🩸​⛵CAPÍTULO 4 - UN VALS DE SANGRE Y SOLEDAD🩸​⛵

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Tatiana y su grupo de piratas acechaban entre las cajas de madera del muelle observando a los soldados del rey humano patrullando la zona. Habían montado un campamento improvisado en la playa y paseaban con botellas en las manos vociferando poemas incomprensibles por los efectos de la embriaguez.

—Está bien. —La condesa se giró para contemplar al resto. Quien no estaba despistado admirando los navíos de la flota real, se estaba quedando dormido—. El plan es el siguiente: Jerry inicia una masacre y los demás nos subimos al primer barco que veamos.

—Pero ama, lo van a matar en cuanto la líe un poco —protestó Bonny con su melena pelirroja movida por el viento.

Norton y Vaselina la adoraban con los ojos puestos en sus pechos.

—Eso será si es humano —contestó la vampira, acercándose al asesino en serie que tenía los ojos cerrados con fuerza—. Jerry, ¿estás con nosotros?

—A su servicio, Alteza —susurró alargando las palabras como si estuviera invocando a un kraken de los océanos.

—¿Me aceptas como la dueña de tu alma durante los próximos dos días?

Tatiana sabía mejor que nadie que el loco atractivo iba a durar menos que su tío enrollándose con un hombre en una boda. Él aceptó, permitiendo que la mujer le diera un suave mordisco en la muñeca. La sangre brotó y la condesa la absorbió con avaricia.

De pronto, los ojos del bandido se tornaron anaranjados. La camisa de rayas blancas y azules que llevaba sufrió cambios cuando la musculatura se desarrolló. Salió del escondite y recorrió agazapado las tiendas del mercado junto al puerto, oculto entre las sombras. Debía alejarse para redirigir la atención del ejército humano a un punto en el que nadie pudiese verlos huir.

Tras una hora de espera jugando a las cartas en un callejón en el que tenían acceso a una cocina donde la Cerda del Queso les terminaba de hacer unas empanadas para el viaje, escucharon el alboroto. La Baronesa Sanguinaria y sus súbditos se asomaron a ver qué ocurría. El olor a pan horneado los acarició.

Cientos de botas sonaban como una marcha militar en su camino por el muelle. Los soldados disparaban y lanzaban órdenes para acabar con un enemigo sospechoso que acababa de aparecer en la playa.

Tatiana sonrió. Indicó a su tripulación que la siguiera por la dársena de madera, escondiéndose cada vez que los soldados de uniformes azulados y tricornios pasaban corriendo cargando trabuquetes entre los brazos.

Las sombras de la noche les ofrecieron la oportunidad de escabullirse de los ojos enemigos a simple vista. En cuestión de minutos, el olor a sal cautivaba sus narices mientras subían por un puente al primer barco que hallaron desprotegido.

Soltaron las ataduras, levaron el ancla y desplegaron velas para desembarcar. Fue un proceso coordinado, organizado y bien ejecutado.

Con el navío abriéndose paso hacia el mar, usaron un catalejo desde la cubierta para comprobar cómo le iba a Jerry. Había cadáveres allí donde su espada cercenó cabezas. Se le veía rabioso, desesperado y malherido por los disparos. No caía, aunque lo acribillaran de pólvora.

Un cañonazo sonó en la distancia. De pronto, la mitad del cuerpo del pirata había desaparecido.

—No temáis, estaba planeado. Vosotros no sufriréis el mismo destino. —Tatiana encogió el instrumento, sonriendo y girándose hacia su tripulación.

Ya se empezaban a oír los gritos de alarma de los hombres del rey al ver que uno de sus barcos estaba en manos de intrusos misteriosos.

Los piratas saltaban de euforia por la hazaña lograda, dándose palmadas, aplaudiendo o bebiendo ron. Las bodegas estaban cargadas de suministros, tenían cañones, armas y una nave capaz de surcar los oleajes a una velocidad envidiable.

La brisa tormentosa acarició el rostro de Tatiana y desplazó las plumas de su tricornio. Un par de gotas cayeron sobre sus mejillas. El sonido del mar la devolvió al pasado.

Cuando era joven, la hija de Bogdan Dragomir fue nombrada baronesa para poder tener tierras con las que mantener la herencia de los vampiros. Ella era una mujer alocada, diabólica, la representación más fiel al sadismo que podía encontrarse en el reino. La única persona que la entendía era su tío Narcís, y no era tan habitual verlo en el castillo dada su naturaleza aventurera.

Se decía que, por las noches, acudía a las mazmorras y los sirvientes oían aullidos infernales procedentes de la oscuridad.

Un día, el capitán Graham O'Donnell, uno de los piratas más crueles que jamás existieron en los siete mares, llegó a la costa. Saqueó los pueblos, robó y asesinó a tantas personas como oro ganaba de sus cacerías.

El rey de los vampiros, cobarde, envió a su propia hija a detenerlo. En su lugar, se topó de frente con un conflicto mayor: la baronesa era ahora una pirata más de la tripulación.

Juntos, viajaron por el mundo atacando pueblos y puertos de ciudades por igual. El hombre de la barba negra —un apuesto ser, nacido de la malicia—, y la mujer de la noche sembraron el pánico entre torturas, botines arrancados de las garras de los ricos y los pobres y secuestros que acababan en rescates con recompensas aún mayores.

