Primera parte: anomalías en la cristalización de la vida

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Una pregunta singularmente dulce atravesó por completo la más lúcida primavera de sus ideas y suspiró en la comisura de sus labios. Una pregunta que franqueó el cielo de la vida y los intersticios pasionales de un existir alucinado. Una pregunta que muy probablemente, que se sepa, o que haya cantado la luna con sus más perladas melodías, provenía de la guarida del afecto más indiscutiblemente bello y más indiscutiblemente suave. Una pregunta que decía de la siguiente forma: ¿A quién pertenecerían las personas si no pertenecieran a sí mismas, a quienes más las sueñan o a quienes simplemente las dejan soñar?

Esa, ni más ni menos, para hacernos entender un poco mejor, fue la pregunta que se le ocurrió hacer a ella. Sí, a ella, a la hermosísima y encantadora, a la mística y seductora, a la dueña de aquella mirada ígnea y arrobadora que siempre ha embelesado a todos sus enamorados. La dueña de un alma oleada y encrespada que siempre ha sabido cómo retornar sin ningún problema a los fundamentos mismos de la belleza. La dueña de unas subyugaciones sumamente intensas y de unas caricias como de pasiones o amoríos que llenan las insustancialidades más inexploradas e insinuantes del vacío. Unas caricias que cantan dulzuras y que en múltiples ocasiones han llegado a sobrecoger por completo las nervaduras pasionales de su fiel enamorado.

Ella, nada más y nada menos que ella, la dueña de aquella pregunta mencionada. La dueña de una hermosura única. La dueña de varios jardines que rebosan frutos placenteros y jugosos y que se encuentran ubicados en unos emplazamientos espaciales más allá de la imaginación humana. La dueña de todos y cada uno de los sentires de unas hibridaciones que danzan sobre lo eterno, de una existencia que solo tiene lugar en un grupo de pálpitos imperecederos y sensitivos. Ella, tan única como siempre y tan seductora como jamás lo ha sido nadie más. Ella, la bella y sin igual Marlene, Marlene Azucena Garcés. Una dama de dulce ensueño cuya alma está hecha de sensuales aluviones y resplandores de aurora, de leves eternidades curvilíneas y otoños que nunca se cansarán de contar las hojas de los árboles que caen, y mucho menos aún las hojas a las que más les encanta soñar, vivir y amar entre las imaginaciones del viento. Más exactamente entre las más sinuosas y juguetonas imaginaciones de aquel viajero y sedoso ente, aquel ente que sopla y que, con sus soplidos, desea indagar en todos y en cada uno de los confines de este mundo.

—Creo que confundes un poco las cosas, mi vida —le respondió él, el valiente aventurero y explorador al que ella tanto ama, a ella, a la bella y sin igual Marlene—. En mi opinión —continuó él con su mejor tono de voz de confidencia—, las personas no se pertenecen a sí mismas, ni a quienes más las sueñan, ni tampoco a quienes las dejan soñar y las dejan ser. Las personas pertenecen, ¿sabes?, a los caminos que ellas han decidido seguir en sus vidas. Nada más que a ello, y por siempre, mi cielo, más allá del tiempo y de esta vida, y más allá de las tardes más táctiles y sabias que nos puedan alegrar el corazón, a ello.

—Ya veo, cariño —dijo ella—. Y creo que te entiendo a la perfección. Es difícil no entenderte cuando tus ojos me miran directamente y mucho menos aún cuando exhiben ese brillo que tienen en este momento. Un brillo que siempre me ha gustado confundir con las luces del amor. Pero todavía tengo una duda, y es la siguiente: tú, mi amor, ¿a qué caminos perteneces?

—Yo pertenezco al camino de la aventura —respondió él, nuestro amigo aventurero, con toda la ligereza del mundo, y con toda la tranquilidad de unos ojos, de unos ojos que no son sino sus ojos, y que no son sino unos ojos que poseen la esencia de un océano que nos maravilla en su reposo y en su quietud. Un océano muy prudente aunque también, debemos decir, embargado de costa a costa con un arrojo único e ilimitado capaz de cubrir las más amplias geografías de esta tierra. Ella, su bella enamorada, por su parte, así, sumamente feliz de saberse amada y de saber que su piel siempre ha incitado los sueños más intensos y dulces de su amado, sabía que él no mentía. Sabía que no mentía porque lo conoce. Lo conoce muy bien. Tanto, como para saber que él es un hombre fuera de lo común.

