II. La peor noche de mi vida (por ahora)

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 El sótano era más deprimente que mis viernes por la noche. 

 Las paredes con la pintura violeta desconchada y cubierta de humedad chorreante, estaban totalmente desnudas. Por un lado se amontonaban muebles viejos y podridos de los dueños anteriores, por el otro una mesa manchada de aceite de motor que mi papá había bajado y atiborrado de herramientas tan nuevas como nuestra mudanza. Sobre la mesa había un cofre herrumbroso de herramientas que nunca me permitía tocar. Paralelo a la escalera nos recibió un librero, con sus estanterías repletas de mundos. Los lomos de los libros eran variados y numerosos como los días de un año. Cerca del librero había un lavarropas más sucio que cualquier prenda dentro. Todo allí estaba usado, oxidado, cubierto de humedad o polvo. Pero por más terrorífico que pueda resultar una pared violeta, allí no había ningún asesino.

Mis hombros se relajaron y entonces me volteé para observar a Narel. Estaba vestida con su pijama de rayas, tenía unas pantuflas lanudas que iban más allá de su tobillo y su cabello castaño se le escurría por los hombros. Tenía un leve matiz rosado en las mejillas como si alguien la hubiera ofendido, sus pestañas espesas parpadearon contemplándolo todo y aflojó la postura como si estuviera a punto de irse a la cama. Recorrió lo insulso de la habitación con los ojos y se detuvo en las luces de neón que zumbaban avejentadas, cuando dijo:

—Patético. Pero a decir verdad no es lo único patético que hay en la habitación.

No supe si me observó a mí o a mi remera de The Avengers pero aún así concluí:

—Cierto, me olvidé que estabas tú.

Revoloteó sus ojos como si mi voz le diera dolor de cabeza y estuvo a punto de subir las escaleras cuando un sonido la detuvo. Fue un grito, o algo como eso, que se oyó ahogado y débil. No era un grito de terror más bien era un grito jubiloso, seguido de algunas risas lejanas que fueron su eco y resonaron por toda la habitación.

Aquello la congeló y también me hubiera atemorizado del todo si no hubiera deducido de dónde provenía aquel sonido. Mi vista y mis oídos se dirigieron al librero, después de todo el sonido había llegado de él. Fui corriendo hasta los lomos de los libros y los acaricié como si hiciera un tratado de paz.

—¿Qué es eso? —preguntó vocalizando cada sílaba.

—Se llaman libros, la gente suele leerlos —respondí intentando que mi sarcasmo la silenciara un poco, incluso que silenciara mi miedo.

Las manos me temblaban, por esa razón apoyé el oído en los lomos de los libros, olí años de encierro y casi pude sentir la humedad y la ausencia de luz real en la piel. Fue entonces cuando supe que las voces ahogadas provenían de allí, no de los libros, no esa idea habría sido disparatada, más bien detrás del librero.

Al parecer Narel me leyó el pensamiento porque adoptó mi posición y frunció el ceño.

—Me daría miedo si el ruido fuera más especifico pero no sé lo que es ¿Voces, música, viento?

Retrocedí dejándola a ella sola con sus palabras. Estaba totalmente asustado, el corazón me palpitaba y lo podía sentir en mi cabeza, y en mis piernas, sacudiéndolas como ramitas ante una brisa. Pero Narel dejaba sus brazos en jarras y observaba el librero como si al ser un año mayor todos los espíritus y fantasmas posibles se tiraran al suelo y le rindieran homenaje por su inhumana madurez.

—Mejor llamemos a mamá y papá —propuse y tragué saliva ordenando mis pensamientos—. O a la policía.

—Nunca contestan el teléfono —dijo imitándome, lo sé porque yo había dicho eso hace unos minutos y porque imitó mi postura al decirlo. Dejó caer los hombros y encorvó su espalda con desgana como si estuviera tan cansada que le diera flojera pararse erguida.

—¡No voy a discutir contigo!

—¡Es porque sabes que voy a ganar! —dijo a la vez que agarraba con ambas manos el borde del librero y jalaba de el como si fuera una puerta y se abriera de ese modo. Afirmó sus pies en el suelo y las suelas de sus zapatos lanudos crujieron.

—¡Entonces llama a la policía! —sugerí muy cordial a modo de orden.

—¿Estás loco? —Volteó su cabeza levemente mientras jalaba el librero—. Para empezar no me sé la nueva dirección y en segundo lugar somos nuevos en este pueblo, no los voy a llamar por un sonido. Nos tomarán de locos.

—Pero es más que un sonido.

—Sí, tienes razón, son muchos sonidos —respondió burlona mientras continuaba con su trabajo.

