Despedimos a Sobe como guía turístico.

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No sólo era perseguido por la policía en mi mundo, también viajaba con el enemigo del Estado de ese mundo.

Sobe había dicho que el estado se lo llamaba Orden por lo cual nosotros éramos los enemigos de Orden. Unos rebeldes. Ya, ya, por el nombre parecía que no eran unos tipos liberales pero Sobe no recordaba qué había hecho cómo para que lo odien y lo considerarán enemigo. Se defendió alegando que era enemigo de muchos gobiernos como para hacer una lista y recordar todo lo que había hecho.

Nos dirigíamos de todos modos a la ciudad. Estábamos lo suficientemente cerca para no perderla de vista y lo suficientemente lejos para que no nos vean, si es que había alguien merodeando fuera de la ciudad. No teníamos idea de cómo entrar pero de todos modos lo intentaríamos. Una pálida oscuridad nos rodeaba, las nubes grises y brumosas se escondían detrás de la enramada sin hojas que suspendía sobre nuestras cabezas. Íbamos por encima de más zarzas y malezas intentando abrirnos paso, el camino era un tanto más enmarañado de ese lado. Algunos pájaros trinaban como fantasmas porque podía oírselos pero no había ninguno en los árboles desnudos. Sentía que estaba en una jaula de ramas, Petra tal vez pensó lo mismo porque pateó los árboles que pudo sin siquiera sacudirlos un poco. Nuestras pisadas hacían crujir las hierbas y hojas secas que se acumulaban en el suelo.

Nos encontrábamos escuchando la explicación que habíamos exigido. 

 —Miren, de verás no recuerdo qué pasó —decía Sobe—. A medida que voy viendo recuerdo...

—¡Tenías cinco años por amor de dios no tres meses! —rezongó Petra.

—...pero lo que sí sé es que si continúan buscándonos entonces tendrán fotografías viejas. Yo tendría unos cinco años, era un niño feo y la pubertad me cambió mucho.

—Te hizo un adolescente todavía más feo —respondió Petra con una sonrisa pícara.

—Ja, muy graciosa. No, la verdad es que me hizo más guapo.

—De veras no quisiera verte cuando eras niño —añadí.

—¿Tú también Jo?

—Sólo estoy un poco molesto —dije encogiéndome de hombros y haciendo como Petra: mirando hacia otro lado.

—En fin, mi foto será muy diferente, la de mi hermano también, él tenía quince, Sandra catorce y su hermanito Tony nueve...

—¿Tony? —pregunté absorto mientras corría un matorral de hojas anaranjadas— ¿El agente de la Sociedad?

—Sí, ese mismo. Vivíamos juntos. Íbamos de un mundo a otro con mi hermano y la hermana de Tony. Escapábamos de La Sociedad, no vivíamos en el Triángulo porque queríamos encontrar a los padres de Sandra y Tony. Ellos no aceptaban que los habían asesinado. Nos metíamos en muchos líos y vimos tantos pasajes. Eran... eran como mi familia— admitió con nostalgia.

—Lo lamento —dije preguntándome si la captura de Tony podría verse como problemas familiares.

—Si... bueno, supongo que todo se deshizo cuando murió mi hermano por una avalancha de nieve —confesó—. Estábamos en la punta del Everest ¿Sabes?

De repente un sonido nos detuvo. Era un tronar de cascos que se aproximaba a la distancia, elevando su resonancia por el aire.

—¡Quietos! —susurró Petra y ambos nos echamos silenciosamente al suelo detrás de unos matorrales.

En un extremo del bosque la figura de un caballo de pelaje blancuzco recortó el horizonte de ramas. Marchaba donde parecía haber un camino despejado, que como grandes idiotas no habíamos notado. El caballo se asemejaba a una luna andante porque su piel era salpicada por manchas grises en forma de cráteres. Iba montada una muchacha con capucha, sus manos pálidas aferraban las correas y era lo único que se veía debajo del manto.

La muchacha viró su cabeza hacia nosotros presenciando no sé muy bien qué, estábamos ocultos a la perfección. Detuvo la marcha y endureció los hombros en posición alerta. Descendió del caballo y escudriñó con ojos profundos la maleza. Llevaba un vestido opaco que sólo le dejaba ver la punta de sus botas y la tela estaba tan gastada que ni siquiera se podía adivinar su color original. La capa le cubría el rostro y cuando se la echó atrás pude ver cómo cabellos rizados y azabaches le contorneaban las mejillas.

