Jan VII

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Sábado 28 del mes once.

—¡Están hermosos! —exclamó Beka, sosteniendo su juego de pendientes y collar—. ¿Dónde los has conseguido?

—Eso no puedo revelártelo —dijo besándola suavemente y, sin quererlo, comenzó a pensar en Ahnyei. Ahnyei y sus manos tallando las joyas perfectas que su hermosa novia no dejaba de admirar en el espejo. Ahnyei y sus brillantes ojos...

—¡Me los pondré enseguida! —dijo exaltada, quitándose los pendientes turquesa que le había regalado su madre para reemplazarlos—. ¡Qué maravilla! ¡Hacen juego a la perfección con mi vestido negro y mis cabellos sueltos! Las zapatillas... Sí, las zapatillas... tendré que cambiarlas o de lo contrario...

Jan dejó de escuchar.

«El impuesto por no asistir a clases».

Se preguntó qué habría querido decir. Se avergonzó al no tener conocimiento de aquello, se suponía que al ser el hijo del ministro debía conocer sus decretos. Pues bien, lo ignoraba todo.

—¡Jan! ¡Jan! ¡Te estoy hablando!

Jan volvió a la realidad.

—¡Te ves preciosa! —dijo, esperando que eso aplacara un poco la furia de su novia. La había estado ignorando prácticamente desde que había llegado.

—¿Qué te sucede? Has estado ausente todo el tiempo.

Él se puso de pie para besar sus labios y, como intentando remediar su falta de atención,  le apartó el cabello y le colocó la gargantilla, intentando no volver a pensar en ella.

Salieron del vestíbulo de su casa. Afuera, uno de los opulentos y deslumbrantes automóviles de la familia Weiss los alumbró con los faros y luego estacionó. Hacía frío, Jan ajustó su chaqueta y acomodó con diligencia el abrigo de su novia. Walter salió del vehículo.

—¡Querida Beka! —exclamó el hombretón con una sonrisa. Era alto y corpulento, con barba y bigote perfectamente delineados, de entradas prominentes e hilos plateados que se extendían por su copete y patillas—. Es tu cumpleaños, puedes llevarte el Plenya si quieres —dijo esto extendiéndole las llaves.

A Beka se le iluminaron los ojos. Conducir ese auto era un sueño. El automóvil —aunque de lujo— que actualmente manejaba, ni de lejos podía comparársele.

Jan se apresuró a saludar al padre de Beka, éste correspondió al saludo afablemente con un cálido apretón de manos.
Walter rodeó el vehículo y entonces le abrió la puerta a su esposa, luego fue el turno de ayudar a su hijo que venía en el asiento trasero. Aris, el hermano menor de Beka, bajó del vehículo haciendo un gran esfuerzo. Beka sonrió.

—¿Cómo te fue, lagartija?

—¡Me fue increíble! —dijo el pequeño. 

Aris tenía diez años. Una seria discapacidad motora lo obligaba a usar aparatos ortopédicos en sus extremidades y espalda. Era bajito, pequeño y demasiado enjuto para los niños de su edad. Tal vez era por el hecho de que caminaba con el cuerpo torcido y la espalda agachada, ayudado por dos bastones mecánicos.

Beka saludó a sus padres y a su hermanito, el cual le correspondió con un robótico abrazo.

—¡Feliz cumpleaños, hermanita!

La madre también saludó.

—¿Cómo ha ido la terapia? —preguntó Jan, revolviendo con gracia los cabellos ondulados del pequeño. Este le regaló una sonrisa enseñando todos sus dientecitos chuecos y apiñados.

—¡Genial! ¡Ya puedo extender este dedo un poco más! —levantó el dedo índice de la mano derecha,  por ahora era la única parte de su cuerpo que podía permanecer erguido por más de un minuto.

—¡Eso es! —Jan gritó con júbilo dándole unas pequeñas palmaditas en la espalda, Aris comenzó a reír.

—Ahora sí que nos parecemos, ¿no Jan? —bromeó al ver el cabestrillo mecánico del joven.