—Además —repuse— prefiero que me tomen de loco que me tomen de cadáver.

—Estás dramatizando —dijo mientras continuaba jalando del librero.

Iba a preguntarle qué demonios estaba haciendo cuando mi hermana pequeña manifestó lo mismo:

—¿Qué haces? —preguntó cogiendo la mano de Eithan y en la otra aferrando con todas sus fuerzas su peluche favorito: Miel, el oso.

Miel era un peluche que le habían comprado a Ryshia cuando ella era tan pequeña como un frijol. Lo conservaba desde que tenía memoria, las condiciones del muñeco eran iguales a las del sótano pero ella aun así lo seguía amando. A Eithan también le habían regalado uno pero lo había perdido, casi como todas sus pertenencias, siempre era despistado, sólo le importaba pasarla bien, lo demás era muy difícil para él.

Acaricié el ensortijado y rubio cabello de Ryshia que tenía sujeto en dos despeinadas coletas, las cuales le había hecho hace una hora:

—Narel cree que correrá el librero y encontrará de dónde viene el sonido, está actuando como una idiota, pero eso ya lo sabes porque siempre hace lo mismo.

Ryshia asintió lo cual me arrancó una sonrisa.

El librero protestó y comenzó a deslizarse por el suelo, dejando a su paso una estela de polvo. Algunos libros cayeron estrepitosamente y se abrieron en páginas olvidadas como si quisieran que alguien los leyera con urgencia. Los ruidos se intensificaron y pude oírlos con más nitidez, eran personas ovacionando algo, se escuchaban a lo lejos como si estuvieran a unas manzanas de distancia. Ryshia apretó aún más mi mano percibiendo el mismo cambio que yo.

Narel asomó su cabeza detrás del librero con aire aventurero, su espalda estrecha y cabellos castaños fueron lo único que vi mientras ella inspeccionaba. No estuvo si quiera un segundo examinando el interior que regresó encogiéndose de hombros. Saltó algunos libros, otros los pateó y se aproximó hacia mí, contemplándome aburrida.

—No hay nada, lo que... lo que lleva esto a una pérdida de tiempo.

—¡Eithan! —exclamó Ryshia pálida como la nieve que rodeaba la casa.

Me volteé confundido buscando a Eithan por el sótano y lo encontré observando dentro del lavarropas que se encontraba a un lado del librero.

—¡Jo, Jonás ven! —dijo incitándome con su pequeña manito y regresó a la posición anterior, hincando sus regordetas rodillas y contemplando el interior del lavarropas anonadado.

—¿Qué haces?

—¿No es obvio? —Preguntó Narel un tanto sarcástica porque a ella no la había llamado—. Hasta él sabe que debes lavarte de vez en cuando.

Quise acercarme a husmear pero Ryshia quedo petrificada y me pidió que no la dejara. Entonces Narel se arrodilló y metió la cabeza dentro del lavarropas mientras yo intentaba explicarle a ella que sólo me alejaría unos metros y que no había nada en el sótano a que temerle. Le aterraba la oscuridad y los espacios cerrados así que un sótano no era su lugar favorito en el mundo.

Narel se elevó deprisa y trastabilló como si alguien la hubiera abofeteado pero lamentablemente eso no era lo que sucedió. Se volteó con una sonrisa de boba en el rostro y con los ojos brillantes de lágrimas, su expresión revelaba que había visto algo fantástico y aterrador a la vez. Pasó el peso de su cuerpo de un pie a otro.

—Hay un pasadizo.

—¿Qué? ¡Estás de broma!

Elevé a Ryshia en mis brazos y la llevé conmigo, lo cual me costó horrores porque ella me llegaba más allá de la cintura. La dejé a mi lado, asomé la cabeza y por dentro vi que el lavarropas no tenía absolutamente nada, era sólo una cascara. No había ni rejillas, ropa o algo que indicara que la máquina funcionara. Sólo se podía divisar un pasadizo detrás de este que era alumbrado por la luz del fuego y una luna plateada.

Estiré un poco más el cuello, pasé la mitad del cuerpo por la puertecilla y la imagen me maravilló a la vez que aterrorizó. Vi un pasadizo, de piedras grises, lúgubres y lisas colocadas unas encima de otras de forma armoniosa. Oí el crepitar del fuego y sentí el calor vivo del mismo en mi mejilla, giré levemente la cabeza y pude ver una antorcha de pared con acabado de hierro. El aire de ese lado olía a carne asada, madera seca y sal, no a humedad ni años de encierro. Los gritos jubilosos se oían vividos, a unos metros de mí.

