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La nieve caía en copos pequeños y secos a los pies del Ventoso. Dentro de la caverna, Vega y Andria se habían acomodado fuera de la tienda para hacer una práctica de meditación. La tarde parecía demorarse tras las nubes, y el valle fuera del hueco era de un blanco mate y uniforme que anulaba toda noción de límites o distancias.

Vega abrió los ojos con una profunda inspiración. Abandonando las últimas imágenes, Andria disfrutó el proceso de volver a tomar consciencia de su cuerpo; huesos, órganos, tejidos, nervios, músculos, carne, piel. Se demoró en aquella exquisita percepción, acompañando cada latido y el fluir de su sangre. Captó cómo cada célula de sus pulmones transportaba oxígeno y lo compartía con el resto de su organismo. Casi podía ver las cadenas moleculares en su continua danza. Emergió lentamente. "Desde el estómago hacia los poros," como solía decir la Maestra de Meditación.

Y a medida que emergía, captando cada vibración a su alrededor, sintió la tibia proximidad del Maestro. Se detuvo en el umbral del plano físico, una pausa para estudiar ese flujo de energía, y se concentró en un espectro más sutil. Descubrió patrones claros y abiertos, de una llaneza que invitaba a hundirse en esas vibraciones. Un hallazgo curioso para ella, sorprendente y reconfortante a la vez. Se dejó envolver por esa energía que parecía acunarla. Abrió los ojos al tiempo que sus labios se curvaban en una sonrisa para dejar escapar un suspiro.

Sentado a su derecha, Vega no habló ni se movió. Permanecieron quietos y silenciosos por un largo momento, simplemente contemplando la nieve caer. De pronto Andria experimentó deseos de sentir la nieve. Se puso de pie y avanzó hasta la entrada de la caverna, preguntándose cómo hacerlo.

La voz de Vega sonó baja y suave tras ella. —¿Has practicado las Danzas al aire libre?

Andria meneó la cabeza. Lo escuchó incorporarse. Vega pasó a su lado y caminó en la blanda alfombra blanca para detenerse a diez metros de la caverna. No se había cubierto con su manto ni había cambiado su calzado liviano. Lo vio adelantar la pierna derecha, extender el brazo derecho hacia el costado a la altura del hombro, flexionar apenas la otra pierna y extender la mano izquierda frente a su pecho. La Forma del Viento, pensó ella, reconociendo la postura. Salió de la caverna y fue a situarse a su lado en la misma posición. Lo miró de reojo y él asintió levemente.

Los dos movieron sus brazos en perfecta sincronía, la vista fija al frente; luego una pierna, luego el medio giro que completaba el primer movimiento e iniciaba el segundo de los ciento treinta y cinco de la Danza.

La nieve caía sobre ellos como una caricia fugaz, acompañando la armónica fluidez de sus cuerpos, alimentando la maravillosa comunión que experimentaban con el entorno, entre ellos, consigo mismos. El silencio parecía inundarlos, limpiarlos. La cadencia de la Danza los fundía más y más con cuanto los rodeaba. Y pronto no eran más que un impulso en la dinámica corriente de la Naturaleza. Partículas quinéticas de un Todo que los hacía participar del pulso incontenible de la Vida.

Cuando concluyeron, Vega se dejó caer de espaldas en la nieve y cerró los ojos. Andria lo imitó, dejando que sus ojos vagaran por los contornos del Pico de Cristal. Se sentía serena, liviana. Renovada, pensó. Nunca antes una Danza le había brindado semejante plenitud sensorial.

—El verdadero templo es el Universo —dijo Vega.

Era algo que Andria había escuchado muchas veces en los últimos años. Pero hasta entonces, nunca lo había experimentado en carne propia.

—Es cierto —murmuró—. Y la mejor plegaria son los latidos de nuestro corazón.

Vega respondió con un breve cabeceo afirmativo.

—Estamos aquí para que yo lo comprenda —dijo Andria tras una larga pausa.

La verdadera sabiduría es aprender a escuchar nuestras entrañas, pensó Vega. 

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