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La luna llena asomó en todo su esplendor tras el Torreón del Oressa, un disco enorme y brillante que opacaba las estrellas. La oscura ladera del Kahara pareció cobrar vida. Los dos ríos de hielo que flanqueaban el Etana se transformaron en anchas cintas de plata, surcados por nubes que resbalaban hacia el Valle. La nieve era un manto lechoso, salpicado aquí y allá por las siluetas negras de los peñascos. Diríase que hasta el silbido del viento había cambiado en su luz.

Concluida la cena, las muchachas se ocuparon de dejar todo ordenado y dispuesto para el fin de la jornada, y Andria se descubrió lanzando miradas furtivas a la ventana frontal del refugio. El encanto misterioso de la hora la atraía como un imán. Deseaba apartarse de cuanto la rodeaba y salir a la nieve, para fundirse con la noche en una Danza. La Forma del Halcón sería ideal, pensó.

Terminó de limpiar la cocina y fue hasta la ventana. Se detuvo allí de espaldas a los demás. Tenía la sensación de que sólo su cuerpo permanecía dentro del Etana. Su espíritu danzaba ahí afuera entre riscos y glaciares. Sus músculos suplicaban que los liberara del severo control al que su mente los sometía. No debería precisar realizar la Danza para experimentar sus efectos, se dijo. Debería ser capaz de hacerlo desde aquí. No siempre tendré un lugar como éste al otro lado de la puerta para satisfacer esta necesidad. Sin embargo, se le hacía más difícil a cada momento mantenerse quieta frente a la ventana. No. No huiré como un animal salvaje a ocultarme entre las rocas. Me quedaré aquí dentro y disfrutaré la velada con mis hermanas. He pasado casi medio año sin verlas.

Fue entonces que sintió una presión leve en su hombro. La voz de Vega fue poco más que un susurro.

—Salgamos.

Al instante siguiente se alejaban juntos hacia la izquierda del Etana. Mientras caminaban, Andria sentía una rara alegría que aligeraba su paso. Aquella coincidencia con Vega era un descubrimiento tan inesperado como grato. Sabía que la misma coincidencia con cualquiera de sus hermanas le hubiera resultado hasta obvia. ¿Por qué nunca esperé que sucediera con él? Y por primera vez sintió que esa tensión implícita y constante entre ellos podía comenzar a relajarse. Era aprender a ver a su Maestro como alguien con quien tenía cosas en común, y compartirlas podía resultar gratificante para ambos.

Vega señaló una roca aplanada que sobresalía por encima de una pendiente abrupta hacia un despeñadero de varios cientos de metros. Cuando la alcanzaron, se quitó el manto y lo tendió sobre la superficie fría, invitando con un gesto a Andria a sentarse a su lado. Se acomodaron con las piernas cruzadas de cara al despeñadero, sus hombros casi tocándose.

—Nuestro mentado "talante" tiene sus ribetes filosos, como todo —dijo él en aramita, el dialecto de los antiguos pobladores de Godabis, sonoro y de cadencia suave.

—Ver el costado de las nubes puede afectar la óptica de cuanto nos rodea —asintió Andria en el mismo dialecto.

—Impone cierta tendencia al aislamiento. Como un hábito de soledad.

De modo que él también había experimentado esa urgencia por apartarse del grupo, la sensación de que media docena de personas era una multitud dentro del refugio.

—Imagino que es cuestión de adaptarse, como todo —caviló.

Vega arqueó las cejas con una mueca dubitativa. —Prefiero pensar en equilibrio. La medida justa para que ambos estados de ánimo convivan sin estorbarse ni anularse mutuamente.

Andria recordó un concepto de su Maestra de Filosofía y lo repitió para Vega. —"El universo es el reflejo superlativo del espíritu en su esencia más pura, así como el espíritu contiene la esencia del universo. Así, todo encierra en sí mismo su propia causa y efecto."

—El concepto de causa y efecto es discutido —dijo él—. La gente suele considerarlo demasiado rígido para un universo en cambio constante. Suelen oponerlo al concepto de caos.

—La gente suele aferrarse a los absolutos —replicó ella—. Oponer causa y efecto a caos es un absoluto que contradice la noción de cambio perpetuo y no mecánico.

Vega sonrió de costado. —Hemos vuelto al principio: siempre hay un equilibrio que es necesario alcanzar. —Andria asintió, aguardando que continuara—. Tal vez habituarte a contemplar horizontes tan amplios te ayuda a acercarte a nociones igualmente amplias e incluso vagas.

Pero, pensó Andria, que ya se había habituado a los esquemas verbales de su Maestro.

—Pero corres el riesgo de olvidar los detalles —siguió él, y su sonrisa se acentuó de una forma que para Andria gritaba "azar histórico"—. Los detalles suelen ser la clave de la complejidad de esquemas más vastos.

Ella se esforzó por hacer a un lado el recuerdo de ese abismo y concentrarse en la conversación. —Apreciar esquemas generales sin perder de vista los detalles y viceversa —terció.

—Exactamente. Recuérdalo siempre, Andria: quien sabe apreciar los detalles está en condiciones de servirse de ellos, y créeme que pueden tener un valor inestimable.

Andria volvió a asentir, pensativa, pero percibió que Vega se disponía a moverse y se preparó para apartarse. Él se incorporó como si nada y aspiró con deleite el gélido aire nocturno.

