II. Me vuelvo un sacrificio humano (con Sobe)

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Sentí sus gritos llamándome, pidiéndome que me detuviera, a excepción de Miles que sólo decía:

—¡Corrrrreee vaquero!

Pero continué dirigiéndome hacia el río y su estruendo, saltando tubos o trepándolos. Los soldados se encontraban a unos doscientos metros patrullando y examinando los cráteres en el campo de concreto mucho más lejos, cerca del basurero. Era numerosos, más de los que podía contar. Caminé detrás de sus espaldas pero muy apartado. Debía llamar su atención en el momento oportuno.

Llegué a la ribera escarpada del río donde los tubos se engullían en las bravas aguas, negras como brea y casi igual de espesas. No tenía muchas ganas de zambullirme allí pero no tenía otra opción.

Escarlata me mordió el talón enfurecido como si supiera que estaba tramando... tal vez lo sabía, la idea me divirtió y arrancó una risa nerviosa.

—Tranquilo Escarlata, espérame. Volveré —Sus ojos granates como la sangre parpadearon y ladeó la cabeza intentando descifrar mis palabras—. No me sigas —le decreté y lo observé severo.

 Arrojé las capas y éstas se zambulleron en la oscuridad emergiendo cada unos segundos, llevadas por la corriente. En la penumbra y aguas negras se veía exactamente como unos muchachos en el río, unos muchachos que eran golpeados por la corriente. Era probable que nos las vieran porque la oscuridad era muy densa pero sólo me bastaba con que uno las percibiera.

 Me volteé y saqué del cinturón el calibre 45 que me había dado Sobe en Atlanta. Lo apunté hacia los soldados, apenas los podía divisar en la distancia, sus uniformes negros se camuflaban entre el humo y la oscuridad, pero no pretendía herirlos solo quería que me percibieran. Mis manos temblaron como si dictara mi sentencia con cada bala, el río rugió impaciente y violento y disparé.

Los soldados se voltearon sorprendidos, apuntaron sus laséres hacia mí, dispuestos a volarme en miles de pedazos. Me guardé el arma en el cinturón. Dejé que se acercaran lo suficiente y que una decena de luces rojas me apuntaran el pecho. Alcé las manos como si ya me tuvieran pero algo me detuvo.

Sobe se acercaba a la distancia, caminaba agazapado detrás de un tubo de la altura de una bicicleta, los soldados no podían verlo pero yo sí. Me observó escéptico como si no le diera crédito a lo que sus ojos veían. Sus ojos se humedecieron buscando una respuesta.

No podía seguirme, bueno sí podía pero no le convenía, le dije que ni lo piense con un gesto de cabeza. Escarlata emitió un gruñido débil y las placas de su lomo se erizaron de una manera amenazante, desafiando a los soldados que se encontraban a unos metros de distancia.

Cerré los ojos por la simple razón de que no deseaba ver como un río tóxico de aguas rápidas me tragaba. Salté. El impacto del agua me recibió y sentí cómo me sacudía sin piedad. Me esforcé por nadar hacia arriba pero la corriente era demasiado veloz y tempestuosa y me empujaba de un lado a otro. La superficie me recibió y pude ver a los soldados disparando al agua, los láseres estallaban en el río y levantaban chorros de aguas negras o creaban bombas en la profundidad, bombas que bullían en burbujas enormes como si el río entero hirviera. De repente advertí una cabeza castaña entre el torrente.

—¡Jonás! —me llamó Sobe sobre el estruendo del agua.

No podía creerlo, me había seguido, nadé hacia él pero la corriente hizo casi todo el trabajo. Los soldados nos seguían por la ribera en automóviles y vehículos que se parecía mucho a una motocicleta sólo que tenía más ruedas. Continuaban disparando a las aguas tóxicas pero fallaban mucho para nuestra suerte.

Quería preguntarle a Sobe por qué me había seguido, con que uno se sacrificara por el grupo era suficiente pero apenas podía respirar. Las capas del resto de la unidad se sacudían a nuestro alrededor. Si tenía suerte los soldados las habían visto y si tenía más suerte todavía, ellos creerían que toda la unidad se había arrojado al río y no los buscarían entre los sectores bajos, entonces ellos podrían huir. No me animaba pensar mucho en tantas posibilidades, me obligué a concentrarme en nadar y no tuve que obligarme mucho.

Nos acercamos a la pared de la ciudad, atravesamos los muros más pequeños y el campo de concreto interminable que rodeaba todo. Hasta que llegamos al extremo, el límite de Salger. El río chocaba con el muro final e impenetrable, literalmente se estrellaba con uno de los lados de la caja que encerraba la ciudad. Las aguas se abrían por el impacto como el chorro de un grifo vertiéndose contra el lavado y finalizaban en un descomunal torbellino.

Me volteé hacia Sobe, él también lo había visto. Sabíamos que el río seguía del otro lado pero no sabíamos a dónde nos llevaría ese torbellino, ni cuánto duraría el viaje. Petra había salido casi sin aire del otro lado y ella sabía muchas artes extrañas.

«No tengo miedo. No tengo miedo. No tengo miedo. No tengo miedo»

—¡Te veo del otro lado! —gritó Sobe.

Me hubiera gustado que aclarara a qué lado se refería pero no había tiempo para eso.

Las corrientes me arrastraron allí como si alguien me agarrara del talón y me empujara a las profundidades. El aire pesó en mis pulmones, y sentí que mis oídos iban a reventar, me encontraba muy hondo, por inercia llevé una mano al bolsillo donde se ocultaba mi fotografía.

