Epílogo

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No eliminen la historia, por favor, aún me falta el capítulo extra. Los quiero mucho 💖💖.

Desde que cruzó la entrada de cristal su piel fue perdiendo de a poco el color, tuve la impresión de que si alguien no intervenía acabaría blanca como la nieve. Pese a que su rostro no me dio pistas sobre sus emociones, percibí sus nervios en la manera en que sus dedos golpeteaban la silla, escuchando la plática que nacía en su honor sin que le permitieran formar parte de ella. Había visto aquella escena un centenar de veces, quizás más, y aún seguía sin acostumbrarme a esos temores que brincaban de cuerpo en cuerpo hasta contagiarte.

Celia, en la recepción y, la que di por hecho por la manera en que le sonreía con ternura, su madre discutían sobre el momento adecuado para entregarla a las fieras que habitaban en el cuarto número cinco. Se extendían terribles rumores de aquellas criaturas, capaces de actos inimaginables, cada uno más terrible del anterior. Yo que acababa de escapar por suerte de aquellas paredes aún tenía las marcas visibles del ataque.

Era la persona menos adecuada para darle una bienvenida, pero también la más interesada por hacerlo. Un común dilema al que tenía respuesta.

—Yo me encargo, Celia —le pedí a la recepcionista. Su madre a su espalda me observó de arriba abajo, sin comprender la autoridad que desprendía mi voz, sobre todo analizando mi ropa. Me puse de cuclillas, quedando a su altura. Sus ojos verdes se abrieron por la sorpresa de mi cercanía. Suspiró aliviada cuando no encontró largos colmillos en la sonrisa que le regalé—. Confieso que cuando me avisaron que tendríamos una nueva integrante en el grupo tuve muchísimas dudas sobre ti. Hice preguntas, no te haces una idea, cada que nacía una le seguían una decena más, pero aunque tú no me creas nadie quiso responderme ninguna. No importó cuanto se los pedí, su respuesta siempre fue un "no". Aquí entre nos —bajé la voz para que solo ella pudiera escucharme—: piensan que no soy de fiar. Según ellos soy pésima con las sorpresas.

Ella rio al escucharme parlotear. Esa era mi especialidad. El sonido de su risa tranquilizó a su madre. Le di un vistazo desde donde estaba, habría sido una buena actriz de no ser porque conocía los esfuerzos de la mayoría por fingir que no sucedía nada cuando algo grande lo hacía. Su cabello rubio debió estar perfectamente peinado esa mañana, pero para esa hora algunos mechones escapaban traviesos por su coleta. Incluso a la distancia tuve la impresión de escuchar el ritmo frenético de su corazón que suplicaba por un descanso.

Me pregunté quién de las dos estaría más nerviosa, si se sostenía de la silla de la ruedas como muestra de apoyo o porque era incapaz de mantenerse de pie por sí misma.

—He hablado demasiado —me excusé, volviendo la atención a la chica—. Hagamos un trato. Me dirás tu nombre si yo te revelo el mío. No esperes algo fuera de lo convencional —le adelanté divertida—. Mi madre me puso Amanda cuando ya estaba demasiado cansada para pensar otro. No la culpo, después de horas de parto y nueve largos meses pensando que sería un varón su imaginación no estaba en su mejor momento. Claro que es solo una hipótesis —dije colocando mi mano en el mentón—, porque aunque estuve ahí no lo recuerdo.

—Adriana.

—Vaya, sí que es mucho mejor —respondí poniéndome de pie. Aquel rápido movimiento esfumó la poca confianza que la primera conversación había ganado. Apretó los puños sobre los brazos de la silla dejando sus nudillos pálidos. No di un paso atrás, me mantuve tan firme como la emoción me lo permitió—. Parece que en cualquier momento regresarás el desayuno —me burlé conociendo que el humor era una gran herramienta para contrarrestar el temor. No obtuve más que un torpe asentimiento cubierto por la cortina de cabello clara que usaba para ocultarse—. Te entiendo, mi primer día también fue como tomar una malteada doble y no esperar antes de subirme a una montaña rusa.