Jan rio, Aris le caía bien, lo veía como a su pequeño hermano y no hace falta aclarar que para el niño Jan era como su hermano mayor.

Era triste la situación de Aris, tenía una enfermedad genética y degenerativa, las expectativas de vida no eran esperanzadoras; sin embargo, el exceso de cuidados, medicamentos y terapias parecían surtir efecto. Ayudaba también el hecho de que el pequeño era alegre y tenía voluntad de vivir.

—Bueno, ya basta —interrumpió Beka sonriendo y tomando por el brazo a Jan—. Deja a mi novio en paz. Es MI NOVIO, no tuyo. MÍO —enfatizó.

Aris sonrió y con pasos temblorosos reanudó sin ayuda su lento caminar.

—Vamos hijo —dijo la madre—. Coge el brazo de papá. Aún vienes muy agitado de la terapia.

—Puedo solo —respondió él sin perder el ánimo, aunque el sudor ya perlaba su frente y su postura parecía ser inestable.  

—Aris, por favor.

—Puedo solo —repitió, y en su rostro empezó a notarse su incomodidad, Beka lo miró con preocupación—. Feliz cumpleaños, hermana.

Walter se situó al lado de su hijo, no queriendo entrometerse, pero colocándose lo suficientemente cerca por si perdía el equilibrio.

—Vayan con cuidado, hijo —dijo el padre, dirigiéndose a Jan.

—Claro —respondió el aludido—. Buenas noches.

Aris le dedicó una última mirada.

—Hasta pronto, campeón.

El semblante de Beka no era bueno, él sabía que si había alguien por quien se interesara, aparte de él, ese era su hermano.

—Me preocupa mucho —dijo Beka, tiempo después en el restaurante.

Ocupaban una mesa suntuosa de largos manteles de seda blancos y brocados de plata, la tela era cara, por supuesto; tal vez venía de Pilastra, pero el diseño y confección eran de Boga. El derroche era excesivo, botellas de vino de cosechas centenarias y comida, comida real. Aunque para Jan y Beka siempre había sido así. Jan ni siquiera recordaba haber abierto una sola lata procesada de las fábricas de Adarve. Esa vida no la conocía. Por un momento se puso a pensar que tal vez a eso se refería Ahnyei.

—Estará bien —la consoló—. Es mucho más fuerte de lo que tú crees.

—Eso ya lo sé, pero me refiero —a Beka se le quebró la voz e hizo un esfuerzo por no llorar—, a que por más que lo intente, el pronóstico sigue siendo el mismo.

Jan sabía que tenía razón, el pequeño no llegaría a la adolescencia, por más que se esforzara.

—Los milagros existen —dijo en cambio—. Aris podría ser uno de ellos —Beka sorbió sus lágrimas y asintió. No había otra cosa a qué aferrarse.

—Prueba la ternera —le urgió—. Es lo más delicioso que he comido últimamente.

Los cortes de carne estaban dispuestos en grandes trozos cocidos a término medio que chisporroteaban gruesas gotas de grasa, sobre una salsa de especias finas y aromáticas. Jan tomó con el tenedor un trozo que le supo a gloria.

—¿No te sientes mal algunas veces, Beka? 

Beka interrumpió el recorrido del tenedor a su paladar y lo miró desconcertada.

—¿Sentirme mal? ¿Y por qué?

—Porque solamente nosotros y las familias de los Cinco podemos darnos estos lujos. Señaló la comida.

—Absolutamente no —negó como si fuera la cosa más obvia del mundo—. Nuestros padres han trabajado duro por esto. Nos lo merecemos.

Jan bajó la vista y de pronto el ternero le supo amargo.

—¿Lo dices por el aumento del impuesto eclesiástico?

Jan la miró con atención.

«Eso era entonces».

Nuevamente se sintió impotente pues nada sabía de aquello. Hasta ese momento, jamás había reparado en las carencias y las diferencias sociales profundamente marcadas entre los pueblos y sobre todo en Pilastra.

Toda su vida siempre había girado en torno a sus estudios, sus entrenamientos y los eternos. No tenía tiempo para pensar en cosas tan simples como preocuparse de dónde venían la comida y la bebida. Excepto que no eran cosas tan sencillas para los que no pertenecieran a la élite de los Cinco.