Las aguas me sacudieron mucho más y de repente me encontré en una oscuridad quieta, sin respirar y escuchando sonidos líquidos sacudiéndose alrededor como cuando había hablado con Narel en esa bañera, pero esta vez no apareció ella recortando la penumbra. Sentí que transcurría por un drenaje descomunal. El pecho me ardía y necesitaba aire con urgencia. Pero no veía nada, no había arriba o abajo, solo oscuridad densa como los ojos de una calavera. Estaba en un túnel de agua debajo de la pared que rodeaba la ciudad.

De repente apareció una luz al final de túnel, la corriente me arrastró hacia ella y no me opuse. La luz creció hasta que pude ver que me encontraba muy cerca del suelo, cubierto de piedras puntiagudas. Estaba atontado y en el fondo del río. Nadé al lado opuesto y emergí a la superficie tragando grandes bocanadas de aire.

Recuperé el aliento y nadé a la orilla. Rápidamente me volteé parándome de rodillas y grité con todas mis fuerzas:

—¡Sobe!

El sol del mediodía se descargaba sobre el paisaje. Los pájaros trinaban dulces melodías, la hierba crecía alrededor del río y estaba completamente solo. Me encontraba en el claro de hierbas que yacía alrededor de los muros de Salger, los bosques se veían a la distancia como un cinto verde sobre faldas de pastizales. Pero aun así todo parecía teñido de tonalidades grises. Sí, había vuelto.

Estaba a punto de zambullirme en el río cuando Sobe emergió flotando y respirando aire. Tenía la piel un ligero matiz morado y nadó hacia la orilla, me sumergí y lo ayudé a llegar. Las aguas de ese lado eran más tranquilas, lo suficiente como para luchar contra la corriente, nos acostamos en la rivera jadeantes. Sentía el cuerpo agarrotado. La luz me enceguecía, en poco tiempo me había acostumbrado a la oscuridad de Salger. Estaba exhausto y empapado. El río murmuraba a unos metros como si nos amenazara.

La piel me picaba y ardía, había olvidado las aguas tóxicas del río, estaba demasiado ocupado pensando en no ahogarme como para reparar en ello. Tenía la garganta pelada y ardiendo, se sentía igual a la vez que había bebido a escondidas un poco del vodka de papá con Narel, parecía agua pero sin duda quemaba la garganta como si fuera fuego. Tenía seis años y mi madre nos había llevado al hospital, estaba escandalizada. Pero al salir del río sentía esa sensación en toda la piel, además de que la anterior vez hubía habido medicinas, ahora no.

Me esforcé por no rascarme, el río de ese lado se veía de un color marrón terroso pero no tan negro.

Rogué que Dagna, Miles, Cameron y Dante hayan podido escapar de los soldados y me acosté en la hierba escuchando a Sobe respirar agitado.

—¿Por qué me seguiste? —le pregunté girando mi cabeza hacia él cuando pude recupera aire—¿Por qué saltaste al río?

—Te llevaste mi capa y tenía frío —murmuró y cerró los ojos agotado.

Al ver que no lo comprendía agregó.

—No, la verdad es que —suspiró sentimental—, me debías dinero—rio al ver mi expresión, tosió, tomó más aire y luego habló en serio—. Porque soy un aventurero loco, por qué más —respondió y giró su cabeza hacia mí— y bueno, porque eres mi amigo y creo que te quiero. Mi hermano me dijo una vez que locura y amor son dos cosas que cuando se mezclan no pasa nada bueno.

—Gracias —le dije—. Por ser mi amigo y por todo lo que ha pasado esta semana, no hubiera podido hacerlo sin ti y sin Petra.

—Sí... —Se giró hacia el cielo y examinó las nubes— no hubieses llegado a ningún lado sin mí, digo... soy la bomba.

—He visto tantas bombas y explosiones en esta semana que creo que ser la bomba ya no es un cumplido.

—Mmm —Pensó en ello y se relamió los labios—. Tendré que pensar otra palabra pero será difícil encontrar una que pueda llegar a los pies de mi audacia —Me miró y sonrió—. Oye, perdiste tus gafas en el río —dijo y se echó a reír.

Reparé en que no las tenía y también me eché a reír, el paisaje se veía borroso como detrás de un lente sucio pero podía con eso. De repente sentí algo viscoso y mojado en mi pierna. Me incorporé alarmado y pude ver que Escarlata se sacudía y escurría el agua de su cuerpo.

—¡Escarlata!

Sonreí al verlo y lo sumí en mis brazos, me costaba asimilar la idea de que estuviera allí. Él me había seguido por casi todo Dadirucso solo para estar a mi lado o no sé muy bien para qué, cuando nunca le había dado nada más que caricias y unas cuantas palabras. ¿Por qué continuaba siguiéndome? Casi ni me conocía ¿Por qué arriesgo su vida por algo que prácticamente desconocía? Recordé al hombre que pintaba pájaros que nunca vio y jamás conocería, recordé a Petra mirándome aquella noche en que abandonaba mi casa, sus ojos policromos examinándome con atención, Sobe arrojándose al río. Walton y la unidad abandonando el Triángulo. Me recordé a mí queriendo salvar personas que nunca había conocido, pensando en Berenice aunque casi no sabía nada de ella.

Escarlata no era el único, ni el primero o el último que cometería locuras. Le acaricié su escurridiza piel y él se acurrucó a mi lado.

—Es hora de salvar a Dadirucso —dijo Sobe arrancándome todos mis pensamientos de la cabeza.

—Creo que sí.

—¿Sabes de que también es hora?

—Creo que no...

—¡De clásicos de los noventa!

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