Ahnyei IX

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Sábado 5 del mes doce.

—Espero que haya recibido la invitación que personalmente entregué en su casa, señorita Wisdel —dijo el mayordomo del alcalde Statz.

—La recibí, agradezca al alcalde de mi parte por favor —respondió Ahnyei mientras le entregaba con delicadeza y cuidado la figura del arlequín.

El mayordomo se despidió con un gesto cordial, no sin antes lanzar una recomendación que más bien era una advertencia.

—El alcalde espera verla hoy en la celebración, le aconsejo que se tome muy en serio la invitación.

Ahnyei asintió.

—Ahí estaré.

Sentía que estaba caminando sobre suelo peligroso. Tal vez era Mason quien realmente quería verla, y como siempre utilizaba a Statz para sus propósitos. Si ese era el caso, ella también tendría un par de cosas que decirle.

Cerró temprano la tienda y se despidió de Teho. No le comentó acerca de la invitación, lo que menos quería era que se entrometiera en ese asunto; ya bastante se había involucrado. Caminó por las calles del Mercado de los Soles en busca de alguna tela con la que crear su atuendo. No tenía mucho dinero, tan solo lo que había ganado ese día, el resto permanecía como siempre en la caja fuerte que Teho resguardaba.

Encontró varias telas que llamaron su atención, uno de los mercaderes le mostró varios tipos que a ella le parecieron bellas pero inalcanzables. Los precios de la cachemira, la seda y el lino estaban por las nubes. El mercader iba y venía, mostrándole opciones cada vez más económicas. Al final se decidió por una tela de seda sintética teñida de azul proveniente quizás de la fábrica en dónde trabajaba Marie.

El mercader cansado de su ir y venir le sonrió con desgano cuando vio su elección. No necesitaba una tela cara, pero le habría gustado haber adquirido algo mejor. «Las finanzas no están para esto», se consoló rápidamente. Pagó la cantidad necesaria y emprendió el regreso a casa.

Horas más tarde tenía su atuendo listo. De su tienda había traído unos pendientes de color negro obsidiana, a juego con un collar del mismo color. Si todo salía bien esa noche, tal vez el alcalde abogaría por derogar la prohibición.

Por el momento, solo se trataba de agua y comida y Marie y ella contaban con la reserva de agua embotellada que Seidel había sustraído del Gobierno de las Buenas Obras y con los vegetales que crecían en su huerto; pero sabía que la prohibición podía escalarse hasta incluso afectar su economía, vedando el uso de su dinero en ropa, tiquetes de transporte o incluso para la adquisición de la materia prima que necesitaba en su tienda.

Sabía, tal como se lo había hecho saber Marie, que no podría escapar al destino que la esperaba. Al regresar a casa meditó en cuánto había cambiado su vida desde el regreso del hijo del ministro.

Tomó un baño y luego se vistió para la velada. Recogió sus cabellos en una larga coleta. De su closet extrajo un grueso chal de color blanco. Las zapatillas blancas y opacas eran altas con un tacón exquisito. No dedicó mucho tiempo a verse en el espejo. Al mirar el reloj se dio cuenta que aún faltaban dos horas para el inicio de la ceremonia, sin quererlo, sequía pensando en los diarios o pergaminos de Annika, como ella le llamaba.

El apego a su vida mortal podía comprenderlo, ¿pero el rechazo a Zenyi? Zenyi era maravilloso, dulce, inteligente, bondadoso. La representación del amor y la nobleza.

«Pero las almas gemelas no siempre están destinadas a estar juntas»,  había escrito ella. Había preferido a un mortal y, en una alta traición y desobediencia, la criatura ahora no podía morir. Condenada a pasar una existencia miserable, siguiendo como un perro faldero los pasos de su creadora. Se estremeció tan solo de recordarlo. Era una advertencia, algo similar podría pasarle de negarse a cumplir con su misión divina.

Todavía tenía algo de tiempo para releer las partes que consideraba importantes. Se dirigió al desván y nuevamente se embebió con facilidad en la lectura.

El mundo que describía la autora antes del recogimiento era tan diferente, tan lleno de luz, de vida y belleza, tan distinto al que ahora habitaba.
Costaba creer que se tratase del mismo planeta.

La historia de Annika terminaba abruptamente, como si faltaran piezas de un gigantesco rompecabezas. Se atrevió a mirar en el baúl de Marie, pero no encontró nada más.

Despegó la vista de los diarios cuando empezó a sentir un frío húmedo, que se colaba a través de las tablas y plafones del desván. Había perdido la noción del tiempo. ¿Cuántas horas llevaba ahí? No lo sabía con seguridad, pero la luna afuera ya se alzaba plateada e inmensa. Se apuró entonces, su cabeza estaba llena de impresiones y pensamientos que no le pertenecían.

Con miles de ideas e inquietudes, Ahnyei salió de su hogar, y caminó hasta el lugar que señalaba la invitación. No estaba lejos. La casa del alcalde era bien conocida por sus altos muros de madera de caoba y su extenso terreno, casi tan grande como la propiedad de Mason.

Llegó tarde, afuera la Guardia de la Ciudad se apostaba en la entrada de la casa, así como a lo largo de la calle. Se preguntó si es que acaso ahí se encontraba Mathus, el padre de Teho. No lo veía por ningún lado.

El guardia de la entrada de aquella mansión revisó su invitación, y a continuación, la maestra de ceremonias la condujo hasta el interior de los jardines donde el evento se celebraba.

—Llega tarde —dijo malhumorada—. De tratarse de una invitada cualquiera le suplicaría que se retirara.

—Pero no lo soy —respondió ella, con cierta petulancia. La mujer torció la boca y señaló con su brazo el jardín. Los votos, al parecer, se habían leído hacía ya algunos minutos.

Alcanzó a divisar la mesa de los novios, el arlequín espléndido descansaba en el centro. La pareja reía detrás de él, bebiendo de sus copas. A la izquierda estaba el podio donde minutos atrás Mason o su hijo debieron haber oficiado la celebración.

Le temblaron las piernas cuando descubrió que Jan la miraba desde una de las mesas principales, sin perder ningún detalle. A su lado estaba su madre, la reconoció fácilmente, aunque no era una mujer que se dejara ver mucho.

Esos ojos rasgados los había heredado sin duda de ella, no eran pequeños ni viles cómo los de su padre.
Y hablando de su padre, Mason se encontraba en otra mesa, charlando con el alcalde; no le prestó mucha atención y entonces Ahnyei pensó que todo iría bien.

Dominando su nerviosismo, obligó a sus piernas a andar derechas y caminar con seguridad, siguiendo el camino que la malhumorada maestra de ceremonias le mostraba. Al final, y para su mala suerte, la mujer le señaló la mesa que ocupaba Jan y su madre.

—Por favor —le dijo la mujer mientras extendía una silla, invitándola a sentarse. Ahnyei suspiró, suspiró y luego saludó.

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