Ella lo imitó, manteniéndose un paso tras él. Sus ojos se desviaron hacia la imponente mole del pico del Kahara.

—¿En verdad es tan peligroso? —preguntó.

—Una montaña es siempre una montaña. La medida del peligro eres tú misma —respondió Vega, distante, distraído.

La muchacha guardó silencio. Palabras... Lune había definido su relación con Yed como una batalla. Vega y yo somos un largo diálogo cargado de implícitos. ¿Qué importaba en qué lengua se expresaran? Todo idioma usa a quienes lo hablan para perpetuarse. La opacidad del lenguaje y su eterna paradoja. Utilizar palabras heredadas significaba ajustar ideas y sensaciones a moldes preexistentes, de modo que siempre decías más y al mismo tiempo menos de lo que necesitabas expresar. Todo mensaje cifrado en palabras acababa siendo inexacto. Y la humanidad edificaba su vida en torno a las benditas palabras. Aún no hemos encontrado otro medio de comunicación más efectivo que el lenguaje estructurado.

Giró para enfrentar a Vega y lo halló con la mirada perdida en las cumbres ante ellos, todo su cuerpo en ese aparente estado de lasitud que ocultaba los músculos listos para la acción. Se dio cuenta que acechaba su próximo movimiento, y contuvo el aliento al verlo recoger ambas manos sobre su pecho, flexionando apenas las rodillas. ¡La Forma del Halcón! ¿Cómo lo había sabido? ¿Acaso las coincidencias producto de la convivencia habían llegado tan lejos? Se puso en posición cerrando los ojos. Hizo dos inspiraciones profundas con la barbilla apuntando a su pecho, se concentró en los latidos de su corazón y extendió los brazos a ambos lados, dejándose llevar por la corriente de su sangre.

No precisaba cerciorarse de que ella y Vega se movían con sincronía: había aprendido a percibirlo sin necesidad de verlo. Y esa noche, como nunca antes, sabía que los dos seguían la misma cadencia. Cuando se desencadenó la esperada fusión con cuanto la rodeaba, Andria sintió otro impulso vital junto al suyo. Era su Maestro. Dos núcleos de energía en la noche milenaria de la cordillera, moviéndose en armonía con el entorno al ritmo de sus corazones que latían al unísono.

Al concluir el último movimiento se mantuvo muy quieta, resistiéndose a romper la magia de esa maravillosa comunión. Un roce tibio cubrió su muñeca, haciéndola estremecer, y Vega guió la mano de Andria hasta su pecho. La piel de la muchacha se erizó ante aquella prueba de sus percepciones que era el pulso del Maestro, idéntico al suyo.

Advirtiendo el temblor de sus párpados, Vega habló en un susurro, y el aramita convertía su voz en una suave variación del sonido del viento. —No abras los ojos.

Ella obedeció y él acomodó su mano bajo la de ella, para que ambas palmas se tocaran. Andria sintió que la vibración del flujo de calor aumentaba. Se convirtió en impulsos lumínicos en sus centros visuales, pantallazos que fueron cobrando nitidez hasta definir una escena amalgamada en blancos, grises y negros. ¡Gran Madre! ¡Somos nosotros! Sobre un telón mental, vio proyectada la imagen de dos personas realizando la Danza a la luz de la luna, el río de hielo a sus pies y la cumbre del Kahara detrás. Un complejo flujo emocional acompañaba la imagen, pero no acertó a descifrarlo.

Abrió los ojos sin poder contenerse. A sólo un paso de ella, Vega la observaba con un brillo extraño en sus ojos de acero templado y una sonrisa vaga en sus labios. El flujo de imágenes menguó hasta volver a ser la tibia presencia de su Maestro, a la que ya estaba habituada, y el contacto de su mano abierta con la de él.

—Lo percibes. —Era una afirmación, no una pregunta.

Andria asintió, sobrecogida.

—No es más que otra forma de comunicación. Tal vez éste sea el único lenguaje, junto con la telepatía, en el que no hay lugar para mentiras ni segundas intenciones.

— ¿Cómo...?

—Sólo necesitas encauzar lo que deseas transmitir en un determinado canal. Y hallar a alguien lo bastante receptivo para comprender el mensaje.

—¿Y yo...?

Andria no ocultó su turbación y Vega sonrió de costado. En verdad era tiempo de despertar las capacidades dormidas de este alma brillante.

—Confío en que aprenderás a hacerlo.

Andria no respondió, turbada por el tumulto de emociones que se agitaba en su interior. Era incapaz de retirar su mano de la de él o de apartar la vista de sus ojos.

En ese momento los alcanzó un eco de risas y voces fuertes. Vega miró hacia el refugio. Sólo entonces Andria reparó en la intensidad con que el Maestro se había expresado antes. Todavía un poco conmovida, dejó que su mano bajara a ocultarse bajo el manto. Escuchaba con claridad las voces de Lune y Yed: luchaban al otro lado del Etana, en las rocas posteriores. Y a juzgar por sus exclamaciones, la Discípula había derrotado al Maestro.

—Es hora de regresar —oyó que decía Vega.

Lo enfrentó confundida. ¿Volver al refugio? ¿Reunirse con los otros cuatro? ¿Cerrar la puerta a esa noche?

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