18. Anna: Entre nosotros nunca hubo dudas

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Deberían de darnos un premio a las mujeres por ser capaces de recorrer media ciudad de puntillas. Sí, en tacones. Con cuidado de que no me atropellen porque estoy corriendo hacia la galería como una desquiciada y de que no se me encaje el tacón en las calles adoquinadas, cruzo la carretera y me inclino sobre mis rodillas con todo el peso de la mañana a cuestas. Siento como si hubiera luchado en una guerra de papeles, egos y miradas furtivas a distancia. El aire fresco me sacude la melena y las mechas claritas se me enredan en las pestañas.

Vaya, ¿podría ir algo peor?

Me encuentro frente a la galería de arte Colored Senses; la fachada está conformada por ladrillos rojizos y grandes ventanales cubiertos de papel de enmascaramiento, esos que ahora mismo ocultan lo que se cuece dentro del local. En el reflejo del ventanal veo mi melena crecida, aún con las raíces de un castaño claro y un rubio descendiendo hasta las puntas porque le he cogido cariño al look balayage que escogí para comenzar mi historia en Digihogar. Sin embargo, aunque soy la misma que hace unos meses, no me siento la Anna Holloway de aquel entonces. La vida ha cambiado tanto como lo he hecho yo.

Con paso vacilante, aprieto el pomo de la puerta entre mis dedos y paso al umbral de la galería. La campanita de la puerta me sobresalta. Las paredes color vainilla del espacio diáfano interior están decoradas con obras de arte que no necesito preguntar a quién pertenecen. El olor a pintura fresca y a café recién hecho que envuelve este lugar me sacuden con una oleada de recuerdos. Tomo asiento en uno de los sofás turquesa que presiden la salita de espera a la izquierda y despejo mi mente oyendo el suave murmullo de la música. The night we met de Lord Huron llena el ambiente. Todo esto es tan propio de Kai que no puedo evitar recordar los momentos que compartíamos juntos en lugares inundados de arte como este.

—Qué sorpresa, pensé que no vendrías —me saluda Kai asomándose desde el pasillo con un paño entre las manos—. ¿Un café?

Contengo el aliento cuando esboza una sonrisa genuina que me hace olvidar el caos de estos días atrás. Está guapísimo, vestido con tejanos desgastados y un jersey color carbón que realza el tono cálido de su piel y el castaño avellanado de su cabellera, revuelta de las tantas veces que se habrá peinado con los dedos porque esa manía no lo abandona ni con los años.

—Por favor, si es usted tan amable —me mofo.

—Por aquí, señorita. Le mostraré el resto de las salas por el camino —dice correspondiendo a mi broma.

Apenas les echamos un vistazo desde las puertas mientras atravesamos el pasillo. Luego, me conduce hasta el fondo, una habitación amplia y acogedora que entiendo que es la zona de descanso para el personal, con una pequeña cocina moderna haciendo esquina y varios electrodomésticos de los mismos tonos que las paredes. Se apoya contra la encimera mientras la cafetera sirve café en dos tazas de cristal al mismo tiempo.

—¿Qué tal el día?

—Normal.

—¿Normal? ¿Ya está? —inquiere con el ceño fruncido—. Vamos, Anna. «Normal» es un cinco sobre diez, un gris entre colores.

—¿Y qué palabra utilizarías para el rojo?

—Pasión.

—No, no —niego enseguida—, solo he dicho rojo porque lo único que me apetecía hoy era asesinar a mi compañero de trabajo.

A Kai se le escapa una carcajada que se impone al ruido de la cafetera y a la música. Un pellizco en el corazón me arranca una sonrisa nerviosa. Por un instante, tengo la sensación de que el tiempo no ha pasado. Luego, se pone serio y me ofrece la taza de café.

—¿Qué ha ocurrido? —Le da un sorbo al café y sube la mirada hasta clavarla en mí—. Si quieres contármelo, claro.

—Ya te lo conté —suelto en un suspiro y me siento en el sofá azul que hay frente a él. El cansancio me punza en los pies—. ¿Recuerdas lo de infiltrarme en otra empresa y...?

Kai asiente despacio.

—Pues ahora que he vuelto a mi empresa, ya no la siento mi lugar. Me he dado cuenta de cómo son algunos de mis compañeros, de que siempre vi lo quise ver porque necesitaba sobrevivir ahí dentro y ganar mucho dinero.

—Dos cosas —murmura, le da un último trago a la bebida caliente y deja la taza en la encimera para luego cruzarse de brazos—. ¿No crees que es «ahora que has vuelto a ti, a tu pasión»?

—Eso es un tema aparte.

—¿Cómo que es un tema aparte? —Enarca una ceja y los labios se le entreabren del fastidio—. Deberías de estar vendiendo cuadros, no pisos.

