Jan XIII

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Domingo 6 del mes doce.

Aún podía sentirla, seguía en Pilastra, pero ya no estaba sola. Otras entidades estaban con ella, y una más había despertado con la fuerza de un ciclón. Sintió miedo. Las tormentas eran poco comunes, había sequía en todo el planeta y, sin embargo, en el cielo grandes nubarrones se compenetraban descargando un diluvio jamás antes visto. Jan supo exactamente en qué dirección ir y corrió hacia allá.

Beka estaba a salvo de las garras de Mason y de cualquier evento que se desatara. Era su madre quien le preocupaba. ¿Estaría en algún refugio en Almena?

Y en cuanto a Ahnyei...

«Ahnyei...», murmuró.

Jan sacudió la cabeza y exigió a sus piernas andar aún más rápido.

«Es una locura... ¿cuándo terminará», pensó.

El deseo de detenerse para beber más alcohol lo consumía, punzante y lacerante.

«Estúpido, debes mantenerte sobrio».

Jan por fin llegó al centro de Pilastra. La ciudad estaba irreconocible, sumida en un caos, hogares saqueados y sirenas de patrullas que sonaban incesantemente. La Guardia intentaba combatir los saqueos y reprimir las rebeliones descargando puños y arrestando a los alborotadores, pero eran demasiados. Jan caminó por la calle principal recibiendo varios empujones y encontronazos de la gente que huía despavorida hacia los refugios, llevando en sus manos agua y provisiones robadas de las Tiendas de la Buena Voluntad.

El cosquilleo regresaba a todo su cuerpo, su corazón latía desbocado. Jan se detuvo y sacó de uno de sus bolsillos el resto de pastillas blancas, ni siquiera pensó en si serían demasiadas, las tragó únicamente con su saliva y luego bebió del alcohol barato que Hans le había proporcionado hasta terminar la botella.

—¡La bestia! —gritaban—. ¡Ha despertado y nos aniquilará a todos!

El gentío resbalaba con la lluvia, golpeándose y avanzando con dificultad unos sobre otros, acrecentando el pánico y el miedo.

Mason los calmaría, los contendría y ellos obedecerían, sabría cómo hablarles y ellos escucharían. Pero él no era como su padre, jamás lo sería.

—¡Que se jodan! —exclamó y siguió adelante. La turba se hizo cada vez más intensa y Jan notó como la vista comenzaba a nublársele. Vio las caras flacas y empapadas por la persistente lluvia de varios hombres acercarse a él.

—¡Háblanos! —le suplicaban—. ¡Dinos qué hacer! ¡Señálanos a dónde debemos ir!

Jan sintió las piernas pesadas. Una náusea poderosa se revolvía en sus entrañas y subía en forma de vómito por su garganta. Se detuvo apoyando los brazos en sus piernas, intentando controlar las arcadas.

«Vamos, no tengo tiempo para esto...»

Su cuerpo estaba al límite, intoxicado por la combinación de drogas y alcohol.

«Soy un estúpido», pensó. La cabeza comenzó a darle vueltas. Unos puntos azules y rosas se dibujaron en los rostros que lo sofocaban. Jan miró hacia arriba.

—¡Eres el hijo del ministro! —alcanzó a escuchar—. ¡Dinos qué hacer!

Sintió como el suelo desaparecía bajo sus pies y como un apagón comenzaba a desconectar las funciones básicas de su cerebro.

—¡Tenemos miedo! —sintió como un brazo tiraba insistentemente de su capa.

—¡Ayúdame! —una mujer anegada en llanto se aferraba, tocándole su rostro como si él fuera un ser milagroso.

—No puedo —murmuró a las siluetas borrosas. Un golpe seco al fin apagó las voces y las luces. La cabeza de Jan había aterrizado sobre el cemento duro, completamente inconsciente, mientras las pisadas feroces de cientos de asustados fieles dejaban su impronta en su cuerpo.

***

Una voz conocida le llamó por su nombre. Aturdido, Jan abrió los ojos.

El ruido agudo e incesante de las alarmas continuaba. Ya era de día. Seguía tendido en la misma acera y el tumulto había desaparecido. Las calles ahora estaban desiertas y las casas, el bosque, establecimientos e incluso el templo del Día de Adoración ardían. Miró hacia arriba y vio como del cielo caía fuego. Se talló los ojos más de una vez para comprobar que lo que miraba era real.