Claro, a su edad, una edad que no es tanta ni tan poca como se podría pensar, él ya ha estado en múltiples sitios, se ha enfrentado a múltiples peligros y ha encarado un gran número de querellas. Sí, él es un gran aventurero. Tanto así, que no debemos subestimarlo en lo absoluto. Pues, para ese momento, para ese momento dulcísimo y específico del destino, un momento que se encuentra ubicado unos cuantos minutos después de haber hecho el amor de una forma sumamente intensa con la bella Marlene, el hombre que él es, cabe decir, no es sino un hombre cuyo carácter ha sido moldeado bajo el fragor de las más recalcitrantes y extremas vivencias. Un hombre que ha estado aquí y allá, que le ha contado secretos a la brisa, que ha hurgado en los secretos más feroces de este mundo, que se ha enfrentado con las más temibles y hambrientas fieras, y que ha estado al filo del peligro una y otra vez sin preocuparse más de la cuenta. Un hombre cuya alma ha estado extendida a lo largo de sucesivas vivencias intempestivas y vertiginosas. Un hombre de aventuras que ha llegado a traspasar las fronteras más inmediatas, que son las del corazón, así como las más lejanas, dentro de las cuales, muchas de ellas se encuentran en nuestra propia chispa imaginativa. Un hombre que, en definitiva, ha conocido grandes precariedades y grandes peligros, lo que lo ha llevado, de igual forma, a conocer grandes glorias y grandes triunfos, unos triunfos y unas glorias realmente enormes, unos triunfos y unas glorias como los que no ha conocido ningún otro mortal. Aunque ningún triunfo más grande, eso sí, que el de haber encontrado el amor de la bella y sin igual Marlene, esto, mientras dicho amor volaba por ahí, es decir, entre los entresijos más sinuosos del aire, como una mariposa un tanto coqueta, distraída y esmaltada, o quién sabe si como una hoja que va cayendo en el aire.

Pon mucha atención, mucha pero mucha atención, mi fiel aventurero, a la forma en la cual ella te observa. Ella te observa, como bien te puedes fijar con tan solo enfocarla un poco de reojo, extasiada de tanto canto de amor, de tanto canto de amor y de tantas caricias que han llovido sobre ambos como una tersa y tórrida lluvia almidonada. Unas caricias que se han atrevido a desafiar la sedosidad ondulada de las sábanas de terciopelo que ahora los envuelven. Pero no, no dejes de fijarte en ella, porque ella te observa, ¿sabes?, desde esa gran admiración que siente por ti, mi querido aventurero. Ella te observa desde las luces intensísimas de su amor, y te admira y te escucha desde lo más profundo de su ser. Motivos de sobra para decirte lo siguiente: ella te ama. Ella te ama aun a sabiendas de que es una diosa inmortal que conserva la misma belleza de cuando Hades la raptó muchos siglos atrás, como a la bella Perséfone, para llevársela al infierno. Ella te ama y nunca dejará de amarte por nada de este mundo. Ella, además, y por si fuera poco, se ha entregado a ti durante horas y horas y horas, y ahora tú, mi estimado amigo aventurero, sientes que hasta la más mínima de tus capacidades vitales interiores, solo animan a tu ser por un único, maravilloso y bellísimo hecho: el hecho de que ella exista sobre la faz de esta tierra. El hecho de que ella exista con todo y esos enormes ojos que no dejan de entonar esas canciones tan suyas, esas canciones tan dulces y tan capaces de convertir tu alma en uno que otro eco aliado de la brisa. Sí, no hay otro hecho más bello para ti que el hecho de que ella exista con todo y sus hermosos ojos. Esos ojos enormes y curiosos, y tan bellos, que algún día volverás a encontrar en otra persona que no es ella.

El lugar en el que tanto él como ella estaban, era un lugar de eterno otoño, un lugar como para no dejar de amarse, como para no dejar de compartir pasiones, como para no dejar que los besos pierdan su calor y sus texturas y hasta como para jugar a las escondidas más inmediatas. Ellos, con todo y sus horas de incansables y numerosas caricias, estaban, más exactamente, en una confortable y acogedora cabaña. Una de esas cabañas que tiene una enorme chimenea y que con su aura levemente melancólica, por alguna u otra razón, incitan en la libido de las personas a ciertas lujuriosidades corporales, como si dicha aura le susurrara acaso a las personas que la debilidad de la carne es la misma debilidad del otoño. Las hojas de los árboles, afuera de aquella cabaña, cabe decir, caían sin cesar, pues, que se sepa, las hojas no conocen más cansancio que el del fin último de sus propias vidas.