—Ella estaba muy emocionada ayer, no sé qué le pasó, esta mañana que perdió el entusiasmo —me explicó su madre ante el silencio.

Comprendía a la perfección ese repentino cambio. El miedo que se calla por la esperanzadora voces de otros, hasta que llega el momento en que tienes que enfrentarte contigo misma y todo aquel valor que creías tener se esfuma. Quizás nunca existió, solo lo creíste porque el resto lo afirmaba con tal seguridad que te convencieron.

—Tal vez si damos un vistazo lo encontremos vagando por ahí, ¿no? —propuse haciéndome a un costado para guiarlas fuera de la pequeña sala de estar. Su madre respondió por ella, empujándola despacio hasta el amplio pasillo que conectaba con la recepción.

Sobre sus paredes nacía una extensa hilera de cuadros abstractos que ni siquiera los mejores artistas del mundo eran capaces de replicar, dinosaurios del tamaño de un perchero en tonos del arcoíris, bestias peludas con expresiones graciosas, nubes convertidas en blancos algodones de azúcar.

—Sí, tenemos unos verdaderos artistas —comenté a su lado cuando la atrapé estudiando los trazos con el interés de la infancia que es incapaz de ocultarse. Yo también les di una mirada crítica—. No me sorprendería que en unos años sus nombres aparezcan en galerías de artes —agregué saludando a un pequeño que nos escaneaba curioso en su escapada.

La atención recibida la llevó a alzar su muro, aquel que nacía para protegerse, la incomodidad colocó otros ladrillos volviendo casi imposible ver hacia el otro lado.

—Te los presentaré si gustas, son amigables —anticipé, cuando al fin dimos con el número marcado en la puerta.

Me alcé de puntillas para ver por la ventana de cristal. Del otro lado encontré justo lo que imagine, un desastre digno de una película. Uní mis labios para no reírme de la expresión de terror del profesor Gael que estaba siendo devorado por aquellos chiquillos revoltosos.

—Todo estará bajo control, Amanda —repitió antes de irme acomodándose el saco negro con un gesto severo que buscaba convencerme. «Se notaba», me burlé de como perdía las riendas ante unos pequeños a lo que les triplicaba la edad.

Coloqué mi mano sobre la perilla, pero a la par que mis dedos la tocaran Adriana se echó a llorar. Liberó la presión que había intentado mantener dentro de sí, una bomba de tiempo. Las lágrimas se deslizaron hasta su barbilla en una carrera por calmar su angustia.

—No, no, no, no. Que el miedo no gane —hablé deprisa entrando en pánico, contradiciéndome. Si existía algo que después de tantos años seguía abriendo un profundo hueco en mi estómago era ver a un niño llorar—. Te aseguro que ninguno de ellos son los que te han contado. Mi palabra que nadie tiene garras afiladas, ni colmillos...

—No es eso —me interrumpió ahogándose con un sollozo.

—¿Algo peor que garras afiladas?

—¿Qué si no me quieren por ser...?

—No... —la frené cariñosa, para que ni siquiera lo pronunciara. En las pupilas de su madre a su espalda bailaba el temor de ver a quien amas dudar de sí mismo, al no encontrar la fórmula para hacerlo feliz—. Si no me juzgan a mí con tremenda facha que cargo —me señalé completa. Mi cabello endurecido por la pintura, el blusón deslavado con algunos rastros de manchas de guerra, los lunares que esa mañana me habían salpicado en las mejillas. Entendía que no confiara en mi opinión, después de todo, por más que me esforzara no podía sentir lo que ella. Eso lo aprendí con los años, lo intentarás, pero mientras no lo vivas en carne propia no lo comprenderás—. Sé que los primeros días son terribles, que todo sería mejor si pasáramos inmediatamente al segundo. Qué bueno sería si nos brincáramos las primeras veces que tanto miedo dan. Pero te diré algo, los inicios son difíciles, pero también son una gran oportunidad.