—¡Jan! —repitió la voz que ahora agitaba su cuerpo—. No me obligues a abofetearte, Jan. ¡Reacciona!

Jan enfocó finalmente a la figura borrosa que le hablaba.

—Mathus... —susurró al reconocer sus ojos color miel, tranquilos y apacibles, que seguían conservando la calma a pesar del desastre, y ese bigote escuálido y ridículo que lo caracterizaba.

—¿Estás bien, Jan? Deberías estar en los refugios. La ciudad ya ha sido evacuada.
Jan se incorporó, obligando a sus piernas entumecidas a ponerse de pie.

—¿Qué ha sucedido? Me desmayé cuando quedé atrapado entre un tumulto.

—Es el apocalipsis, a mí parecer —respondió Mathus—. Llueve fuego desde hace un par de minutos, proviene de la finca Wisdel, o al menos de lo que queda de ella.

Jan abrió más los ojos.

«Un eterno que controlaba la naturaleza», pensó. «A este paso la ciudad, la Sede de los Cinco... No... todo el mundo desaparecería».

—Tengo que irme —dijo él, poniéndose de pie, la cabeza aún le daba vueltas. Una fuerte migraña mordía como una araña cada una de sus conexiones cerebrales.

—Iré contigo —respondió Mathus.

—Esto te rebasa, Mathus. Lo siento, vuelve con tu familia —Jan se acomodó su uniforme. La boca le sabía a acre.

—Mis hijos están ahí —el semblante de Mathus cambió y la voz se le quebró—. No están en los refugios, pasamos la lista un sinfín de veces.

Jan suspiró. Recordaba al chico de cabellos azules, aquel que era el único capaz de calmar los arrebatos y cambios de humor de Ahnyei. Todo se complicaba más.

—Vayamos —resignado, Jan subió a la parte trasera del coche patrulla, el lugar designado para aquellos que infringían la ley. Mathus encendió el motor.

Jan agradeció ser trasladado hasta la colina del hogar Wisdel, o lo que quedaba de él. Le otorgaba unos minutos extra para reponerse, las pastillas se habían terminado y el alcohol abandonaba su cuerpo dejándole esa terrible sensación que tanto le asustaba. Su corazón latía muy rápido y las gotas de sudor comenzaron a resbalarle por la cara, sintió esa opresión en el pecho que le vaticinaba la más absoluta de las tragedias. Se llevó la mano a su oreja y entonces se percató de que había perdido el comunicador durante la revuelta.

Mathus aceleraba, intentando esquivar las bolas de fuego que caían como meteoritos, chocando con el pavimento y abriendo gruesas y profundas grietas.

—Has dicho antes que pasaste lista en los refugios... —Jan interrumpió el silencio y la concentración de Mathus.

Este le dedicó una breve mirada a través del espejo retrovisor, sin distraerse del camino.

—Tu madre está bien —le contestó—. Nos comunicamos con ella a través del radio. Está en el refugio de Almena.

Jan exhaló un suspiro, Irina estaría bien. Volvería por ella cuando todo acabara y la llevaría por fin lejos de aquel maldito.

—Gracias —respondió aliviado.

—Así que tu padre tenía razón, ¿eh? —Mathus rio—. El fin del mundo finalmente llegó.

—Creo que aún puedo detenerlo...

Mathus esquivó una de las bolas de fuego que fue a estrellarse a tan solo unos centímetros de distancia. El coche patrulla se balanceó peligrosamente.

—Entonces eres una especie de... ¿súper héroe?

Jan se sonrojó un poco y se acomodó mejor en el asiento trasero para extenderse cuan largo era. Miró a Mathus a través de la malla de seguridad que los separaba.

—Nada de eso, solo quiero que esto acabe.

Jan pensó en revelarle en ese momento la escabrosa verdad acerca de su padre. Pero... ¿Mathus en realidad podría hacer algo? El poder de Mason lo sobrepasaba, sin duda.

—Mathus... 

El carro se detuvo repentinamente impidiendo a Jan continuar con su revelación. Un rayo alcanzó la copa de un árbol partiéndolo en dos. Una gruesa rama cayó encima del capó, obligando a Mathus a frenar con brusquedad. Debido al impacto, Jan se estrelló contra la malla y Mathus se golpeó la frente con el volante. Este último gruñó y abrió la puerta, balanceándose hacia afuera del automóvil de manera torpe.

—Salgamos de aquí —ordenó, aturdido, pues una herida le cruzaba la frente y de ella la sangre manaba—. Ya estamos muy cerca.