Al cabo de unos cuantos minutos de amores y caricias, nuestro muy apreciado aventurero, que es el personaje principal de esta historia, se levantó de la cama en la cual estaba con su amada para ir a por un poco de jugo de naranja, o quién sabe si a por un poco de leche, en la cocina de aquella cabaña. No tardó mucho. Al menos no más de cuatro o cinco minutos, luego de los cuales, al volver a la alcoba en donde él suponía que lo estaba esperando su amada con alguna que otra tonada romántica y puede que hasta con algún sensual y estimulante baile lujurioso, lo que en realidad encontró, no solo le robó el alma y la marchitó de forma despiadada y por entero, sino que lo mató, a él, a nuestro amigo aventurero, por dentro, es decir, en lo más íntimo y singular de su ser, una y otra y otra vez. Lo mató por dentro como nunca antes nada lo había matado.

Sí, todo allí no era sino una escena que terminó matándolo a él. Que terminó matándolo porque en aquel lugar todo se había teñido de tragedia. Se había teñido de tragedia porque allí, en aquella alcoba, la bella Marlene, Marlene Azucena Garcés, se encontraba desnuda, sobre su cama, como con un rictus de melancolía en su rostro, ligeramente envuelta en una que otra sábana de seda y en un charco de su propia sangre. Un charco de sangre que no dejaba de manar del cuerpo exánime de ella, y que poco a poco teñía de color rojo las sábanas blancas de aquella cama sobre la cual ella había gozado minutos atrás con los embates de la pasión. Una cama, sobre la cual, el espíritu de ella se despedía de todo aquello que compone la realidad de la vida y de todo aquello que vendría ser el aroma común y distintivo de este plano tan peculiar del existir.

Un hombre vestido de corbata, es decir, vestido de forma bastante elegante, permanecía, en esos momentos, junto a la cama sobre la cual se encontraba el cuerpo fallecido de la bella Marlene. Dicho hombre, que no dejaba de exhalar un aire siniestro y conminatorio, mantenía una pistola teñida de amenaza y de peligro en una de sus manos.

Nuestro amigo aventurero, en un arrojo de amor y tristeza, un arrojo que encerraba también algo de frustración y desdicha, se abalanzó sobre el cuerpo de su bella y sin igual amada. Sí, sobre el cuerpo de ella, de la mujer a la que él tanto le gustaba dedicarle todo lo que de dulzura y de cariño y de pasión había dentro de su ser. La única mujer por la que él hubiese dejado de atravesar mares y buscar horizontes, o por la que hubiera encontrado mil mares distintos y atravesado todos los horizontes que su mirada pudiera abarcar a poco de rozar la infinitud. Ella, por cierto, allí, sobre aquella cama en la que estaba, aún mantenía sus ojos abiertos, pero era evidente, sin embargo, que la parte más vital y suspirante de su alma ya había abandonado su cuerpo. Su cuerpo, y las fibras de todo aquello que alguna vez la caracterizaron como un ser vivo más sobre esta tierra.

La escena, en sí, no podía ser más desalentadora. No podía ser más desalentadora y trágica para nuestro amigo aventurero. Aquel aventurero que cree que las personas pertenecen a los caminos que han decidido seguir en sus vidas, y que al abalanzarse con todo y su propia alma a abrazar a su amada, quedó envuelto casi que por completo en la sangre de ella. Se podría decir, de hecho, que él nadaba en la sangre de ella. Aun así, él no dejaba de abrazar a su amada. Y así, con ella entre sus brazos, y con varias lágrimas brotando por sus ojos, él no atinó a hacer otra cosa más que besarla a ella, besarla con añoranza, con ternura y con dolor, con el dolor que solo puede brotar de un alma que ha sido cruelmente desgarrada en un segundo, un segundo trágico y nefasto entre los insospechados socavones del destino. Acto seguido, aquel aventurero, lleno de un ansia de venganza y de una incontenible emoción de furia, procedió a abalanzarse sobre el sujeto aquel que vestía de forma sumamente elegante y que aún permanecía allí, junto a la cama en la cual se encontraba el cuerpo fallecido de la bella Marlene. Nuestro amigo aventurero, al lanzarse sobre aquel misterioso sujeto, recibió un disparo en su pecho por parte de él.