Le doy un sorbo al café por puro instinto, como si quemarme la lengua como una idiota pudiese tranquilizarme de alguna manera. Arrugo la cara sintiendo el ardor en mi boca, reprimo la tos de mi pobre garganta irritada y él se ríe por lo bajito. Me conoce demasiado bien. Tiene razón, también debería de estar leyendo nuevas técnicas de pintura, no informes de vecinos o de pisos vacíos.

—Si te soy sincera, ahora mismo mi trabajo me parece tan interesante como recoger pelusas del suelo con pinzas —comento mientras me arranco una pelusa de la falda.

Cuando miro a Kai, tiene los ojos muy abiertos y los labios apretados.

—¿Qué cojones ha sido esa ocurrencia? ¿Qué clase de loco recogería pelusas con pinzas? —No tarda en romper a reír. Aunque al principio me siento avergonzada, la risa se me escapa entre los dientes y pronto nuestras carcajadas son todo cuanto se oye dentro de la galería.

A veces, comprendo por qué me enamoré de Kai de la forma en que lo hice, por qué terminaba acudiendo a él, a nuestros momentos juntos, a nuestras risas, a nuestra propia melodía llena de colores. A mi lugar seguro en el mundo, muy lejos de los grises de la vida.

Carraspeo, la melancolía me aprieta el corazón. Supongo que no soy la única a la que le sucede lo mismo, porque Kai deja de reírse de sopetón, como si todo lo bonito que estamos construyendo ahora le hubiera recordado todo lo destruimos hace años.

—¿Cuál es la segunda cosa? —pregunto en bajito.

—Que todos vemos lo que queremos ver para sobrevivir —contesta pasándose los dedos por la cabellera—. Somos expertos en elegir las lentes que menos nos hagan sufrir.

—¿Tú también lo has hecho estos años?

—Desde que te perdí. —Su sonrisa triste es una puñalada en mi pecho. Se aclara la garganta enseguida y descruza los brazos—. Bueno, cuéntame, ¿qué te parece la galería?

Su expresión cambia a una desenfadada. Él ya se ha puesto esas lentes de las que habla, pero yo aún estoy anclada al pasado.

—Este lugar es precioso —digo al fin—, pero la calefacción tan alta está haciendo que el abrigo me arañe la piel.

—Dame eso, anda.

Me levanto del sofá porque necesito notar que el suelo es estable bajo mis pies, aunque admito que la excusa del abrigo ha sido perfecta. No espera a que me lo quite, sino que me despoja de él tirando de los hombros del abrigo y lo cuelga en el perchero que ocupa una de las esquinas de la habitación. Creo que siempre me aterró enfrentarme a esta clase de situaciones con Kai, a la amargura de lo perdido, por eso nunca me había atrevido a perdonarlo.

En cuanto regresa, nuestros ojos se topan y el tiempo se suspende un breve instante antes de que amplíe mis labios en una sonrisa despreocupada.

Estas son mis lentes.

—Gracias.

—Ven conmigo, te enseñaré las salas cerradas.

Asiento y nos dirigimos en silencio hacia el pasillo. Abre una puerta blanca y el fuerte

—Aquí se expondrán mis cuadros —dice, escueto.

Solo con poner un pie en esta sala, ya sabía que estábamos rodeados de las pinturas de Kai. No necesito ver los colores para su apreciar su arte. Es una habitación con paredes burdeos, sin mobiliario que le quite protagonismo a los cuadros iluminados por la luz tenue que se cierne sobre cada uno de ellos. Cojo una gran bocanada de aire, apretando los dedos temblorosos contra la taza.

—Vas a triunfar —musito disfrutando de un cuadro en particular, ese que refleja un cielo que yo también dibujé desde mi habitación de adolescente, antes incluso de que nuestros cuerpos se conocieran tan bien como lo hicieron después—. Tu arte... es siempre igual.

—No sé si tomarme eso como un cumplido.

Despego la vista del cielo en blanco y negro para aterrizar en los ojos de la persona que hizo realidad mi pasión.

—Siempre igual de increíble, Kai.

—¿Quieres verlos con las gafas?

Estoy a punto de decirle que nada me encantaría más en este momento cuando un estruendo en el recibidor nos sobresalta. Oigo un taconeo apresurado adentrándose en el pasillo de la galería y, al ver de quién se trata porque se detiene frente a la puerta abierta, la sangre me sube a las mejillas. Mi mente explota.

—¿¡Anna!? —grita Livia, estupefacta, alternando la mirada entre Kai y yo.

—¿Os conocéis?

—¡Pues claro! Es la... novia de mi hermano —salta ella enseguida. Viene hacia mí corriendo y me abraza con ese entusiasmo que la caracteriza—. Soy la diseñadora de interiores de Colored Senses, por eso vine a Madrid y me mudé hace...

Sí, definitivamente la cabeza me explota. No me entero de nada de lo que dice después. Ni siquiera soy capaz de descubrir a qué galaxia se ha fugado mi voz. Solo puedo pensar en que estoy segura de que esto forma parte del «plan de investigación» que llevó a cabo Gianni cuando quiso conocerme desde las sombras. Y en que no puedo creer que haya invadido mi vida de esta manera. No puedo esperar a decirle todo esto a la cara y, sin embargo, hablar con él es lo último que me apetece ahora mismo.

