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La semiesfera del refugio surgía como el lomo gordo y pardo de un animal echado en la nieve. Su ventana frontal destellaba al sol del mediodía como un faro, cuya guía siguieron Vega y Andria. Allí la altura había cedido a la primavera, observó Andria. Esa rosa del cielo asomando entre el blanco, esa mancha verde en el flanco de un peñasco, esa brisa fresca y húmeda, el gorgotear de invisibles cauces de deshielo. Formando un arco sobre la puerta, el nombre del refugio había sido grabado en la piedra con caligrafía simple y clara: Etana. Detrás y hacia arriba se erguía la arrogante mole del pico principal del Kahara, todo hielo y nieve y roca hasta su afilada cima de 8215 metros.

Andria nunca había estado en el Etana, y antes de entrar a él se concedió un momento para admirar el imponente paisaje que la rodeaba. Si bien se encontraban más de mil metros por debajo de la cumbre, no le costaba imaginar lo que sería la vista desde allá arriba.

Aspiró una bocanada de aquel aire enrarecido por la disminución de oxígeno. Tenía una cualidad inefable de pureza. En ocasiones Andria extrañaba la atmósfera cargada del bosque, tan atrás en su ruta, pero este aire resultaba estimulante en otros sentidos. Agudizaba cierta clase de percepciones que el bosque del Valle no facilitaba. Y empujaba a la mente por caminos curiosos. El bosque es un escenario atávico, había pensado una vez. Y la montaña puede reñir con los instintos atávicos.

Durante la vertiginosa travesía por el Filo del Oressa, y en los días que pasaran en el Ur-Azag para reponer fuerzas, los pensamientos de Andria habían vuelto una y otra vez a esa comparación. Y escuchando desde la puerta los movimientos de Vega en el interior del Etana, decidió que se trataba de una cuestión de tiempos.

Los tiempos del bosque son más cercanos a los humanos. La vida del bosque latía al compás de las estaciones como la humana, y los seres competían por la energía de una forma aprehensible para el hombre: las pirámides alimenticias eran tangibles, veías a los árboles adaptar su crecimiento a la disponibilidad de luz y nutrientes. Nadie esperaba ser testigo del desarrollo de un ciprés desde el primer brote al último, pero con los años se podían apreciar los cambios en él. Del retoño al árbol joven, al espécimen fuerte expandiendo sus simientes al viento, al dulce declinar de la corteza blanqueándose al sol. Eso era algo.

Pero las montañas...

Su imparcialidad rayaba en la indiferencia deliberada cuando tu humor no era óptimo. Un temperamento débil podía hallar en ellas, si lo deseaba, una buena excusa para hundirse en la depresión. Podías nacer y morir en una montaña sin apreciar ningún cambio significativo en ella. ¡Ninguno! El calor del verano había profundizado las grietas de tal glaciar y el invierno se encargaba de repararlas. Una roca en equilibrio que caía. ¿Una en cuántas generaciones humanas? Nieves y hielos eternos. Sólo un par de milenios de vida, una indigestión de tiempo para los hombres.

El silencio. Todo un desafío.

Y la noche.

Una bestia negra que se tendía en su cubil sobre el mundo. El resplandor alucinante, irreal de la nieve bajo las estrellas. La majestuosa aparición de la luna tras los picos. Todo en silencio. Explosiones de color al amanecer, caleidoscopios de fuego al atardecer, el sol enceguecedor en su cénit. En silencio. Tal vez el silbido fugaz del viento entre las rocas o el eco de un desprendimiento de hielo. Nada más. Las voces intrusas de aves o humanos desaparecían sin dejar rastro.

Y a pesar de todo, nada de eso era agresivo. Antes bien, aquel reloj que contaba siglos como horas humanas sólo irradiaba paz. Impactaba la consciencia en sus niveles más profundos. Y a medida que avanzabas, tu espíritu se desnudaba. No más peso a la espalda ni esa tosca envoltura de carne. Sólo el impulso de la energía, al fin libre para latir al ritmo subterráneo de la roca imperecedera. Un microuniverso cuya danza secreta sólo podía percibirse después de sumergirse en él y dejar atrás toda atadura convencional. Detenerse al borde mismo de uno de aquellos abismos, cerrar los ojos, abandonarse a las sensaciones crudas. Hasta que no lograbas discernir si tus pies seguían al final de tus piernas. Tal vez te habías convertido en una prolongación de la roca. Sabías que el hechizo se rompería en cualquier momento. Preferías preguntarte si ahora eras otro risco del farallón.

Vega advirtió su expresión ausente cuando al fin entró al refugio, la mirada opacada en ese ambiente reducido, como si las paredes representaran una barrera molesta para sus ojos.

En el camino desde el Ur-Azag habían conversado sobre el estado de ánimo tan particular que provocaban aquellas travesías. Lo habían llamado "talante de altura".

