De las crónicas de Annika VII

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Londres, Inglaterra. Otoño de 1967 de la Era Común o después de Cristo.

Pergamino siete.

Zenyi desapareció pocos días después de aquel encuentro. Se desvaneció como las hojas que cayeron de los árboles en ese, mi último otoño. El único recuerdo que guardé de él por algún tiempo fue su mirada solitaria y su andar errático, cuando decidió alejarse de mi vida.

Algunos días después, me encontré a mí misma paseando por aquellos viejos suburbios, como buscándolo. Pronto vi habitado por otra pareja su apartamento... Nuestro apartamento.

La indiscreción de los ventanales sin cortinas me permitió en varias ocasiones observar la pasión de los jóvenes amantes, pasión y amor que me recordaba a aquel breve tiempo que compartimos en la tierra Zenyi y yo, a una promesa y una vida llena de gloria. Aunque era feliz con Aiden, a veces sentía que era un alma incompleta y que jamás alcanzaría la dicha plena.

***

Llegó por fin la última presentación de una corta gira. Habíamos presentado con éxito el ballet de Giselle, abarcando algunas partes de Europa. La última fecha ocurriría el diecisiete de noviembre, en mi amado Londres, y con este hecho, abandonaría para siempre el Ballet de Lombardo.

El Ballet Ruso de San Tehosburgo, sería ahora mi segunda casa. Las compañías más importantes del mundo nos buscaban, a Aiden y a mí, a «La pareja angelical», pero yo me decidí por Rusia (entonces aún conocida como la Unión Soviética).

Deseché todas las súplicas de Lombardo, Giselle sería mi último trabajo con él, a pesar de que ofreció triplicarme el salario, regalarme un nuevo y mejorado apartamento, junto con una amplia gama de prestaciones. Eché de lado el gran lazo que nos unía y convencí a Aiden de dejar la compañía de Lombardo e irnos a Moscú. Mi sed de triunfo comenzaba a ser insaciable, recorrería el mundo, me casaría con Aiden, me consagraría como la mejor bailarina de todos los tiempos.

La compañía organizó una pequeña despedida para Aiden y para mí un día antes de la última función. Tres días después de la presentación final nos marcharíamos. El encuentro tuvo lugar en uno de los lobbies de un hotel de prestigio.

Me sorprendió ver a Fabio y a Candy Rowell participar en la velada. Sabía que ellos me odiaban; a Fabio le había roto el corazón, pisoteado su ego, y a Candy sus sueños. Sin embargo, ahí estaban.

No creí ni media palabra cuando se acercaron a Aiden y a mí para desearnos lo mejor. Ellos ahora eran una pareja, al parecer muy feliz y comentaron lo afortunados que eran por tener  la oportunidad de mudarse a los Estados Unidos de América para filmar una película con reconocidos productores. Entonces me pregunté qué sería de Lombardo, sin su hijo y sin mí.

—Sé muy feliz, Annika. Te mereces todo el éxito del mundo —sonrió Candy, mostrando una sonrisa tan estudiada que desde ese preciso momento me puso sobre alerta.

Fabio asintió, se levantó de su silla, y junto con Candy, alzó su copa. Con voz autoritaria ordenó un brindis a nuestra salud.

—¡Por la pareja angelical! —exclamó.

—¡Por la pareja angelical! —corearon los demás.

—Porque su vida esté llena de alegría durante el tiempo que vivan —rumió mientras acercaba la copa a sus labios; entonces un brillo de aversión llenó sus ojos. No era sincero, jamás lo sería.

Bajó la mirada para no hacer evidente el odio que sentía hacia mí. Pero mi atención se dispersó y no les di más importancia cuando mis amigos comenzaron a aplaudir fervorosamente.

Sin querer, las lágrimas humedecieron mis ojos y tomé con fuerza la mano de Aiden, quien se encontraba sumamente conmovido. Ellos eran sinceros, ellos me amaban. Las palmas de Lynda no dejaban de aplaudir con entusiasmo, mientras gruesas lagrimitas resbalaban por su rostro. Lombardo, desde el rincón, también alzó la copa y me sonrió cansadamente.

—Gracias. —Asentí, dominando mi voz—. Gracias por sus sinceros deseos, gracias por...

Un terrible presentimiento se adueñó de mí e interrumpí mis palabras. Aquel que había propuesto el brindis junto con su amada, escapaba del lugar entre carcajadas. Candy me echó una ojeada grotesca y Fabio me miró con algo más fuerte que el odio, con una aversión y desprecio irascible. Jamás me perdonarían. Todo lo malo del mundo de pronto se ciñó a mis hombros, sentí el peso de una realidad, de un futuro irremediable que se aproximaba a pasos agigantados.