—Vamos Jan —continuó Beka al percatarse de que Jan se impacientaba—. Es una medida necesaria, extrema quizás, pero necesaria al fin.

—¿Cuál es el incremento?

—¡Ay, no lo sé amor! —se quejó con indiferencia—. Un veinte o treinta por ciento. No lo sé.

—¡Es un abuso!

—Es transitorio —aclaró Beka con formalidad—. En cuanto el porcentaje de bautismo sea del cien por ciento el impuesto se derogará. Los beneficios de agua y comida también volverán.

Jan sintió como le latía rápido el corazón, y una cólera rabiosa empezaba a ebullir lentamente desde sus entrañas.

—Pero ¿qué dices? ¿Han suspendido el programa de los vales del distrito?

—Temporalmente, Jan... —a Beka todas esas medidas le parecían claramente justas y obvias—... Ya —rogó intentando cambiar el ánimo y el tono de la conversación—. Es mi cumpleaños. No hablemos de cosas aburridas.

Él suspiró y nuevamente miró la espléndida mesa con su espléndida comida. Luego echó una mirada al resto de la gente que disfrutaba con glotonería los manjares, la bebida y la delicia de postres exquisitos. Incluso había en el piso un pedazo de pastel de chocolate que a nadie le importaba desperdiciar. Se había estrellado con el merengue apuntando hacia el piso. Uno de los meseros se apuró a levantarlo, miró furtivamente hacia ambos lados y luego se lo guardó entre las bolsas del delantal blanco. Los comensales no se dieron por enterados, o si lo hicieron no le dieron importancia, estaban muy ocupados en su charla y su goce gastronómico.

Jan parecía haber nacido en ese preciso instante, como si por arte de magia en esos momentos sus ojos se hubieran abierto. Todo hasta ese día le parecía normal, jamás se había detenido a mirar el mundo en el que vivía.

Ahora se avergonzaba. La comida le sabía mal e incluso vomitiva. Sintió una súbita saciedad e incomodidad estomacal. Dejó los cubiertos sobre la mesa y se limpió la boca con la servilleta.

—¿No comerás más, Jan?

—Estoy satisfecho —dijo él e hizo señas para que el joven mesero que los atendía fuera a recoger el plato.

—Me pregunto qué harán con las sobras.

Beka seguía mirándolo con atención.

—Pues las tiran —dijo, encogiéndose de hombros con absoluto desinterés.

Cuando el mesero retiraba las sobras, Jan cogió con fuerza su copa.

—Esta todavía no, por favor...

A partir de ese momento la velada se tornó todavía más incómoda y extraña. Beka condujo el auto de regreso a Pilastra. Iba seria, enfocada solamente en el camino. Jan sabía que le había arruinado la noche con sus largos silencios, apatía y episodios de ausencia.

—Si no tenías ánimos, no tenías por qué haber venido.

Jan sabía que tenía justa razón para estar enojada, pero no podía evitar sentirse de esa manera. Jan tocó el aparato mecánico que aún le sostenía el brazo.

—Lo siento, no me he sentido bien últimamente.

Los ojos de Beka ardían con una mezcla de furia y llanto.

—De eso ya me di cuenta, pero al menos debiste hacer un esfuerzo.

—Beka, por primera vez me doy cuenta de cosas que antes me pasaban por alto.

Beka suspiró con fuerza y otra vez le dijo lo que a ella le parecía obvio.

—No puedes culparte por la vida que tienes, Jan. Merecemos lo que tenemos y nuestros hijos lo tendrán todo también.

El solo pensar en los hijos, sus hijos, le hacía estremecer. ¿Qué clase de vástagos traería a ese mundo? Vivirían también en la opulencia, sí, pero si engendraban varones estos por defecto servirían a la Orden de Acán.

—Porque los tendremos, ¿no, Jan?

No contestó, ni siquiera disimuló su desgano.
Beka se limpió las lágrimas, y condujo en silencio hasta su destino.

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