—Quiero irme a casa —me pidió con la voz rota.

Suspiré derrotada porque aquella súplica me había quebrado a mí también. Se haría su voluntad.

—Está bien. Lo intentaremos luego... Solo quiero decirte algo, una última cosita. Si te vas ahora nunca sabrás qué hubiera pasado, hay un sin fin de posibilidades detrás de esa puerta. Mucha de ellas son buenas. Quizás conocerás a alguien hoy que cambie tu vida o tú la de esa persona. Te contaré algo —proseguí captar su interés por la nostalgia que le di involuntariamente a mi voz—. Yo estaba igual que tú cuando entré a la preparatoria, era una gelatina cada que tenía que bajar del automóvil de mi padre. Deseaba escapar, pero no lo hice...

—¿Mejoró? —cuestionó impaciente, cansada de anécdotas con la que pocas veces podía identificarse. Para fortuna de ambas este no sería el caso.

Sonreí para mí, no podía evitar que mi rostro se iluminara cada que mi mente viajaba a esa época. La calidez se extendió en mi pecho mientras los recuerdos se colaron en cada rincón de esa escuela. Preparé mi garganta para una larga historia.

—Sí que lo hizo.

Acaricié cada una de las letras grabadas en el letrero que colgaba de la puerta del salón. Sentí la mirada curiosa de la chica y su madre cuando detuve mi relato. Había llegado al punto en el que nudo me impedía hablar. Los ojos me escocieron removiendo viejos dolores.

Instituto El corazón de Taiyari

Hace dos años había fundado una pequeña escuela, no de educación básica, sino de actividades extraescolares. Al principio sin muchas aspiraciones de por medio, conociendo lo complicado que sería mantenerla, con el único propósito de darle un nuevo sentido a mi vida al mudarme de vuelta a México.

Una aventura que tuvo mejores resultados de los que pensaba, sobre todo cuando decidí abrir las puertas y motivar a todos los chicos con distrofia muscular que tuvieran interés por el arte. Niños como ella se convirtieron en mi motivación. Me entregué con pasión a enseñarles lo poco que sabía y disfruté como nadie la alegría que les proporcionaba un pincel. Fui fiel testigo del nacimiento de amistades y sueños. Comencé a intentar borrar esa línea que el mundo afuera se encargaba de remarcar durante las tardes donde un montón de pequeños de todos lados jugaban a ser artistas.

Fue difícil al inicio, porque costaba retirar los prejuicios desde casa que estaban tan arraigados o mostrarme amable ante esa peligrosa combinación de ignorancia e inocencia, causa de hacer preguntas incómodas que sin querer lastiman. Mi solución fue no dejar espacio al silencio, logrando que murieran la mayoría de las dudas. Nunca reprendí a nadie por tener curiosidad, pero sí me esforcé porque ellos comprobaran de primera mano lo similares que somos unos a otros.

Estaba orgullosa de mi trabajo, pero más del aprendizaje que esos niños me regalaban a diario. Nunca olvidaría sus caritas el primer día que llegaban, tampoco el de sus padres cuando les ofrecía el programa. Era una oportunidad para el mundo. Quizás ese había sido mi camino desde antes de conocerlo.

—¿Otra vez contando esa vieja historia, profesora?

Reconocí esa voz sin darme la vuelta. Escondí una traviesa sonrisa antes de encarar al intruso.

—¿Algún problema, señor?

—Ninguno, es solo que ya tienes aburrida a la pobre niña —me dijo señalando a la chiquilla con su madre que nos miraban atentas, la última con una sonrisa. Sabía de quién se trataba sin presentaciones. Había comenzado a divagar, aunque gracias al cielo me había ahorrado varios detalles—. Está a punto de terminar la primera hora de clase. Me parece que se ha emocionado demasiado.