Nunca tuve el don de la adivinación, era mi parte humana la que me hacía conocedora de las tragedias que a mi vida se avecinaban. Un sopor se apoderó de mis miembros, mi cuerpo se aflojó y solté la copa sin querer. El ruido del cristal estrellándose en el piso alertó a los demás. Mis amigos y mi novio estaban desconcertados.

Lombardo me sujetó con sus fuertes brazos para evitar que me desplomara en el suelo.

—¡Llévenla a descansar! —ordenó.

Me sumí durante largas horas en sueños intranquilos. Dijeron que había sido el cansancio, no había otra explicación. No podía estar embarazada. Ya he dicho que era estéril.

Pero ese mal presentimiento no se fue de mí. La corazonada de que algo terrible ocurriría muy pronto.

Y no me equivoqué.

El último baile con Aiden fue aquel que hicimos en Londres, con el que cerramos la gira. Fue mi última danza con mi amado bajo los reflectores, sonriendo a las cámaras, brillando en el escenario, disfrutando de las ovaciones, agradeciendo al público que nos otorgaba flores. Volvería a bailar con Aiden, sí, y durante muchos años, pero las danzas serían secretas. Solo él y yo danzando en las tinieblas.

Aiden me aseguraba que todo saldría bien. Me calmaba con besos y palabras dulces hasta que olvidaba mis temores

Las cámaras nos observaban atentas, el público se deshizo en aplausos y la prensa nos abordó al finalizar la presentación. Miré mi reflejo de soslayo, en los espejos de pared, el mío y el de Aiden: jóvenes, bellos, fuertes... ¿Qué podría ir mal? Miré a mi amado reír, ser feliz, y entonces pensé que tal vez mis malos augurios solo eran producto de mi imaginación.

Fabio y Candy no se acercaron a nosotros y procuraron retirarse rápido. Dieron unas escuetas entrevistas y se marcharon, evitándonos.

***

La desgracia comenzó después de la medianoche. Fueron varios estallidos a quemarropa. El desquiciante y atronador sonido cesó  cuando el olor y el humo de la pólvora se levantaron en violentos espirales hacia el techo de mi alcoba. Yo estaba ilesa, pero una bala certera había atravesado el pecho de Aiden, la sangre empapaba nuestras sábanas blancas, mientras el cuerpo de mi amado luchaba por incorporarse.

¡Cobardes!», quise gritar y extendí mi mano para detenerlos, pero otro disparo fue más rápido que yo; directo a mi pecho ahogó mi conjuro. La bala fue a alojarse cerca de mi corazón. El dolor que sentí fue indescriptible, pero al recibir el segundo disparo me fue casi imposible seguir reaccionar.

¡Tan grande es la envidia y el odio del ser humano!

Por el rabillo del ojo, vi como el cobarde escondido detrás de una máscara blanca de teatro —representando la horrorosa figura de la tragedia— se preparaba para detonar nuevamente su arma. Su compañero —quien portaba a su vez la máscara de la comedia— montaba guardia en la puerta del departamento. No saldrían de ese lugar hasta  acabar con nosotros.

¡Oh Anni, Anni! —se burló de mí y reconocí al instante esa odiosa voz. Las comisura alargadas hacia abajo de la boca de la máscara, así como sus ojos vacíos, escondían al hombre perverso que se había atrevido a dispararme. El odio comenzó a circular por mis venas, proporcionándome las fuerzas necesarias para luchar—. Te advertí que no jugaras conmigo.

—¡Maldito! —mascullé, y antes de que pudiera acercarse a mí y volverme a tomar desprevenida, alcé el brazo y detuve su mano asesina. Unos segundos después el arma rodó por el suelo. Escuché un crujido de huesos luego de que el maldito cayera de rodillas, profiriendo alaridos desgarradores.

—¿Pero ¡¿qué?! —gritó desde la puerta su acompañante—. ¡¿Qué te pasa?! ¡Tenemos que irnos ya!—entonces descubrí quién se escondía detrás de aquella careta horripilante. Candy se había quitado la máscara por un momento para ver mejor en la oscuridad.

—¡Mi mano! ¡No sé qué sucede! ¡Carajo!

Ella corrió para ayudarle, y cuando llegó a su lado, yo,  presa de una gran furia y con renovadas energías, contuve a los asesinos con éxito esta vez.  Extendí mi mano y dominé sus movimientos. Los elevé al techo, y quedaron suspendidos en el aire; en tanto, me ocupé de extraer con movimientos presurosos la bala del pecho de Aiden, que subía y bajaba con dificultad.  Cerré las heridas internas, manipulando sus tejidos, moviendo las manos con rapidez, como una araña tejiendo su red.

La hemorragia cesó y Aiden recuperó un poco el color. Entonces comprendí que era hora de ocuparme de ellos.

—¿Pero qué sucede? —chillaba Candy, aún sin comprender lo que estaba sucediendo, pataleando inútilmente, intentando descender—. ¡Fabio! ¿Qué está pasando?

