy puntual.

— Demasiado puntual, diría yo —añadió el vizconde, con una mirada maliciosa. — ¿No le parece, señorita Lecomte?

Ivette sintió un escalofrío. El vizconde era el más cruel de los tres, el que más la molestaba con sus insinuaciones. Ivette no sabía qué quería de ella, pero le daba mala espina.

— No sé a qué se refiere, señor —respondió Ivette, con voz temblorosa.

— Oh, vamos, no se haga la inocente —dijo el vizconde, acercándose a ella —, usted sabe muy bien que hay algo raro en su relación con la señora Bourgeois. ¿Por qué le trae también rosas blancas todos los meses? ¿Qué significan esas flores suyas para la señora?

Ivette se quedó sin aliento. El vizconde había dado en el clavo. Las rosas blancas eran el símbolo de su amor, el regalo que Elizabeth le había hecho la primera vez que se habían besado. Era su secreto, su código. Y el vizconde lo había descubierto.

— No sé de qué me habla, señor —repitió Ivette, tratando de disimular su pánico.

— No se preocupe, señorita Lecomte —intervino el conde, interponiéndose entre ellos. — El vizconde solo está bromeando. No le haga caso.

— Sí, no le haga caso —dijo el duque, cogiendo a Ivette del brazo. —Venga, acompáñeme. Vayamos con la señora Bourgeois. Estoy seguro de que estará encantada de verla.

El duque la arrastró hacia el jardín, mientras el conde y el vizconde los seguían. Ivette se dejó llevar, con el corazón latiendo a mil por hora. ¿Qué haría el vizconde con su descubrimiento? ¿Se lo diría a Elizabeth? ¿O lo usaría para chantajearla? Ivette temía lo peor.

Llegaron al exterior, donde estaba sentada Elizabeth. El duque llamó por su nombre, y una voz dulce les respondió.

— Bienvenidos, pasen.

El duque fue el primero en avanzar, y luego los demás. Ivette vio a Elizabeth sentada en un sillón, leyendo un libro. Al verla, Elizabeth se levantó y le sonrió. Era una mujer hermosa, de cabello rubio y ojos azules, con un vestido azul que resaltaba su figura. Ivette se quedó sin aliento. La amaba más que a nada en el mundo.

— Ivette, qué alegría verte —dijo Elizabeth, acercándose a ella y dándole un beso en la mejilla. — ¿Cómo estás?

La señora Bourgeois ni se molestaba en hablar con sus pretendientes, pues para ella eran una pérdida de tiempo. Pero Ivette sentía que su amada debía de ser más educada o de lo contrario sospecharían algo.

— Bien, señora —dijo Ivette, avergonzada. ¿Y usted? ¿No saludará al Conde, Vizconde y al Duque?

— Ellos no me interesan —dijo Elizabeth, cogiéndole la mano. — Ven, siéntate conmigo. Quiero hablar contigo.

Elizabeth la llevó al sillón, y se sentaron juntas. Ivette sintió el calor de su cuerpo, y el perfume de su piel. Quería abrazarla, besarla, decirle que la amaba. Pero no podía. Los tres nobles estaban allí, mirándolas con curiosidad.

— ¿De qué quieres hablar, Elizabeth? —preguntó el duque, con un tono de celos.

— De nada importante, querido —dijo Elizabeth, con una sonrisa forzada. — Solo quiero saber cómo le va a Ivette con su negocio de flores. Es una mujer muy trabajadora y talentosa, ¿sabes?

— Sí, claro —dijo el duque, con sarcasmo — Una verdadera artista.

— No seas malo, duque —dijo Elizabeth, con fingida inocencia. — Ivette es una buena amiga, y me gusta apoyarla. Además, sus rosas son las más bonitas de París.

— Sí, sus rosas —dijo el vizconde, con una voz siniestra —, esas rosas blancas que tanto le gustan.

Hubo un silencio sepulcral mientras Elizabeth tomaba su libro y se lo enseñaba a Ivette.
Apenada, la florista levantó su rostro y con una voz apacible dijo:

— Me disculpo por la falta de saludo de la Señora.

— No se preocupe —expresó el Conde — Ya conocemos el difícil carácter de la Señora Bourgeois.

— Sí, aunque ella se comporta como un caballo dominado cuando está en presidencia de la florista —dijo con desdén el Vizconde.

Elizabeth se tensó. Miró al vizconde, y vio en sus ojos una chispa de maldad.

— A lo mejor será porqué a ella no le interesa ni mi estatus ni fortuna, vizconde —dijo Elizabeth, con voz firme. — Ivette es un alma sin avaricia a la que yo aprecio mucho.