—¿Hola? —preguntó con voz ronca.

Era una voz tan rasposa y seca que no parecía suya. Era una voz avejentada y derrotada, parecía haber estado años sin usarse.

«No se muevan»

Vocalizó Petra mientras ambos asentíamos absortos y agazapados detrás de la maleza.

—Sé... —se corrigió la garganta con una mueca de dolor y condujo una de sus pálidas manos a su cuello— que están ahí.

Cada palabra que pronunciaba la muchacha era seguida por un pitido corto, agudo y computarizado. El rostro de Sobe se ensombreció, humedeció ansioso sus labios. Acaba de recordar algo y estaba a punto de meter la pata.

—Hola —dijo elevándose de nuestro escondite y restregándose el polvo de la ropa con aire armonioso.

La muchacha retrocedió, tendría unos quince años y mucho miedo. Observó los brazos de Sobe de un lado a otro. Al escuchar las palabras otro mundo yo me esperaba cosas como naves espaciales o edades de piedra con seres verdes de tentáculos amarillos. Pero estábamos en un bosque normal, con una chica que hubiese pasado como una colegiala disfrazada de mendiga medieval. Aunque no tenía tentáculos no estaba mal. La chica era muy hermosa, sólo tenía algo extraño en la mirada, algo que no terminaba de cerrarme. Su tez era pálida como la nieve, sus pestañas negras y espesas le contorneaban la mirada como nubes bordeando la luna, era muy delgada y tenía comprimidos sus finos labios.

—¿Rebeldes? —inquirió y el pitido computarizado sonó otra vez.

—No sé a qué te refieres, únicamente quería preguntarte algo.

—No tienes marcador —advirtió ella y tres pitidos resonaron en la quietud del bosque.

La muchacha descubrió su brazo derecho y exhibió una computadora que le recorría gran parte de la muñeca. La computadora parecía llevar mucho tiempo allí, estaba un poco gastada y el metal de los bordes era de un plateado herrumbroso. Además de que literalmente se veía clavada en su piel, tensándola e irritándola. Tenía una pantalla que ocupaba gran parte del aparato y marcaba con números rojos:

+578

—Sí, lo sé —respondió Sobe—. Pero no somos rebeldes.

—¿Somos?

Pitido, el número cambió. La computadora de su brazo emitió aquel sonido.

+577

Sobe hizo una mueca y miró hacia nosotros, Petra lo fulminó con la mirada. Suspiró resignada, me observó como diciendo «Qué esperas, levántate», se elevó del escondite a regañadientes y yo hice lo mismo.

La mirada de la chica se iluminó, apartó algunos matorrales de su camino y se aproximó entusiasmada hacia nosotros, sin ver nada más que nuestra presencia. Cogió la muñeca de Sobe y los brazaletes de Petra, justo en el sitio donde ella tenía la computadora. Los escudriñaba como si fueran unos bichos raros y como si ella hubiera estado esperando toda una vida para toparse con uno. Sus ojos rezumaban entusiasmo. Luego de examinar sus antebrazos atisbó rápidamente la manera en que estaban vestidos pero eso no captó mucho su atención. Sus ojos regresaron a los brazos de Petra y Sobe como si estos los llamaran con magnetismo.

—¿Cómo hicieron para sacárselo?

+573

Petra negó con la cabeza diciéndole que no conteste pero Sobe seguía sus propias reglas:

—No lo recordamos —mintió—. Sólo sabemos que despertamos en el bosque, eso es todo. Vimos la ciudad y pensamos que deberíamos ir a ella. Necesitamos ir a ese lugar, con urgencia. Es lo único que sabemos, en nuestra cabeza no tenemos ningún otro recuerdo a excepción de nuestros nombres.

Los ojos de la muchacha se humedecieron y algo se desvaneció en su semblante como si estuviera meditando en un millar de cosas. Jamás había visto una mirada tan significativa, sus ojos hablaban, gritaban, susurraban y trasmitían palabras en un lenguaje que yo no hablaba, pero en esa ocasión no dijeron nada. Se limitaron a contemplarnos, reservándose sus sentimientos para ella.

—Berenice —dijo después de unos instantes, señalándose lentamente.

—Hola, Berenice. Yo soy Sobe, ella es Petra y él es Jonás. Sé que sonara extraño pero estamos muy perdidos ¿Nos podrías llevar a la ciudad? —preguntó sin tapujos ni rodeos.