—Quiero que me escuche atentamente —dijo el misterioso sujeto aquel de corbata con una voz sumamente tranquila—. A lo que llegué aquí, a esta alcoba, el asesino ya se había ido, eso, claro, en caso de que usted mismo no sea el asesino, cosa que no me consta del todo. Sin embargo, en las pesquisas que manejo, y viendo que sufre usted un gran dolor por la muerte de esta mujer, puedo decirle que, en lo que creo, los culpables de este asesinato son los integrantes de un grupo de mafiosos que usted se atrevió a retar hace muchos años. Un grupo de mafiosos cuyos integrantes persigo desde hace mucho para matarlos, razón por la cual me he permitido seguirlo a usted durante un buen tiempo. Sí, siempre he tenido la idea, muy metida en los recovecos de mi mente, de que usted me podría llevar a ellos. De que me podría llevar a ellos tarde o temprano. Ahora, lo más normal es que se pregunte usted que cómo sé yo que pudo haber sido dicho grupo de mafiosos el culpable de este asesinato, un grupo de mafiosos muy peligroso y muy de temer, por cierto, y que querían saldar cuentas con usted, señor Ovalle. Muy fácil, lo sé por esta hoja que se encuentra junto a la cama. Estoy seguro que dicha hoja no se encontraba allí hace unos cinco o seis minutos, de modo que necesariamente tuvo que dejarla uno de ellos. Dicha hoja, por si se ha dado cuenta, tiene el sello distintivo de dicho grupo, y dicho sello, si me permite explicarle...

De un momento a otro, mientras aquel sujeto hablaba, nuestro apreciado amigo aventurero, así, con una herida de bala realmente preocupante en su pecho, se volvió a abalanzar sobre él, sobre el misterioso sujeto que estaba allí, razón por la cual, muy rápidamente, o, lo que es lo mismo, en un movimiento reflejo sumamente veloz, aquel sujeto le volvió a disparar a nuestro muy apreciado amigo aventurero. Luego de lo cual dijo:

—Sabe qué, mi estimado colega, ya no tengo nada más que decirle, solo que no fui yo quien asesinó a su amada. Muy probablemente algún día nos volveremos a ver, quién sabe cuándo y quién sabe cómo, señor Ovalle. Así que hasta pronto.

Santiago Ovalle ya no siente los filamentos de su propia alma dentro de su ser. No los siente porque ha muerto alguien a quien él amaba mucho. Alguien a quien él consideraba el amor de su vida, la mujer de sus sueños, y ahora…, ahora se culpa, según él, por no haberla sabido proteger. Por no haberla sabido cuidar debidamente de todos los peligros que pudieran o no acaecer. Su alma, por tanto, le duele, la adolece profundamente dentro de los abismos de su ser porque ya no la volverá a ver a ella, porque ya no volverá a sentir su fragancia femenina, suave y exquisita, porque ya no volverá a tocar con la yema de sus dedos los labios ansiosos y requirentes de su amada. No, ya no volverá a saber de los amores de ella, de sus sonrisas, de sus bailes, de su voz… Ya no volverá a saber de esas promesas de música de ella que tanto enjugaron los ojos de su alma en otros tiempos. Ahora, el más sugestivo silencio del mar habitará sus ojos. Lo habitará a él, a nuestro apreciado y atribulado amigo aventurero, ya que la cristalización de su vida ha sufrido las más temibles anomalías que jamás él pudo llegar a pensar que podían ocurrirle. No obstante, hay que recordar que él es y siempre será un buen aventurero, un magnífico e insuperable aventurero, razón por la cual no dejará de vivir intensamente. Razón por la cual no se rendirá jamás ante la vida.

 

“El destino tiene que ser mucho más que un océano de pérdidas e irrecuperabilidades”, se dijo él a sí mismo, de hecho, ese último abril brisante y lleno de hojas parcialmente otoñadas en el cual visitó la tumba de su amada. De su bella e inigualable amada. Una mujer que siempre habitará la piel de su memoria. Una mujer que él ha decidido vengar algún día a como dé lugar. Entretanto, hay que decir que las secretas geometrías de sus caminos aventureros, nunca se han encontrado más dispuestas a reafirmar las contingencias de la vida, de la vida intempestiva y arrolladora de Santiago Ovalle. Un hombre al que aún le esperan muchas sorpresas. Muchas sorpresas disfrazadas de misterio. Muchas sorpresas, las cuales, al llegar el final de esta historia, de una u otra forma se van a ver conectadas entre sí. Se van a ver conectadas en esta historia que no es sino la historia de un amor, de una pasión, de un paisaje selvático, de unos ecos seductores y de una muerte que espera ser vengada. Se van a ver, así, bajo la mirada de una luna tierna y misteriosa, y entre algunas cuantas hojas de árboles que caen y no terminan de caer, íntima y vertiginosamente conectadas entre sí.

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