Mi mente no deja de taladrarme con el compromiso que padre ha acordado con el rey Bogdan Dragomir. Una vampira. ¡Una condenada vampira! ¿Cómo puede un torpe príncipe sin experiencia soportar un matrimonio con una chupasangre?

Si al menos fuese como Harry MacLeod, podría dudar. Pero no, tenía que ser esa condesa maleducada y tan poco formal. ¡Ojalá me gustasen las mujeres! Todo sería mucho más fácil en la corte. No tendría que seguir fingiendo lo que no soy.

Si pudiera decidir cambiar de vida, elegiría una en la que nadie tuviese tal poder sobre mí. Así podría plantar patatas en los campos arados y esperar a mi querido guerrero de vuelta tras sus conquistas, en una granja alejada del reino donde no nos pudieran encontrar.

¡Por los siete mares! Y encima el único objetivo de padre es aliarse con los vampiros para atacar la Isla del Trébol Roto. Como si no conociese las leyendas de los pueblos costeros sobre el Fantasma de las Mareas. Cree que una corona lo salvará de la fuerza del océano, pero se equivoca. No obtendrá el control sobre la sirena y su poder. La avaricia lo engullirá antes.

En definitiva: ¡no formaré parte de esta absurda situación! En cuanto cumpla mi deber y me case, volveré a mi hogar. Venga o no mi esposa, no pienso yacer en el mismo lecho que esa furcia sádica. Nada me disgustaría más que tener que convertirme en el heredero de los Dragomir. ¡Lo que faltaba! Y querrá que me someta a sus pactos de sangre, además.

La única razón por la que aceptaría ser llevado a la isla —no quiera Dios que así sea—, sería para poder mostrarle al mundo que los cuentos de fantasmas son reales, o para pedirle una vida a solas junto a Harry. Nadie me toma en serio, pero tengo la certeza de que, si existe la inmortalidad, puede existir también cada fragmento de sueño que nos sacude las sábanas de noche.

Príncipe Rory Campbell

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