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El sol aún no había salido cuando Andria sintió que le tocaban un brazo. Entreabrió los ojos adormilada y vio la oscura silueta de su Maestro inclinado sobre ella.

—Levántate y sal —dijo Vega.

Andria aguardó a que él dejara la tienda para sentarse. Tiritó al salir del saco de dormir, se envolvió en su manto y asomó la cabeza al frío aire del alba. Vega le tendió una escudilla humeante y una rodaja de pan. Se encontraban en un estrecho valle a pocos kilómetros al sudeste de La Escala, y el programa de aquella jornada era iniciar la aproximación al primer refugio de la Montaña Sagrada, El Rilsa, ubicado a 3360 metros de altura.

—Buenos días —la saludó Vega, sonriendo al verla frotarse los ojos.

Ella sólo asintió. Las últimas estrellas brillaban sobre la Gran Pared Oeste y una brisa húmeda soplaba desde el sur. Ese año el verano no era demasiado cálido. Se sentó frente al fuego y probó el té, preguntándose qué querría su Maestro.

—Quiero mostrarte algo, y ésta es la hora ideal —dijo él.

Por supuesto que es la mejor hora, pensó Andria, volviendo a asentir.

A su alrededor el bosque despertaba conforme el azul del cielo se hacía más claro. Vega aguardó en silencio que Andria terminara su desayuno. Los ejercicios de restrospección avanzaban a buen ritmo, y había decidido suspenderlos cuando alcanzaron el inicio de la Segunda Etapa. Los dos años previos al brote de cálitus habían sido tranquilos y hasta placenteros para Andria, de modo que revivirlos le había servido más que nada para mejorar su técnica para compartir sus recuerdos con él. Mas antes de continuar retrocediendo y adentrarse en una época difícil, Vega necesitaba provocar en Andria un estado de ánimo particular. Debía empujarla a un nivel de análisis más complejo y al mismo tiempo, ponerla en situaciones en las que su reacción fuera más impulsiva. Necesitaba que volviera a sentir como cuando era una Pupila pero que fuera capaz de darse cuenta y comprenderlo.

Sin embargo, había algo más que debía lograr cuanto antes. Declinaba el verano y la Etapa Final se acercaba poco a poco a su fin. Andria debía enfrentar ese hecho con todo lo que implicaba. Debía tomar consciencia cabal de que en tres meses dejaría la Escuela, convertida en Alta Sacerdotisa, y cuanto viviera en los últimos nueve años quedaría definitivamente atrás.

Cuando Andria terminó, Vega le indicó que lo siguiera y la precedió hacia el arroyo que corría cerca de donde acamparan. Ella fue tras él procurando no tropezar con las raíces y piedras que hallaba a su paso. Al llegar a la orilla, Vega señaló una mata de rosas del cielo y se sentó frente a ella, de espaldas al bosque.

—Acércate —dijo.

Andria obedeció con curiosidad. Le costaba creer que la hubiera despertado para una lección de botánica o herboristería. Aunque sería muy propio de él.

—Siéntate a mi lado y concéntrate en el campo de energía de este arbusto.

¡La Estrella nos proteja! ¡No era botánica sino metafísica! Andria se refrescó el rostro en el arroyo antes de seguir sus instrucciones, intuyendo que precisaría toda su atención. No le costó hacer lo que Vega le pedía y desenfocó su vista para hacer visible el campo energético de ambos, hombre y vegetal.

—Fíjate en ese capullo.

En contraste con el azul pálido del cielo, Andria vio cómo Vega volcaba su energía en el arbusto, haciendo crecer su aura clara hasta que se fundía con la de él. Entonces notó que de las palmas de sus manos vueltas hacia arriba, de su pecho y su frente se diferenciaban cuatro haces de energía que se concentraban en el capullo que había señalado. ¿Qué se propone?, se preguntó intrigada. Y vio asombrada cómo los pétalos pequeños y apretados se separaban con lentitud hasta abrirse por completo. El aura de Vega se normalizó y se separó suavemente del arbusto. Andria se volvió atónita hacia él. Había cerrado los ojos y mantenía su respiración profunda y pausada. Nada indicaba que hubiera realizado ningún esfuerzo. Un momento después volvió a abrir los ojos y la enfrentó.

—Tú también podrías hacerlo —dijo con suavidad—. Es una cuestión de voluntad, Andria. No hay ningún truco secreto. Sólo práctica y voluntad.

Ella observó la flor abierta, frunciendo el ceño.

Vega la cortó y se la ofreció con una sonrisa. —En realidad, tú podrías lograr mucho más que esto. Si te lo propusieras. —Se incorporó, dejando que sus palabras surtieran efecto—. Regreso al campamento.

—Iré enseguida, Maestro —respondió ella, sin apartar la vista de la rosa del cielo entre sus dedos.

Vega pasó junto a ella rumbo a la tienda, aunque se detuvo apenas la vegetación se interpuso entre ellos y retrocedió hacia el arroyo, manteniéndose oculto.