Decidido crucé totalmente. El lavarropas ocultaba una puerta del mismo tamaño que la máquina, dónde me deslicé sin preocupaciones. Bajé al suelo del pasadizo y supe que no solo era un pasadizo.

Me encontraba en un baluarte, la esquina de algún castillo. La única puerta, descontando por la que había entrado, conectaba con la salida: un oscuro y tenebroso corredor. No había nada más que ese pasillo y una ventana.

Mi sótano parecía salir entre la pared porque las piedras armoniosas terminaban crípticamente de donde yo había salido, como si alguien las hubiese cortado irregularmente con una sierra. El murmullo de la multitud venía de la ventana, corrí en esa dirección, apoyé mis manos en el alfeizar y vi a lo lejos una muchedumbre. Se encontraban en una plaza adoquinada rodeada de muros robustos que se alzaban sobre la multitud que danzaba o bebía en torno a aquellas murallas. Había puestos y mesas que exhibían banquetes, algunos que otros malabaristas y entre otras cosas.

Podía diferenciar la estructura por todas las historias de caballeros que había leído y porque siempre me habían gustado los diccionarios; me encontraba en una de las numerosas alas de un edificio, lo supe por los pasillos sobre las murallas internas que recorrían el patio. Rodeando las murallas externas, que contorneaban a la muchedumbre, había un paisaje oscuro y bosques espesos fundiéndose con el horizonte. Había tanto que mirar que mi cerebro no procesaba lo que observaban mis ojos como si hablaran dos idiomas diferentes. No me detuve a observar mucho porque me volteé al instante que escuché:

—¡Es un castillo! —Exclamó Ryshia a la vez que saltaba entusiasmada—. ¡Es la mejor casa de todas!

Sin tragármelo todavía me volví en mis pasos y comprobé el umbral de la puerta por la que habíamos venido. La puerta se encontraba a un metro por encima del suelo del pasadizo. Si cruzabas el umbral te hallabas dentro del lavarropas. Inspeccioné los lados que conectaban ambas habitaciones, la pared húmeda y avejentada del sótano finalizaba con la llegada de las robustas piedras pero costaba observar donde comenzaba una y donde terminaba otra. Parecía que ambas se habían fundido en un solo material.

—¡Qué pasada! —Eithan cruzó el umbral y sus mejillas palidecieron un poco a la vez que observaba el oscuro corredor que conectaba a quién sabe qué sector del castillo.

—¡Debe ser una broma! ¡Debe haber una trampa oculta o algo, seguro las paredes no son más que hologramas! —objetó Narel a la vez que seguía los pasos de mi hermanito dentro de la habitación circular.

Yo me encontraba demasiado ensimismado contemplando el paisaje que se abría debajo de mi nariz. Era como estar encerrado en un sueño ¿qué chico no querría que suceda algo como eso cuando está aburrido? Advertí que había silencio detrás de mi espalda. Al volver vi que Narel se tomaba fotografías con su teléfono celular, incluso formaba una V de «victoria» con sus dedos.

—¡Narel!

—¿Qué?

Pareció ofendida, suspiró con resignación y volvió a utilizar el teléfono para alumbrar y batallar contra la oscuridad. Les dije a todos que se asomaran hacia la ventana con un movimiento rápido. Ryshia estaba petrificada en el medio del baluarte así que aferré su suave y pequeña mano y la arrastré hasta el alfeizar donde se levantó de puntillas. Narel observó la penumbra del pasillo y luego corrió a la ventana, recostó uno de sus brazos sobre el alfeizar, brevemente contempló anonadada el horizonte y una sonrisa se formó en sus labios, pero no estuvo mucho tiempo allí porque luego regresó con su semblante irritado y se volvió hacia mí. Pareció pensarlo unos segundos.

—Vamos por el pasillo, si la mudanza es una de esas bromas que hacen, que graban, te pasan por la tele y todo ese rollo... bueno si sólo nos trajeron aquí para que descubramos el sitio entonces deberíamos investigar.

No me pareció muy convincente que todo se tratara de una broma televisiva, sabía que para Narel era divertido fastidiarme pero no creí que otra persona se tomara tantas molestias para hacer lo mismo.

Sé que en este momento pensarías que alguien normal llamaría a la policía o saldría gritando por la desolada carretera que circula la casa «¡Tengo un pasadizo con gente en mi sótano!» Pero debo aclarar que mi familia, a excepción de mis padres, no se destaca por la sabiduría y la destreza a la hora de dar elecciones. Mis hermanos y yo éramos de meternos en problemas todo el tiempo, especialmente en la escuela. 

