Marie IV

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Pilastra, Etrasia. Año 599 de la N.E.

Domingo 6 del mes doce.

Abrió los ojos, el sonido persistente de la hélice del helicóptero la despertó. Se despejó los cabellos de la frente. Se hallaban en un claro, escondidos entre el ramaje del bosque.

La ambulancia, estacionada a su derecha, tenía las puertas abiertas. Los hijos de Mathus estaban sentados en la defensa del automóvil jugueteando nerviosos con sus piernas.

Marie sabía que a ellos debía su recuperación, habían extraído diligentemente todas y cada una de las puntas de Sinar. Su padre intentaba con vehemencia arrancar el vehículo. El cuerpo de Seidel descansaba sobre una camilla maltrecha, ambos brazos le colgaban por los lados.

Se mordió los labios para no llorar. La flecha aún continuaba alojada en su pecho, estaba sufriendo mucho y moría lentamente, lo sabía. Lo odiaba por todo el daño que le había causado, sin embargo, el gran peso de sus buenas acciones se inclinaba peligrosamente a su favor en la balanza del bien y el mal. Cerró los ojos reprimiendo las lágrimas. No podía perdonarlo. No lo haría.

—Marie ... —la voz de Ahnyei le llegó como en un susurró a sus espaldas. Marie se puso de pie y se dio la vuelta.

—¡Tenga cuidado! —le previno Mathus sujetándola por la cintura, como salido de la nada. Marie solo había dado un pequeño traspié. Ella se giró a mirarlo en agradecimiento.

—Ahora estaré bien, gracias Mathus... —aclaró, luego dirigió su mirada a los hermanos Carysel—. Salvaron mi vida. Gracias...

Ellos la miraron con la boca abierta.

—No fue nada... —alcanzó a murmurar Teho.

Marie se arrodilló y tomó las manos de Ahnyei, que aún sangraban, escuchó la respiración entrecortada del guerrero Acán. Miró de lleno los ojos de la joven.

—Marie, lo siento tanto —lloró—. Nunca quise provocar todo esto...

Marie acaricio el rostro malherido de Ahnyei.

—Era inevitable, no te culpes, por favor. Todo ha sucedido en el tiempo indicado.

Ahnyei sorbió sus lágrimas.

—Ayúdalo, por favor.

Marie miró con recelo al hijo del ministro.

—¡Él te salvó! —gritó Ahnyei con desesperación.

Marie dudó. Después de todo se trataba de un miembro de la Orden, el hijo de un vigía. Un enemigo ancestral...

—Por favor... —suplicó una vez más, arrastrando las palabras.

Marie asintió.

—Lo haré.

Marie se puso de rodillas y se inclinó hacia ellos. De sus manos y su pecho empezaron a desprenderse unas luces violetas y azules que flotaron en círculos a su alrededor. Las espirales subían y bajaban girando y propagando sanidad. Los cartílagos de las manos de Ahnyei comenzaron a regenerarse y los huesos a reconstruirse. Marie recordó a su madre, Annika, ella también tenía la habilidad para sanar a los eternos. Por primera vez en muchos años, Marie se sintió completa.

El pecho de Jan sanó con rapidez. La herida cerró por completo y el color de su cuerpo regresó.
La espiral de sanación se detuvo y Jan exhaló un hondo suspiro. Marie se detuvo y luego se dio la vuelta. Era el turno de Seidel.

—El resto puedes hacerlo tú misma —le apremió.

Jan comenzó a respirar con dificultad. Ahnyei se miró las manos, estaban casi como antes. Invocó el poder de sanación y terminó el trabajo ante los ojos atónitos de Mathus y sus hijos.

Con Seidel fue diferente, Marie detuvo la hemorragia y la luz extrajo la punta de la flecha, pero no fue más allá. Lo necesitaba vivo, pero no completamente recuperado.

Jan por fin abrió los ojos, levantó una mano y acarició el rostro de Ahnyei. Ella cerró los ojos e instintivamente correspondió a la caricia, sujetando aquella mano con fuerza. Una lágrima resbaló hasta estrellarse en el pecho de Jan.

Marie supo entonces que lo amaría siempre. Sintió pena por ella y también por él, condenados a vivir un amor imposible. Las visiones vinieron a ella en avalancha, el futuro catastrófico que podría avecinarse.

—Debemos irnos —Jan miró al cielo. Al único helicóptero que seguía sobrevolando se le había unido un segundo, buscando tal vez sobrevivientes a la batalla. —. La Orden se reagrupa en las costas —Jan se incorporó. De momento, había recuperado todas sus fuerzas, Ahnyei se colocó a su lado, como para validar cada palabra que saliera de su boca—. Pronto vendrán.

—También vendrán los nuestros —remató Ahnyei.

Aún confundido por los recientes acontecimientos, el hijo del jefe de la Guardia intervino desde su lugar.

—¿Y a dónde se supone que iremos?

—A la bahía de Colmenar —contestó Ahnyei—. De ahí buscaremos algún modo para llegar a Septen. No nos perseguirán en ese lugar.

—Al menos por un tiempo —aseguró Jan.

Mathus no estaba tan seguro de partir, aún tenía cosas qué hacer y poner en orden.

—Yo me quedaré aquí y mis hijos también —sentenció.

—¡Pero, papá! — protestaron ambos casi al unísono, como eyectados de su asiento.

—No puedo abandonar mi puesto, la ciudad aún me necesita. Debo ayudar a reconstruirla.

—Está bien, Teho, Mera —Ahnyei soltó la mano de Jan y fue a encontrarse con sus amigos—. Su vida no tiene que cambiar por mi culpa. Aún tienen planes que cumplir.

—¡Planes que ahora no significan nada! —protestó Teho demasiado molesto. Marie no recordaba haber visto esa expresión de frustración en su cara antes. Aunque tampoco era que recordara demasiados detalles antes de extraer la diminuta punta de sinar—. ¡Acabo de descubrir en una noche que mi mejor amiga es una eterna, que el hijo del ministro es un guerrero Acán! ¡Que la señora Marie es...! Aún no sé qué sea usted en realidad, señora mía... —aclaró llevándose una mano al pecho respetuosamente, mirando en su dirección y simulando una reverencia—. ¡Total que el mundo casi se fue a la mierda en una sola noche y ustedes quieren que continúe mi vida como si nada!

—¡Tiene razón! —le apoyó su hermana—. ¡Quedarnos aquí significaría negar todo lo que vimos! ¡No podemos vivir como si nada de esto hubiera pasado!

Mathus adoptó un gesto severo, era obvio que no estaba dispuesto a inmiscuirse, ni él ni a sus hijos, en una batalla que no les correspondía. Nada ni nadie le haría cambiar de opinión.

—¡Obedecerán! —replicó—. ¡No voy a volver a poner en peligro su vida!

Teho gruñó, se acercó a su padre arrastrando los pantaloncillos llenos de barro, había perdido un zapato en la batalla. Su mirada era decidida. Marie supo entonces que aquel joven le era leal a Ahnyei y lo sería siempre. Antes de que alegara algo, Marie intervino.

—No iremos a ninguna parte —dijo—. Nos quedaremos aquí. No volveré a esconderme de nadie, nunca más.

—Pero, Marie... —objetó Ahnyei—. Ellos vendrán.

Marie le sonrió, confiada, alegre y renovada. Tenía las riendas de su vida y no permitiría que nadie más le volviera a quitar el control. Ahnyei no recordaba nunca haberla visto así. Sus ojos brillaban con convicción.

—No importa quién o qué venga, Ahnyei. Puedo protegerte. Ahora sí.

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