Podría si me lo propusiera, se repetía Andria. ¡Práctica y voluntad! Había escuchado lo mismo miles de veces desde que llegara a la Escuela. Era la muletilla obligada de toda Maestra que se preciara de serlo. Sostuvo la flor a la altura de sus ojos, estudiándola, evocando la imagen del aura de su Maestro concentrándose en el capullo cerrado. Mal que me pese, tienen razón. Es una cuestión de voluntad. Dejó la flor a un costado y respiró hondo, sentándose con las piernas cruzadas y las manos apoyadas en sus rodillas, las palmas hacia arriba.

Tras ella, Vega se inclinó hacia adelante, para no perder detalle de lo que sucediera.

Andria fijó la vista en otro capullo sin dejar de atender al campo energético del arbusto. Dos años atrás había aprendido a elevar su percepción hasta sentir el intercambio de energía entre ella y el arbusto, y Vega le había enseñado a agudizar su sensibilidad para captar el proceso en su plenitud. Pronto bloqueó el flujo del arbusto, incrementando con su propia energía el halo diáfano que los envolvía a ambos. Entonces se concentró en el capullo que había elegido y proyectó en su mente lo que deseaba que ocurriera. Mas los minutos transcurrían sin que nada sucediera. Los pétalos blancos continuaban inmóviles y apretados. Andria empezó a sentir la fatiga. Volvía a escuchar el rumor del arroyo y el aleteo de los primeros pájaros, su atención se disipaba sin que pudiera evitarlo. Sintió el sudor que corría por su frente y bajo su ropa. Un mareo leve enturbió su vista.

Vega salió de su escondite y avanzó hacia ella con sigilo. Veía menguar el aura de Andria. Si no interrumpía el ejercicio, podía hasta desmayarse por el esfuerzo. Y sabía que la muchacha no lo interrumpiría voluntariamente.

—Ya es suficiente —dijo con acento grave.

Andria se estremeció al escucharlo y volteó la cabeza para mirarlo confundida. Vega notó su palidez y la ayudó a incorporarse. Ella se dejó conducir con docilidad hasta la orilla, donde se inclinó para beber y refrescarse otra vez. El frío del agua de deshielo la hizo toser. Vega la instó a sentarse y volvió a tenderle la flor que él había abierto. Los ojos violáceos de Andria lo enfrentaron llenos de interrogantes.

—Lo siento... —murmuró Andria bajando la vista.

Se sentía frustrada, pero no por no haber logrado su objetivo. ¿Cómo pude creer que lo haría con tanta facilidad como él?, se preguntó con rabia. Se había dejado arrastrar por el impulso de emular a su Maestro. La vergüenza reemplazaba a la frustración.

—No debes exigirte de más —oyó que le decía Vega. La cálida comprensión de su acento sólo alimentó su enfado consigo misma—. Tienes la fuerza, y también la voluntad necesaria para emplear esa fuerza correctamente. Sólo debes darte tiempo para aprender a encauzarla en el canal adecuado.

¡Gran Madre! ¿Por qué debería consolarme? ¡Me porté como una tonta!

Vega le sujetó el mentón, obligándola a alzar la vista. Andria sostuvo su mirada con una inspiración temblorosa, y la sonrisa comprensiva del Maestro semejó una bofetada.

—Explícame por qué estas enfadada.

¿Acaso se está burlando de mí? —Maestro, yo...

Los ojos grises de Vega se entrecerraron. Percibía cómo la rabia de Andria cambiaba de foco. Exactamente lo que buscaba. —¿Sí?

—Lo que ocurrió es que... De pronto siento que... —Andria se interrumpió. ¿Cómo explicárselo? ¿No es suficiente con sentirme tan tonta? ¿También debo admitirlo de viva voz?

—Sientes que no supiste controlar tus impulsos —dijo Vega con calma—. Te dejaste llevar al decidir quedarte sola e intentarlo. Una reacción más propia de una Pupila que de una Discípula como tú.

Andria se envaró, aún forzada a enfrentarlo. ¿Me está humillando deliberadamente?

Vega acercó su rostro al de ella, y su sonrisa era irónica. —¿No fue eso lo que ocurrió? Y de pronto te preguntas, y con razón, si alguien incapaz de dominar un impulso tan básico merece haber llegado tan lejos en el Camino.

Andria liberó su mentón y hundió la cabeza entre los hombros. Su enojo aumentaba y de pronto nada de lo que aprendiera le servía para controlar sus emociones. Vega deslizó la rosa del cielo tras su oreja, acomodando los largos rizos violáceos sin dejar de sonreír. Andria se encogía con su proximidad. Había desviado la rabia de la muchacha hacia sí mismo. Ahora debía anularla. Buscó la entonación justa, modulando las palabras con cuidado.

—Nadie llega hasta aquí por azar —dijo, irguiéndose.

Las mandíbulas de Andria se aflojaron involuntariamente y sus ojos se abrieron de sorpresa. Vega retrocedió sin agregar más. Ella descubriría lo que había hecho. La mirada de Andria lo siguió cuando se internó entre los árboles, rumbo al campamento. ¡El increíble dominio que tenía sobre su voz! ¡Lo hizo de nuevo!, pensó con un dejo de incredulidad.

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