Me puse de pie y con una ráfaga de viento los zarandeé, azotándolos contra las paredes una y otra vez. Las máscaras cayeron al piso y me regocijé al ver sus caras de terror.

El crujir de sus huesos me brindó placer. Olvidé su gran desventaja contra la mía. Por un momento recapacité y quise mostrarles misericordia, pero... ¡No! ¡Ellos habían intentado asesinarnos y por lo tanto merecían sufrir! 

Estaban hechos unos guiñapos y cuando por fin los liberé de mi hechizo, se arrastraron por el suelo intentando alcanzar la puerta. Salté sobre ellos y descargué toda mi furia en sus bellos y aborrecibles rostros, con odio inaudito continué hiriéndolos. Rogaban piedad, pero no se las daría.

¡¡Malditos!! ¡Malditos humanos!! —gemía—. ¡¡Jamás serán iguales a mí!! ¡¡Jamás!!

—¡¿Qué cosa maldita eres?! —vociferaba Fabio, escupiendo sangre—. ¡¿Qué cosa eres?!

—Anni... —vi de reojo a  Aiden, que intentaba incorporarse—. Anni... —suplicó otra vez, mientras sujetaba su pecho. Pero ya no había herida ahí, él estaba bien.

—Anni... —no dejaba de repetir mi nombre. Pero tal era mi furia que lo ignoré. Luego iría a su lado. Él estaba bien y yo tenía que ocuparme de castigar a ese maldito par.

—¡Annika! ¡Por favor! —rogó Fabio—. ¡Perdónanos y déjanos marchar!

—¡No se irán! ¡Jamás saldrán de aquí!

—¡Por favor! —imploró Candy y la hice callar con otra poderosa bofetada. Los dientes aperlados y perfectos se desprendieron de su boca rodando contra el piso. Su piel de ébano se teñía con su sangre y la mía.

Disfruté cada golpe, cada grito de súplica rogando que parara. Al fondo de la habitación, la voz de Aiden se iba apagando.

De pronto, en un vano intento por comunicarse conmigo, la voz de Aiden resonó en mi cerebro:

«Anni, estoy muriendo».

Dejé al par de malditos gimiendo y llorando en el suelo y fui hasta mi amado. Pero si todo estaba bien... Lo había sanado bien. ¿En qué me había equivocado?

—Anni... —gimió y acarició mi rostro. Entonces expiró.

Ahogué mis gritos y abrí de nuevo el agujero en su pecho. Hurgué en él, procurando no dañar los tejidos. Entonces la vi.

Ahí estaba, escondida, alojada en la parte más recóndita de su corazón las esquirlas de la bala que había estallado en finos pedazos. Extraje todo lo que pude, sané su corazón, besé sus labios, quise reanimarlo, en un ciclo interminable de horror y desesperación. La vida humana es tan frágil, tan efímera.

El color de Aiden escapó por fin de su piel, sus ojos antes hermosos ahora eran dos cuencas amoratadas y vacías. El brillo de sus luceros se había apagado para siempre.

Lloré en su pecho largamente mientras los infelices seguían en el piso, retorciéndose de dolor. Clamando y suplicando que pusiera fin a su agonía.

Atrevidos...

Mi furia renació y con un simple movimiento los elevé por los aires, hasta el punto óptimo para terminar al fin con sus vidas. El crujido de sus cuellos no le dio la paz a mi alma, pero algo de mi furia se disipó y entonces vino la cordura.

Candy y Fabio estaban muertos, sus cuerpos retorcidos yacían en mi alfombra y mi habitación ahora era una escena del crimen.

Me vestí con rapidez y cargué con Aiden a mis espaldas. Ya nada me importaba... Solo él. Por la ventana vi como la policía se acercaba, las sirenas comenzaban a lacerar mis oídos y a alterar mi corazón.

No tardarían en llegar y yo tenía miedo a lo que sería capaz de hacerles si se interponían en mi camino.

Existía una manera para que mi sueño no terminara. Él cambiaría sí, pero podría vivir con eso. Recordé la advertencia de los einheres. Me hicieron jurar sobre los sagrados escritos de Luhna que jamás lo haría. Que mi don debía reservarse solo para los míos. Pero Aiden era más que mío y eso justificaba cualquier condena. Besé los labios fríos de Aiden.

—No te preocupes. Todo estará bien.

Me vestí de prisa y cogí una pequeña maleta, cargué con mi amado sobre mi espalda y salí por el balcón, entre más rápido actuara, sería mejor.

«No temas, mi amado. Pronto estaremos juntos», me repetí mil veces mientras vagaba por las desiertas calles de mi querido Londres.

De un momento a otro, me había convertido en una asesina, en unos minutos más, me convertiría en una desertora.

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