— ¿Sólo es eso? —insistió el vizconde, acercándose a ellas. — Porque yo creo que hay algo más. Algo que no quiere que sepamos. Algo que podría arruinar su reputación.

Elizabeth se levantó, y se puso frente al vizconde. Lo miró con desafío, y le dijo:

— No tiene pruebas de nada, señor Chambord. Solo son conjeturas suyas, fruto de su imaginación enfermiza. No se atreva a acusarme de nada.

— ¿Acusarle? —replicó el vizconde, con una sonrisa malvada — No, no le acuso de nada. Yo sólo digo lo que veo; y lo que yo veo es a una hermosa mujer de la alta burguesía codearse con una miserable mujer solterona. Es desagradable.

— Pues si tanto le desagrado, entones déjeme en paz.

El Vizconde iba a replicar, pero el Duque se le adelantó:

— Aún debe elegir entre algunos de nosotros, mándame. Recuerde que hemos sido seleccionados entre más de cien hombres para ser su nuevo esposo. Debe concebir un heredero pronto. Hágalo por la memoria de su padre, que en paz descanse.

Elizabeth se petrificó. Odiaba que usarán a su difunto padre para hacerla sentir pena y así obligarla a hacer cosas que ella no quería.

La viuda con mucha cólera les gritó a los tres hombres presentes exigiendo que se largaran de la casa. Rompiendo un jarrón en el proceso.

Ivette observaba la escena con pena por su amada. Y al irse los demás, le dio un fuerte abrazo, uno de esos que reconfortan el alma, astillandose la planta del pie al ser sus zapatos de un material muy desgastado. Pero no dijo nada, y se concentró en lo que quería transmitirle a Elizabeth.

Por su parte, Elizabeth la miró a los ojos dejando que la florista le secara las lágrimas con sus mangas enrolladas en los puños, para luego darle un dulce beso en los labios. Un beso tranquilo, un beso que calma, un beso de amor.

Esa noche, Ivette no volvió a su casa. Se detuvo a descansar en las sábanas de la viuda. Deslizando sus prendas con delicadeza y rozando con suavidad la piel de Elizabeth; quién con cada toque sentía un calor y al mismo tiempo un océano de emociones intensas y apasionadas. No podía esperar por obtener más de su cariño. Ivette le besaba las manos, escalando por sus brazos, dejando las tibias marcas de sus besos. Llegando hasta su cuello y suspirando lento para provocarle un escalofrío a Elizabeth.

La florista fue atacada por la mujer frente a ella, quien la desnudaba con una pasión desbordante.
Con desesperación besaba y tocaba a Ivette. Las marcas de lo fuerte que la apretaba quedaban rojas sobre su pálida piel.

Elizabeth recostó a su mujer en la cama, haciendo un movimiento brusco para abrir sus piernas, notando cómo su vagina estaba húmeda. Pero antes de atacar, la viuda se percató de la mancha roja en el zapato de Ivette, y preocupada la descalzó, viendo como una esquirla del jarrón que había roto hace no muchas horas se había incrustado en su pie.

La dama Bourgeois sintió mucho arrepentimiento y expresó:

— Quédate quieta, iré por ayuda.

— ¡No! —la detuvo, Ivette, aferrando su cuerpo desnudo al brazo derecho de la mujer. —No quiero que nos vean... así.

Elizabeth suspiró y cortó un pedazo de su falda, lo que sorprendió a Ivette.
Tomó un vaso de agua, la dejó caer sobre el pie herido, y con mucha paciencia y una aguja logró sacar la esquirla. Utilizando la tela de su falda para vendar la herida de su amada.

Un ligero gracias se escapó por los labios de la señorita Lecomte antes de ser devorados por Elizabeth.

Las caricias continuaron en breve. Los roces entre cuerpos se intencificaban más. Gemidos femeninos inundaron la habitación de la viuda Bourgeois. La cama de sus aposentos rechinaba hasta la madrugada. Murmullos amorosos se llegaban a distinguir si eras atento y silencioso. La respiración jadeante y el ritmo cardíaco acelerado de dos corazones enamorados se mezclaban con la lujuria, el placer y el amor.

Más tarde, rondando las dos de la madrugada, Elizabeth se levanta de la cama, no sin antes plantar un dulce y suave beso sobre la frente de Ivette, quién dormía plácidamente.

La mujer rubia se acerca a las enormes ventanas de su cuarto y sale al balcón recibiendo un baño de luz de luna. Bosteza y se deja maravillar con los encantos de la noche sobre la ciudad. Observa a la señorita en su cama y susurra antes de volver a dormir:

— No dejaré que nada...ni nadie te haga daño, Ivette.

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