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Marcus Rickson.
Viernes, 4 de abril.

El día está lo bastante caluroso como para ir directamente a la piscina.

El sol resplandece con fuerza y mi piel arde cuando salgo al exterior de la casa para tener un momento de suprema intimidad. Llevo puesto mis lentes de sol negro y mi bermuda favorita que utilizo para estos días de verano. Días que, por supuesto, agradezco por varias razones: la primera, porque estoy libre de las tediosas clases y además, puedo hacer lo que se me plazca porque por si fuera poco, mis padres siempre deciden viajar o simplemente no estar al pendiente de su único y preferido hijo.

Así que cuando ocurre una de esas cosas aprovecho al máximo mi momento de soledad.

Dejo la toalla sobre el respaldo de la silla y me quito los lentes como si alguna cámara fotográfica estuviera escondida entre los arbustos. Las chicas enloquecen por mí. Y yo enloquezco por ellas.

En especial, por Camille.

Me la imagino al otro lado de la piscina sentada con sus piernas cruzadas y su más provocativo traje de baño, mirándome con deseo y complicidad.

Reprimo una sonrisa. Y me lanzo en un perfecto clavado hacia el agua. El líquido me cubre por completo y siento la frescura como un manto invisible pero a la vez totalmente corpóreo. Doy varias brazadas dentro de la piscina y cuando por fin asomo la cabeza ya estoy en el borde embaldosado que se ubica al otro lado, a unos quince metros aproximadamente. En ese preciso momento reparo en una botella de cerveza que me han colocado muy cerca.

Sonrío. Y la cojo con mi mano que aún gotea, húmeda. Me giro y coloco mi espalda cerca de la superficie de concreto de la piscina. Para ese instante, siento como unos delicados brazos me rodean los hombros y el dulce aroma a lavanda se introduce por mis fosas nasales por lo que la espera no ha sido tan larga... después de todo.

—Hola guapo, ¿Qué tal tu día? —pregunta una voz detrás de mí.

El sonido me llega como una melodía erótica y sensual. No he volteado para mirarla pero seguramente tiene esos hermosos labios pintados de rojos carmesí.

Me besa el cuello y yo tomo un largo sorbo de cerveza. Volteo y observo como Camille me sonríe con cierto desdén.

— ¿Hay alguien en casa? —me pregunta al mismo tiempo que se introduce en el agua y se acerca un poco más.

Nuestros cuerpos se tocan y no puedo evitar tener una erección. Ella lo siente y me mira con picardía.

—Eres un niño malo, muy malo.

Me toca el miembro y yo me estremezco.

— ¿Quieres ver qué tan malo soy? —le contesto.

Ella niega con la cabeza, sin dejar de mirarme.

—Eso lo comprobaremos hoy, cariño. Hoy sabré todo lo que serías capaz de hacer con tan sólo verme feliz.

Entonces cuando termina de hablar se sumerge en el agua y me baja la bermuda de un tirón para así empezar a cumplir mi más placentera fantasía.



Al otro día
(5 de abril)

El teléfono comienza a sonar y compruebo que es un mensaje de texto. Camille ya se ha ido a casa y yo tengo un día completamente difícil por lo que debo poner en marcha mis pensamientos para no sucumbir ante todo lo planificado.

El móvil vuelve a sonar. Es una notificación.


<<5 de abril, cumpleaños de Anabelle>>.

Maldigo por lo bajo. De verdad, no sé hasta cuándo tengo que llevar por sentado esta mentira pero ya las cosas se están saliendo de control y no estoy preparado para lo que posiblemente sea el próximo paso.

Varias semanas antes, Annie, como a mi novia le gusta que le diga, me insinuó que desea que comencemos una relación más formal. Es evidente que eso lo esperaba pero que anhele el hecho de que me vaya con ella para Atlanta no estaba en mis planes y estoy seguro que a Camille no le va a complacer nada la idea. Es claro que no puedo aceptar. Y es claro también, que si no acepto esa propuesta todo lo que he labrado en estos diez meses de noviazgo se irán a la borda y no tendré el beneficio de absolutamente nada.

Y no puedo darme ese lujo y menos ahora que las cosas aquí en casa no marchan muy bien.

<< ¿Decidir mi felicidad o la de otros?>>.

A decir verdad, no tengo respuesta para esa pregunta. Nuevamente, el teléfono comienza a sonar y advierto que es un mensaje. Mientras manejo por la Avenida 23, lo leo en voz alta:


"No puede saber que vamos a ese lugar. Recuerda que es una sorpresa y tu más que nadie debe hacerse el sorprendido".

Camille.
Repito el mensaje una y otra vez hasta aprendérmelo de memoria. Soy un poco tosco para estas cosas y a diferencia de ella, tengo una memoria muy corta. Le respondo con un simple: "Ok". Y elimino toda evidencia del buzón como siempre.

Acelero con el corazón palpitándome en el pecho. Aquella mañana me he puesto la franela del equipo de básquet, Texas Bulls, y me he peinado como seguramente Annie lo aprobaría. No puedo decir que no me sienta feliz con ella pero, la verdad con todo y eso, no creo que pueda ser tan perfecta como Camille.

Así que me relajo un poco al cruzar por la carretera principal y me dedico más a lo que voy a decir a continuación.

Nuevamente repito el mensaje en mi cabeza como si de un mantra se tratara.


"Hola princesa, feliz cumpleaños. Te quiero mucho y por cierto, te tengo una sorpresa como regalo".

Suena demasiado friki, lo sé.

¡Oh por Dios!

Casi me escucho hablar igual al homosexual de Paul.

Me río con una estruendosa carcajada de tan sólo imaginarlo y al cabo de unos minutos me doy cuenta de que ya he llegado al Instituto Jewells.

Me callo.

Respiro profundamente y toco la corneta. Finalmente, Anabelle se acerca a mi encuentro. Bajo del vehículo y cuando ambos nos abrazamos siento el olor a lavanda impregnar el aire.

<<Maldición, hueles igual a Camille>>, pienso con ironía mientras le doy un cálido beso y pongo en marcha el plan.

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