—Nada de eso. Solo contesté sus preguntas —expliqué para que dejara de intervenir. Hice un ademán para restarle importancia—. No le hagan caso, mi marido está loco. Ahora, princesa, es momento de tomar una decisión —me dirigí de nuevo a la pequeña. Me coloqué de cuclillas, ella sonrió apenada apretando sus manos sobre los brazos de la silla—. Hagamos un trato —propuse—, probemos un día. Si no te gusta entonces no tienes que regresar, pero si lo haces podríamos firmar tu inscripción mañana —planteé mirando a su madre. Ella asintió—. Estoy segura de que te divertirás, sobre todo porque en un rato tendremos una especie de almuerzo lleno de juegos —agregué—. Prometo acompañarte.

Esa no era la primera que hacía esa promesa.

Sonreí agradecida cuando aceptó dispuesta a intentarlo. Me encargaría personalmente que se encontrara cómoda durante su instancia. No me resultó ningún esfuerzo guiarla hasta el aula y presentarla ante mis otros niños. Observé como tensó sus hombros, coloqué mi mano sobre ellos antes de señalarle con la cabeza algunas sonrisas amigables de sus compañeros.

Era la verdadera recompensa a tanto trabajo, esas sonrisas que abrían puerta.

—¿Quiere quedarse a esperarla? —le pregunté a su madre para acompañarla cuando salí. Taiyari seguía con ella, haciéndole algunas preguntas.

—No, no —respondió enseguida—. Iré a hacer unas compras, estaré aquí temprano.

—Verá que todo saldrá bien —le aseguré con una sonrisa.

Ella me imitó nerviosa, con la ansiedad dominando sus torpes pasos a la salida después de despedirse de mi esposo con un asentimiento.

Lo difícil de una enfermedad es que rara vez afecta únicamente a una persona. Es una realidad para toda una familia.

—No sabes cuánto me gusta escucharte decir eso —me sacó de mis pensamientos Taiyari a mi costado. Alcé una ceja sin comprender de qué hablaba. Había dicho un centenar de palabras, no recordaba ni la mitad.

—¿Loco?

—Tu marido.

Debo confesar que me consideré una ganadora cuando unas semanas después de mudarnos juntos, Taiyari me pidiera matrimonio, sin que hiciera ningún comentario al respecto. «Fue una buena noche», reconocí. Después de su salida en el hospital mi última preocupación era un anillo. Claro que eso no evitaba lo presumiera orgullosa todo el tiempo. «Se veía hermoso en mi dedo. No por su apariencia, sino por su significado».

—¿El señor vino a otra cosa que molestar a su mujer? Porque te recuerdo que tienes clases en veinte minutos —informé señalando el reloj imaginario en mi muñeca.

Matemáticas, esa era la materia que Taiyari me ayudaba a impartir dos veces por semana, a parte de su propio oficio de tiempo completo. Era buen maestro. Su clase era de las más concurridas. Los pequeños lo amaban con la misma intensidad que odiaban los números.

—Oh, sí, pasaba para informarte que esta mañana llamaron de la casa hogar para comunicarnos que debemos acudir este fin de semana. Nos dan la resolución sobre el Certificado de Idoneidad. Según la encargada parece que fuiste bastante convincente en la entrevista. Además, nuestras referencias fueron positivas. No es un sí seguro, aunque ella se escuchaba bastante animada.

—No juegues.

—Sabes que no soy de bromas pesadas, Amanda.

—Oh, Dios mío, Dios mío —murmuré emocionada. No sé si se me bajó la azúcar o estaba a punto en sufrir un infarto, pero tuve que sostenerme del hombro de mi esposo para mantenerme de pie—. Dios mío, si nos aprueban prometo jamás quejarme de nuevo del precio de la pintura.

