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Vega y Andria dejaron los valles del Ventoso para iniciar el ascenso por una antigua senda que serpenteaba entre peñascos y al borde de numerosos despeñaderos. Andria sabía que ese camino conducía a un pequeño refugio de altura conocido como El Gali, construido en roca y madera al menos un par de milenios atrás. En todos los refugios del Valle siempre había una reserva de alimentos en conserva, y considerando que ellos estaban a punto de agotar sus últimas provisiones, tenía sentido que tomaran ese sendero.

La caminata se hacía fatigosa a pesar de los bastones, y pasado el mediodía, el viento se abatió sobre ellos mientras cruzaban un paso entre un farallón y un precipicio. Con el viento los acosó también una fina lluvia de hielo que no mostraba trazas de acabar. La capucha y el cuello de la chaqueta protegían parte del rostro de Andria, y los ojos estaban a salvo tras los lentes de caminata, pero la nariz y las mejillas sufrían los rasguños constantes del garrotillo. En medio de las ráfagas blancas, veía a su Maestro varios metros por delante de ella, su figura rompiendo la monotonía del blanco.

La nieve se hacía más profunda conforme subían, y pronto Andria se hundía hasta la rodilla a cada paso. Caminaba doblada hacia adelante, intentando en vano hurtar el rostro a las delgadas agujas de hielo, tratando de no perder el ritmo. Pero cuando el terreno volvió a ser cuesta arriba, todos sus músculos gritaron su cansancio ante aquel nuevo esfuerzo.

Apretó los dientes y no se detuvo. Su aliento condensaba humedad en el cuello de la chaqueta, irritándole la piel. Los pantalones impermeables la mantenían seca, pero estaban tan fríos que sus piernas lo sentían a través de la ropa térmica. Se preguntó si Vega era inmune al frío y la fatiga. Tal vez le agraden este tipo de paseos, pensó, irritada. De inmediato comprendió que estaba proyectando en él las molestias de la situación. Y se vio a sí misma con sus nueve hermanas, formadas en torno a la fuente del Patio del Sector Occidental. Era de noche y nevaba. Iara, la Asistente, las había castigado por no rezar a horario y la sanción había sido pasar la noche en vela, a la intemperie, rezando hasta que Lena fuera a buscarlas. Un castigo típico de ella. Cada invierno precisa su fantasma, pensó. En aquel entonces, la rabia de todas ellas se había centrado en Iara. De la misma forma, ahora la suya apuntaba a Vega.

Recordó una cualidad que siempre había admirado en Lena: su costumbre de predicar con el ejemplo. ¿Había que pasar un día entero orando? Lena era la primera en empezar y la última en terminar. Y ellas, simples Pupilas entonces, la habían admirado y respetado por eso. Lena jamás decía: "hagan eso". Ella sencillamente lo hacía, demostrándoles no sólo que no les pedía nada imposible, sino que jamás esperaba de ellas nada que no tuviera a su alcance.

Lo mismo que estaba haciendo Vega. Él afrontaba la tormenta, la montaña, el cansancio. Le demostraba que era posible, y así la empujaba a hacerlo. La sutil tiranía del ejemplo, pensó. Debería buscar otra distracción. Y como en aquellos días de sus primeros años en la Escuela, se entretuvo orando para sus adentros, una plegaria que solía reconfortarla cuando se sentía cerca del límite de su resistencia: "Tú eres la Luz, yo soy Tu candil. Tú eres la Vida, yo soy Tu instrumento. Dame voluntad para recorrer Tus caminos. Dame humildad y sabiduría para honrarte en cada ser, cada día. Yo soy Tu servidora. Porque Tú eres la Madre. Y yo soy Tu Hija."

Vega apareció de la nada ante ella, y tras él, la sombra parda de El Gali. Andria alzó la vista y encontró la vaga sonrisa del Maestro.

—Pide y recibirás. Hemos llegado.

Apenas se despojaron de las mochilas y el abrigo empapado, encendieron fuego en el hueco de la chimenea de piedra. Vega dio luz al candil sobre la mesa y se dedicó a revisar los dos estantes en la pared posterior del refugio. Andria se apresuró a tomar una muda de recambio y se sentó en el piso frente al fuego para cambiarse la ropa.