Otro ruido en el recibidor me sacude las entrañas. Kai desaparece de la sala tras un «vuelvo enseguida» que significa que ha visto mi cara y prefiere darnos espacio para que hablemos a solas.

—¿Qué haces aquí, amore? —pregunta Livia al apartarse.

Lleva un vestido azul ceñido al cuerpo y la melena de un rubio platino enmarcándole el rostro hasta la barbilla. Parpadea, haciendo que el verde lima de sus ojos centellee.

—Voy a... —Carraspeo y pestañeo para reprimir las lágrimas de rabia—. Voy a exponer en esta galería. Soy pintora.

—¿En serio? ¿Y cómo es possibile que Gianni...? —dice nerviosa, haciendo aspavientos con las manos—. Él y la pintura... Ya sabes, agua y aceite.

La diferencia de entusiasmo entre ambas es tan evidente que empiezo a sentirme mal por Livia. No la culpo. Le doy un último trago al café sin ganas. El bajón de ánimos que me acaba de atropellar tiene nombre y apellidos y no es el de ella, sino el de su hermano.

—Lo siento, saber que formas parte del proyecto me ha sorprendido un poco, estoy cansada del trabajo y... —intento justificarme, a lo que ella me responde esbozando una sonrisa.

Rebusca en su bolso y me tiende su móvil con la pantalla desbloqueada.

—¿Me das tu número?

—Claro.

—No hablo con mi hermano desde Positano. Hay algo importante que él debe saber, pero ya hablaremos sobre eso en otro momento. —Le devuelvo el móvil y me guiña un ojo al añadir—: Más tranquilas.

Antes de que pueda contestarle a Livia, se da media vuelta vociferando el nombre de Kai y me lanza una sonrisa desde el marco de la puerta para ponerse a trabajar. Todo me da vueltas. Siento que me falta el aire, que debo salir de la galería, respirar el frío de Madrid y encerrarme en mi apartamento a pintar. A desahogarme. A meditar cómo voy a encarar a Gianni después de esto.

¿Cómo es posible que se haya entrometido en mi vida de esta manera?

Kai es cauteloso al entrar en la sala. Sabe a la perfección que hay algo mal en mí cuando me quita la taza de la mano para dejarla a un lado en el suelo y me aprieta los hombros como si estuviese deseando protegerme con sus brazos como solía hacer. Sin embargo, no lo hace.

—¿Estás bien?

—Quiero irme a casa —susurro con la voz rota.

—Anna —me llama zarandeándome los hombros con delicadeza—, eres maravillosa y has conseguido cosas increíbles. Estás a punto de cumplir tus sueños. Quiero que sepas que, sea lo que sea que te atormenta, todo está bien.

—¿Y si no lo está?

—Si no lo está, me tienes a mí. Siempre. Lo sabes.

Lo miro a los ojos tan rápido como oigo esas palabras. Una mezcla de preocupación y cariño le cruza las pupilas. «Me tienes a mí». Me pregunto cuánto tiempo deseé escuchar esas palabras hasta que el propio tiempo me hizo olvidar su significado.

—Pues no, nada está bien —mascullo.

El temblor de mis labios le hace sonreír. No lo pienso. Lo abrazo y entierro la cara en su pecho sin pensar en que Livia está paseándose por la galería ni en nada más que no sea este instante. El perfume y la comodidad de sus brazos me estrechan sin dudarlo ni un solo segundo.

—Otro día te enseñaré la sala donde expondrás tus cuadros —musita y me besa la frente sin dejar de abrazarme—. No llores, no tengo pañuelitos aquí.

Me río contra su jersey y me obligo a dejar de aferrarme con tanta fuerza al tejido. A su aroma. En Kai no hay duda cuando me mira. Nunca hubo dudas. Tampoco demonios que fuesen más importantes que nosotros. Aunque sí hubo ausencia en el momento que más rota estuve yo. Me esfuerzo por ignorar este último pensamiento y me alejo de él ampliando las comisuras.

—Estar cerca de ti me convierte en una persona de lágrima fácil —bromeo a duras penas.

—Te prometo que a partir de ahora llevaré pañuelitos encima. —En un acto por reprimir la risa, sus hoyuelos aparecen para robarme una sonrisa sincera.

—¿Acaso quieres verme llorar?

—Quiero protegerte cuando lo hagas. —Su mandíbula se tensa y enseguida se encoje de hombros—. Nunca te ha gustado que te vean llorar.

—Todo lo que haces... siempre ha significado mucho para mí.

—Porque tú siempre has significado mucho para mí.

—Lo sé —digo bajando la vista al suelo—. Gracias, Kai.

—¿Nos vemos en la fiesta de Vero?

Pensar en que en unos días volveré a verlo me ensancha los labios al segundo.

—Nos vemos en la fiesta de Vero.

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