—Pero ahora podrás hacerlo de los gastos de criar un niño que son incluso más elevados —bromeó. Yo entrecerré los ojos.

—No finjas, deseas tanto esto como yo.

—Sabes que sí.

Después de firmar el acta de matrimonio, Taiyari y yo sabíamos perfectamente lo que queríamos. Ser papás. No mentiré, me dolió cuando él me dijo que no se arriesgaría a darme un hijo biológico, tenía que respetar su decisión y de hecho no me fue difícil hacerlo. Sin embargo, como jamás me rendía tan fácil me envolví de lleno en los temas de adopciones y tutelas. Fue complicado, sobre todo porque el proceso en el país es tedioso. Papelerías, entrevistas, exámenes de todo tipo, en una búsqueda exhaustiva de algún error.

El nuestro, según la mayoría, era la discapacidad de mi esposo.

Intentaba comprender las razones por la que los jueces nos dejaban fuera, pero acepto que pasé una decena de noches llorando porque sentí caminaba en un laberinto sin salida. También confieso que aquello comenzó a desgastar mi relación con Taiyari. Mi cabeza siempre estaba buscando un hijo que tal vez nunca vendría, alejándome de mi casa. Entonces, cuando creí que todo se estaba viniendo a abajo Taiyari me recordó la razón de estar juntos. Dejé el tema en el tintero durante varios meses hasta que fue él mismo quien lo replanteó. Nos hicimos una promesa: tocaríamos las puertas necesarias, pero si era un no teníamos más caminos. Había clínicas que me plantearon otras buenas opciones. Para ser felices no debíamos seguir un manual, experimentaría diversos senderos.

—Amanda, no llores... —me pidió Taiyari. Ni siquiera había notado mis lágrimas. Limpié mis ojos deprisa, para no angustiarlo.

—Perdón —me disculpé con las emociones a flor de pie. Estaba demasiado sensible—. ¿Tú crees que sería una buena madre?

—Serás la mejor madre de todas, Amanda —respondió enterneciendo mi corazón. Sonreí agradecida—. Puedes ir practicando ahora calmando el escándalo de tus niños —rio al escuchar un montón de aplausos en el salón.

Giré extrañada sin tener idea de qué podría tratarse.

Caminé rápido para asomarme por la ventanilla al interior del aula y lo que contemplé dibujó una sonrisa en mi rostro. La pequeña estaba enfrente de la clase, supuse que presentándose, y al terminar el resto le había aplaudido. Observé su auténtica sonrisa. Otro recuerdo imborrable en mi corazón. Verla feliz me dio esperanzas de que todo saldría bien. Ahí, siendo testigo de la alegría de otras personas, y con la mía en el punto más alto, descubrí que no podía imaginarme perdérmelo por otra clase de vida.

Cruzarme con Taiyari no solo cambió mi vida, sino la de muchas personas.

Contemplé con dulzura a mi esposo que esperaba le contara el suceso. Olvidé de qué hablábamos. Le di un vistazo al desolado pasillo, asegurándome que no hubiera algún pequeño curioso, antes de tomar su rostro entre mis manos. Mis labios buscaron el sabor en su boca. Un beso lento que paralizó el tiempo, la prueba de que mi corazón seguía acelerándose por su culpa a pesar de los años. 

—¿Y eso qué fue? —me preguntó con una sonrisa cuando nos separamos.

—Siempre que recuerdo nuestra historia me dan ganas de besarte —confesé divertida, aunque sinceramente lo hacía sin tener motivos.

—Entonces escríbela y cuéntamela todas las noches.

Sonreí antes de volver a besarlo. Quizás no era tan mala idea, no por nosotros, sino por todas las personas que seguían dudando si al salir de una sala de hospital podían ser felices, si valía la pena arriesgarse. Y aunque el mundo es un abanico de respuestas, la respuesta era un sí.

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