Los carteles con sus rostros ocuparon la mayor parte de los muelles del reino durante décadas: la Baronesa Sanguinaria y el Capitán de las Mareas.

Pronto, el amor surgió y ambos empezaron a rebajar la intensidad de su maldad. Fue un acto reactivo, una sensación que compartieron. No querían que el otro muriera y, por ello, se centraron en botines alcanzables sin riesgos. En cierto modo, ella se dio cuenta de que la pasión que sentía por la vida pirata y los mares iba más allá de aquello. Era su vida con él y su tripulación lo que le hacía feliz.

Durante una batalla naval, Graham sufrió una grave herida en el vientre. Comprendió en ese instante lo efímero de su existencia en comparación a la existencia longeva de su amada. Y la idea de morir lo aterró.

Así que tomó una decisión arriesgada.

—Buscaré la isla del trébol roto y le pediré a la sirena el deseo de la inmortalidad para conseguir una eternidad a tu lado —le dijo.

—¿Y si resultas ser su amor y no regresas conmigo?

—Eso no ocurrirá. Mi corazón siempre te pertenecerá.

Tal fue la intensidad con la que azotó a Tatiana que aún décadas y décadas más tarde seguía recordando las palabras exactas. Llegó a ordenar que le hicieran un colgante en forma de trébol dorado en el que quedara inscrito para siempre.

Lo esperó durante meses. Ante la idea de que hubiese muerto de camino, decidió sumergirse en las aguas tormentosas para hallar respuestas.

Una neblina la esperaba. Un barco de madera roída y velas etéreas le dio la bienvenida. La criatura espectral abordó el navío. Era su amado, el hombre del que se enamoró y del que ya no quedaban más que recuerdos de su hermosa apariencia. Cara a cara, las miradas seguían siendo las mismas. En el exterior, Graham era una versión más vieja y esquelética de sí mismo. Por dentro, había cambiado por completo.

—¿Qué ocurrió en la isla? —La voz de la baronesa sonó débil.

—La sirena mintió —escupió él, iracundo—. Me concedió una maldición, no lo que yo le pedí. Desconfiaba de mis intenciones. Lo vi en su mirada.

—Pero eres inmortal, ¿cierto? Eso es lo que querías. —Tatiana se le acercó. Sin disgusto alguno, lo besó—. Vuelve conmigo a casa. A los mares, a la vida pirata.

Su amante se estremeció. Deseaba acogerla entre sus brazos y prometerle que lo haría, pero no podía. La sirena lo obligó a vagar por los mares alrededor de la isla, para el resto de su eternidad, recogiendo almas de marineros perdidos para entregárselas y alimentarla de su energía vital. Si no lo hacía, se la arrebataría a él.

—Soy un monstruo. Siento cómo me pudro por dentro con cada segundo que pasa. No mereces vivir enamorada de alguien así. —Graham se apartó, apretando sus puños—. Este sufrimiento no debería padecerlo ningún alma que se precie. No dejaré que nadie más, nunca, pise esa isla. La sirena no volverá a engañar.

—¿Qué hay de lo que yo siento? ¿Y si te ayudase en tu labor? —Tatiana aguantó la respiración al contemplar el abismo en los ojos del pirata—. No pienso abandonarte.

—Este no es lugar ni destino para la criatura más hermosa de los siete mares, querida. Prométeme que volverás a tu castillo y no volverás a acercarte aquí.

Habría hecho lo posible por ser sincera y expresarle que no podía prometérselo, pero aun así lo hizo. Le salió natural, porque temía defraudarlo.

—Solo lo haré si me das tu palabra de que guardarás esto para recordar por qué vale la pena luchar contra lo que te ha hecho la sirena.

La baronesa le entregó su colgante y él lo aceptó. Entre sus esqueléticas manos temblorosas, decidió colocárselo al cuello y sonrió por última vez.

En los próximos años, Tatiana se hizo el juramento de no volver a portar un sombrero pirata a no ser que fuera para revertir la maldición. Había sido su propia eternidad la que llevó a Graham a cometer el error de confiar en hechicería, y sería el mismo motivo el que lo desharía.

El Capitán de las Mareas fue perdiendo su humanidad con el paso del tiempo, aferrándose a su colgante para recordarse el propósito de su tormento. La soledad fue su compañía, igual que el silencio. Se pasó tantas décadas rodeado de ambos que su mera presencia lo irritaba. Pero un día, convertido en espectro y carente de emociones, decidió tirar el colgante al mar.

Tatiana lo recogió en la playa y su corazón se rompió. A partir de ese instante, cada mes, vagaba por los bosques en busca de bandidos y personas crueles que convencer para que fueran a la isla con el supuesto amuleto que les daría vía libre hasta tierra. Fueron almas que alimentaron la energía vital del Fantasma de las Mareas, pero que ya nunca más pudieron saciarlo.

Para cuando la baronesa fue nombrada condesa, ya solo quedaban memorias abandonadas de una vida de juventud. Su madurez le permitió ser consciente de los errores. Y en ese proceso de cambio, conoció a una muchacha nórdica herida en mitad de un pantano embarrado.

Le dio agua y la salvó de la muerte. Fue el primer acto de bondad que realizó en su vida y el que más presente tenía. Para evitar caer en la tentación de ambiciones que mataban, conservó a Kirsty como una sombra latente que la juzgaba. Y su presencia le recordaría para siempre la importancia de temer a la muerte para valorar con sabiduría las consecuencias de la inmortalidad.

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