—¿Te encuentras bien? —sorprendentemente, Jan había resultado ileso, no así Mathus, quien comenzaba a cojear.

—Lo estaré cuando esta pesadilla termine y encuentre a mis hijos.

«Se lo diré después, cuando todo esto termine.»

Corrieron el último trayecto, subiendo la pendiente que llevaba a la colina. Desde ahí el escenario era aterrador. El eterno que jugaba hábilmente con las fuerzas de la naturaleza irradiaba rayos, luces azules y doradas, que se desprendían de su cuerpo y sus brazos extendidos.

Ordenaba a placer la destrucción del mundo. Era tal y como lo describía la historia y sus sagrados libros. Finalmente lo veía con sus propios ojos: cientos de Acán yacían carbonizados o malheridos en el suelo. Abajo de la colina el escenario era mucho peor. Cadáveres flotaban en ríos oscuros desde hacía horas y otros tantos gritaban por la pérdida o quemadura severa de alguna extremidad. De la Orden quedaba poco, no veía a Mason por ningún lado.

Detrás del eterno que comandaba el infierno estaban dos más, pero su esencia era tan débil que Jan apenas podía percibirlas, estaban a punto de morir.
Pero Ahnyei estaba ahí, podía sentirla, más fuerte que nunca. Por un momento dudó.

Mathus también contemplaba el espectáculo con incredulidad.

—En realidad es el fin... —murmuró azorado.

Jan miró instintivamente hacia el cielo.

—¡Cuidado! —le gritó. Una estructura de metal filosa que cayó del cielo estuvo a punto de empalar el cuerpo de Mathus por la coronilla. Jan empujó su cuerpo y el jefe de la Guardia cayó sobre su costado.

—¡Busca un lugar seguro! —le ordenó—. ¡Yo me encargaré de él!

Mathus se incorporó con lentitud.

—¡Mis hijos! —se quejó.

—Te prometo que los buscaremos, pero primero tengo que ocuparme de él.

Mathus comprendió que sus armas, sus municiones y entrenamiento no alcanzaban para enfrentarse a aquello. Además de encontrarse malherido, luego de la colisión sufrida en el vehículo.

—Ve —convino finalmente—. Confío en ti. Yo me quedaré aquí. Intentaré ser de utilidad y cuidaré la retaguardia.

Jan descendió por la colina, abriéndose paso entre los cadáveres de sus hermanos.
Entonces la vio. Ahnyei se defendía con ferocidad, valiéndose de sus brazos, puños y piernas; con todo lo que tenía, pero sin llamar al fuego.

Su primer instinto fue correr en su ayuda, pero eso sería traición; y aunque despreciara a su padre, los vínculos que le unían con sus hermanos seguían siendo sagrados. Luego miró al eterno que estaba a punto de bombardearlo todo. Entendió la mecánica de su poder: consistía en delimitar el área en un domo eléctrico que actuaba como un cristal, refractando los rayos que se desprendían de él. Había acumulado el poder y la energía del cielo y de las nubes cargadas de lluvia que se cernían sobre ellos.

Entonces entendió que era a él a quien tenía que eliminar.

Se detuvo a una distancia considerable y tomó prestado el arco de uno de sus hermanos muertos. Desprendió el carcaj de la mano de otro. Los dedos estaban rígidos, el cazador había muerto antes de utilizar siquiera alguna de sus flechas. No era su arma preferida, pero sabía utilizarla. Cargó el arco, Se enderezó y apuntó a su objetivo, atrajo la flecha hacia sí y disparó. La flecha dio en el blanco.

El bombardeo se detuvo de inmediato, la red eléctrica se quedó estática, vibrando y desprendiendo haces de luces en todas direcciones. La criatura se desplomó y cayó de bruces. Un humo negro y denso comenzó a desprenderse de su cuerpo, elevándose en densas volutas hacia el cielo.

Jan caminó hacia la criatura y a los eternos que gemían detrás de él, por la acción de las cadenas.

—¡Aléjate de ellos!

Jan detuvo sus pasos y se giró a mirarla. Ahnyei lo amenazaba, acumulando el fuego en la palma de su mano. El cabello corto formaba unas líneas negras rayando el cielo, mecido por la onda de calor que emanaba de su cuerpo bañado en lodo y sangre.

Jan sacó otra de sus flechas y le apuntó, justo al corazón.

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