Vega la vio por el rabillo del ojo y meneó la cabeza.

—Te agradecería que me avises la próxima vez que te desvistas —dijo, siempre de cara a la pared.

Ocupada en sacarse los pantalones térmicos helados, Andria respondió con voz átona: —Me estoy desvistiendo, Maestro.

Vega no pudo evitar sonreír. Las palabras y el acento de Andria delataban una exquisita elección que no dejaba lugar a réplicas. Sin ironía ni ingenuidad, el tono cuidadosamente desprovisto de dobles sentidos. Y lo más interesante era que podía darse cuenta que lo había hecho de forma espontánea, sin necesitar detenerse a pensarlo. Una digna alumna de Shaula.

En ese momento sus dedos, que revisaban el estante inferior, descubrieron unas muescas en el canto de la madera, junto a la pared. Sus yemas las revisaron una y otra vez sin hallarles sentido. Por supuesto que era un mensaje, pero no lograba descifrarlo. ¿Quién lo había dejado allí? Ése era el rincón que los Maestros Superiores usaban para comunicarse cualquier dato de interés, pero Vega no reconocía el código.

—He terminado de vestirme, Maestro —dijo Andria a sus espaldas.

—Entonces ven a ver esto y dime qué opinas.

Andria fue a su lado y Vega guió su mano hasta las muescas, observando cada uno de sus gestos. Los dedos de ella se deslizaron sobre el mensaje y sonrió.

—Una con la Madre —dijo, enfrentándolo.

—¿Conoces el código?

Andria bajó la vista para no parecer impertinente. —Ayudé a crearlo, Maestro.

Vega arqueó las cejas y volvió a palpar las muescas sin apartar la vista de ella. Andria se dio cuenta que no lograba entender la clave y apoyó su mano sobre la de él, repitiendo el mensaje a medida que lo tocaban. Vega sólo asintió y se apartó del rincón hacia la mesa para recoger su mochila.

Andria se demoró revisando los estantes y encontró la caja con hierbas que Xien llevara en su última salida. Comprobó que no estaba vacía y la abrió, aspirando con fruición el fuerte aroma de las hierbas secas. Pensó en su hermana, radicada hacía ya dos años en Arka Risena con una beca de la Orden para su carrera de Planetología. Entonces un rumor a sus espaldas le indicó que Vega se estaba cambiando. Sin avisarle. La sutil tiranía del ejemplo deja paso a la sutil tiranía del implícito.

Con la caja de hierbas en su mano, investigó los demás objetos de la alacena. Todo estaba tal como la última vez que Alphard las llevara allí el verano anterior. Dubhe, la Maestra de Talleres, se les había unido en esa ocasión, y habían pasado una semana entera reparando el refugio en la medida de sus posibilidades. Reconoció al tacto el mantel que Elde y Tirra confeccionaran. ¡Mi pequeña Tirra!, pensó con nostalgia. Es bueno saber que Munda está contigo para cuidarte.

Todo en El Gali tenía la calidez de lo familiar. Siendo el refugio de la Pared Este más cercano a la Escuela, había sido el que más visitaran durante los últimos cinco años. Y verano a verano, habían ido agregando pequeños detalles que preparaban durante el año, aguardando la siguiente salida a la montaña. Como el mantel y las hierbas. Inspeccionó los sobres sellados que contenían alimentos. Comprobó que la comida estaba en buen estado, apartó lo que utilizaría para la cena y devolvió el resto a su lugar. No percibía el menor sonido a sus espaldas. El único sonido era el bramido sordo de la tormenta, que hacía crujir las paredes y el techo del refugio.

—¿Un té, Maestro?

—Sí, gracias.

El acento bajo, pausado de Vega la hizo volverse. Lo encontró sentado con las piernas cruzadas frente al fuego, el torso desnudo. Vio sus ojos cerrados y lamentó haber interrumpido su relajación. La espalda y el pecho del Maestro eran vigorosos y proporcionados, igual que sus brazos, con discretos músculos que se insinuaban firmes y sanos. La espesa cabellera azabache caía lacia casi hasta la cintura. Andria se dio cuenta de que se había quedado mirándolo y volvió a darle la espalda bruscamente.

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