—No puedes entrar.

+564.

El pitido continuó resonando cada vez que ella hablaba. Y el número descendía por cada palabra. Berenice había llamado a ese aparato marcador, era obvio que marcaba palabras. Sólo que desconocía porque alguien querría saber cuantas palabras decía. Su voz ronca me hizo saber que no hablaba en mucho tiempo. Me dio un escalofrío ver aquel aparato que se metía en su piel, me pregunté si llegaría al hueso, aun así ella se movía como si estuviera acostumbrada a cargar con eso.

—¿Por qué?

—No tiene puertas —respondió—. Hay aberturas. Las abren para meter cultivos. Eso sucederá en una semana. Lo sé. Soy granjera. Mi cosecha estará en una semana.

—¿Estás de broma? —le pregunté y ella se sobresaltó como si no hubiera reparado en mi presencia. Afirmó sus pies sobre la tierra como si quisiera abandonar la idea de retroceder.

Se humedeció los labios y negó levemente con la cabeza.

—¿Y tú no sabías esto? —preguntó Petra a Sobe cruzando los brazos sobre el pecho.

—¡La anterior vez aparecí dentro de la ciudad, yo ni siquiera sabía que estaba encerrada en una especie de cúpula cuadrada! ¡Nos desviamos unos kilómetros por viajar con él! —indicó Sobe señalándome— pero en esta única ocasión, cuando no disponemos de tiempo, el portal está encerrado.

—Debe haber otro pasaje fuera de la ciudad —dije esperanzado y odiándome por ser un Cerrador.

—No lo sé Jo y si lo hay no creo que sea a nuestro mundo.

No podía creer que estábamos encerrados en ese lugar.

—De todos modos iré a buscar algo —dije obstinado, lo último que necesitaba era esperar una semana para tratar de entrar.

—Lo ayudaré a buscarlo —anunció Petra decidida.

—No Petra, no puedes, si queremos salir de aquí debemos estar los tres juntos, ustedes dos no abrirán nada solos —Petra perdió la determinación que tenía y empezó a dudar.

Me dejé caer en el suelo derrotado. Estábamos encerrados allí por siete días y mis hermanos estarían encerrados en otro mundo el mismo tiempo. Además ni siquiera sabíamos cómo íbamos a entrar a la ciudad, si se habían encerrado en una caja entonces lo más probable era que vigilaran la zona ¡Linda manera de empezar la semana!

Berenice escuchaba toda nuestra conversación atenta como si desmenuzara las palabras. Pudo haberle resultado una extraña charla, lo suficiente como para dejar a los forasteros que acababa de conocer pero ella no lo hizo, es más hizo todo lo contrario.

—Vengan conmigo —sugirió—. Pueden descansar en el molino.

Al ver que todos estábamos sumidos en nuestros pensamientos observó preocupada el marcador de su muñeca. Miró al cielo agotada como si la conversación le hubiese arrancado todas sus fuerzas y volvió a hablar.

—Puedo adelantar las cosechas para mañana al atardecer.

De repente Berenice la extraña del marcador captó nuestra atención.

—¿De veras puedes hacerlo?

Humedeció sus labios y asintió.

—Podemos juntar todos los granos hoy y gran parte de mañana —dijo resuelta—. Podemos meterlos en el camión y esconderlos. Camúflense entre las cosechas, crucen las puertas, no revisarán la carga.

—¿De veras puedes hacerlo? —volví a interrogar.

—¡Eres un ángel! —alabó Sobe cayéndose de rodillas y haciendo ademán de besarle los pies.

—Sí, si ustedes me hacen un favor —agregó Berenice retrocediendo un paso y apartándose de Sobe, sosteniéndome de tal manera la mirada que yo también retrocedí.

Sobe parpadeó y se levantó del suelo sacudiéndose el polvo de los pantalones como si estuvieran limpios antes.

—Un ángel no haría eso...

—¿Cuál? —pregunté con determinación.

Sabía que Sobe y Petra se desprendían miradas recelosas detrás de mi espalda. No era buena idea fiarse de un extraño que se fía de ti en menos de dos minutos. Los ojos de la muchacha centellaron de una madura satisfacción como si acabara de ganar un juego del cual no sabía las reglas.

Levantó un dedo como si me pidiera paciencia.

—Debo hablar con Wat Tyler.

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