 No podía achicarme y olvidar todo porque entonces Narel habría presumido su año de sabiduría que sobrepasaba y eso hubiera dado lugar a que moviera su cabello en busca de más ideas. No quería que sucediera ninguna de esas cosas así que tampoco podía sugerir que regresáramos después y por el momento llamáramos a alguien con autoridad. 

Me encogí de hombros como si descubrir ese sitio fuera lo más normal del mundo e intenté desprender la antorcha de la pared, para dirigirme al oscuro y perturbador corredor que era la salida. Cuando me di cuenta de que estaba incrustada y la antorcha no se desprendería de la pared Narel ya había estallado de risa.

—¡Esta incrustada! —explicó Narel como si yo fuera tan necio que todavía no hubiese caído. Sacó su teléfono celular del bolsillo y comenzó a alumbrar con su opaca luz hacia el corredor. Luego frunció el ceño, echó un vistazo a su casilla de mensajes y exclamó—. ¡Ja! ¡Trece llamadas perdidas! ¡Con que alguien ahora lee mis mensajes!

—Voy a buscar una linterna —anuncié cuando pude divisar como sería esa «excursión», Narel se quejaría de aspectos imperceptibles mientras llamaría a sus amigotas y les contaría algo clase O.M.G, mientras nosotros extendíamos las manos para poder introducirnos en el terreno desconocido sin la escasa luz del teléfono.

Entonces hice la segunda cosa más estúpida que pude hacer, la primera fue querer introducirme en ese pasadizo, crucé el umbral, me deslicé por la pequeña puertecilla lo más rápido que pude y subí las escaleras a buscar una linterna.

—¡Aguarda, quiero ir contigo! —suplicó Eithan mientras apretaba el paso e intentaba alcanzarme con sus piernas regordetas, mientras salía del lavarropas con movimientos torpes.

Él siempre me seguía a todos lados, era algo así como su dios, también él era el que más le temía a la oscuridad en toda la casa, supongo que por esas dos razones quiso seguirme. Pero me limité a ser más rápido que él y decir:

—¡No te preocupes, vuelvo en un minuto!

Subí rápidamente las escaleras y corrí hacia la sala de estar donde se apilaban cajas atiborradas de adornos, ropa y más cosas de mi antigua casa envueltas en periódico. Revisé como mínimo unas siete cajas hasta encontrar una linterna corpulenta que usábamos en los días de lluvia, cuando la luz se iba. Sólo en caso de emergencias. La encendí varias veces y dirigí su foco hacia mi rostro con una sonrisa boba, la golpeé con mi mano y cuando comprobé que era adecuada corrí como una bala hacia el sótano.

Bajé las escaleras y me encontré con el sótano hecho un lío, el librero corrido, libros e enciclopedias desperdigadas por doquier. La puertecilla del lavarropas estaba cerrada. Me detuve un poco extrañado, pero al principio no me inquieté, solo suspiré por lo tonta que podía ser Narel a veces.

—¿Dejaste que se cierre la puerta? —Grité a la vez que sorteaba los libros caídos en el suelo— ¡Narel!

Me incliné delante de la máquina, abrí la puertecilla y algo me turbó todavía más. Dentro del lavarropas había lo que se espera que haya dentro de un lavarropas. Un montículo de ropa tan sucia que parecía tierra, era dura y seca, podía llevar años ahí. Saqué a manotazos las prendas y toqué algo duro, un libro de cuero pesado y robusto, no me detuve a mirarlo solo lo arrojé junto con la ropa. Pero no había nada más que la rejilla de la máquina. Fue cuando noté que la música y las voces se habían apagado.

Me levanté, aferré con fuerza las esquinas del lavarropas y comencé a jalarlo. La puerta hacia el pasadizo debería estar del otro lado, ya que la máquina no era más que una cascara, me tranquilicé pensando que tal vez el interior había estado siempre pero no lo había visto la anterior vez. Aun así algo se abrió paso en mi pecho, un monstruo de garras punzantes que me cortó el aliento y oprimió la garganta. Mis brazos temblaron y los nudillos se me tornaron blancos pero el mueble no se movía, parecía estar anclado al suelo. Hice acopió de toda mi fuerza, sentí fuego en mis músculos, comprimí la mandíbula mientras llamaba a gritos a mis hermanos. Escuché un rechinido en el suelo y el crujir del metal me dio fuerzas.

El lavarropas se deslizó dejando surcos de oxido en el suelo y dio paso a algo que me heló el corazón. Perdí fuerzas en las rodillas y caí al suelo. Supe en ese instante que esa imagen se quedaría grabada en mi mente para siempre.

Lo único que pudo percibir mi desesperación fue el resto de pared desconchada, maciza y compacta del sótano que continuaba detrás del lavarropas.

No había nada más, ni nadie más.





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