Te habituabas a que las montañas ya no acotaran el horizonte, a verlas con los ojos al mismo nivel de las cumbres circundantes e incluso desde arriba. Te habituabas a caminar por encima de un mar de nubes o a través de él. Al cielo siempre azul sobre tu cabeza y a contemplar sin obstáculos la trayectoria de los astros. Entonces las paredes del refugio resultaban asfixiantes en un primer momento, y buscabas de forma inconsciente cualquier excusa para salir aunque fuera por unos minutos, o una ventana que te permitiera constatar que toda esa inmensidad seguía ahí, que no se había desvanecido al cerrar la puerta a tus espaldas.

Andria dejó su mochila y aceptó la escudilla humeante que le ofrecía Vega. La olió antes de probarla y frunció el ceño: té de rasquilla. ¿El matamemoria de Lune? ¿Aquí? Alzó la vista interrogante hacia su Maestro. Él se hizo a un costado sonriendo y le permitió mirar alrededor. En el rincón opuesto descubrió las dos mochilas con las mantas térmicas dobladas prolijamente encima.

—¿Mi hermana Lune y su Maestro...? —preguntó, sorprendida.

—Imagino que no tardarán en volver.

Andria asintió, volviendo a observar el lugar. En ese momento oyeron voces y el rumor inconfundible de pies enterrándose en la nieve. La puerta se abrió para dar paso a cuatro figuras enfundadas en ropas de abrigo. Las dos más altas, hombres a todas luces, se adelantaron para saludar a Vega, que los recibió con un abrazo breve y estrecho. Las otras dos descubrieron sus cabezas claras, una muy rubia, la otra broncínea. ¡Vania y Lune! Se miraron las tres con una sonrisa rápida y sus manos dibujaron el "saludo de hermanas", un signo que para ellas equivalía al abrazo de sus Maestros.

Vega llamó a Andria para presentarle a Yed y Lesath, mientras Lune servía té para todos y Vania acomodaba su mochila y la de su Maestro.

Andria saludó a los dos hombres con una respetuosa inclinación de cabeza, y permitió que la estudiaran con mirada crítica al tiempo que los observaba con discreción. Lesath era el más alto y corpulento de los tres, con el pelo rubio recogido con un lazo negro. Su piel hablaba de largas exposiciones al sol y al viento seco de la montaña, bronceada aun en esa época del año, se plegaba en arrugas prematuras en torno a sus ojos verdes cuando sonreía. De frente amplia y mentón cuadrado, la nariz recta equilibraba una cara de líneas duras, transmitiendo la sensación de un temperamento tan fuerte como mesurado. Yed, que aún no se había quitado el arnés de escalada, era más bajo que Vega. El cabello rojizo corto y sus facciones angulosas acentuaban el brillo vivaz de sus ojos pardos. Su espalda ancha y los brazos gruesos señalaban una musculatura poderosa, aunque sus movimientos eran ligeros, rápidos, y coincidían con su naturaleza jovial e inquieta.

—Bien, aquí estamos todos al fin —dijo Yed—. Mejor que pongamos manos a la obra.

Vania miró a Lesath, que asintió levemente, se volvió hacia sus hermanas y cabeceó en dirección a la puerta. Con la sincronía de largos años de convivencia, las tres se envolvieron en sus mantos con un movimiento idéntico y salieron juntas del refugio.

Lune señaló el río de hielo que bajaba de la cumbre a la derecha del Etana, una lengua glaciaria de dos kilómetros de ancho, flanqueada por morrenas de detritus volcánico y lava solidificada que hablaba del agitado pasado del Kahara, cuarenta o cincuenta mil años atrás. Las muchachas eligieron una saliente de roca reparada del viento y se sentaron de cara al sur, el Filo del Oressa ante ellas.

Ninguna de las tres se apresuró a hablar, dejando que los minutos pasaran, prolongando aquel momento de reconocimiento íntimo que no precisaba palabras. A través de todas las experiencias compartidas, aquel puente de silencio había llegado a ser el símbolo del vínculo entre ellas y sus hermanas, incluso aquéllas que ya habían dejado la Escuela. Las sombras se alargaron antes de que pronunciaran palabra. Y de pronto, casi al mismo tiempo, las tres la soltaron a hablar sobre lo que habían vivido desde que dejaran el Sector Septentrional.

Andria percibió cambios en sus hermanas que no lograba especificar. Algo como la austera gravedad de Lesath en Vania. Algo como el aire casual de Yed en Lune. No es de extrañar, pensó. Han sido nuestro único contacto con la humanidad en los últimos cinco meses.

Cuando se permitieron una pausa, Lune sonrió con un suspiro. —Hemos cambiado.

—Sólo el reencuentro nos permitió darnos cuenta —asintió Andria.

—Y ésta ha sido sólo la primera separación —terció Vania.

Una vez pasado el primer momento de entusiasmo, las tres volvían a disfrutar hilvanando sus pensamientos en armonía. Algo que tenía el sabor reconfortante de lo familiar. Se miraron un momento, volvieron a sonreír y se acomodaron para contemplar el paisaje. Las tres habían llegado a la misma conclusión: Aún somos hermanas. 

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