III. Me despido de un amigo.

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Narel estaba frente a mí, abrió sus ojos sorprendida, la angustia se reflejaba en ellos, todavía conservaba ese aspecto maduro que no era típico de ella. Estaba vestida con el mismo overol negro pero ahora se encontraba quemado y echo girones, una de las mangas las había remangado y la otra estaba arrancada de cuajo. Su cabello castaño era una maraña grasienta y estaba recogido a medias como si no tuviera tiempo siquiera de verse al espejo. La sorpresa se esfumó de su rostro y frunció molesta el ceño, destilando fiereza, mantenía un aspecto peligroso como un montañés enfurecido. Pero aun así era bellísima, nunca había reparado en aquello, se veía a la perfección que no éramos hermanos. Sus mejillas estaban coloradas como si llevara horas corriendo. Sus rasgos eran filosos y delicados con la babilla estrecha, como un felino. Tenía unas espesas pestañas que contorneaban su mirada verde. Llevaba un arco colgado al pecho con el carcaj, de flechas plateadas como plomo.

—¿Jonás? —musitó escéptica— Yo... —Sus ojos se abrieron como platos—. Dime que no me he desmayado, dioses no es momento para hablar.

—¿Dioses? —Hasta su forma de hablar había cambiado.

—Sí... bueno —Sonrió levemente—, es una expresión que se me pegó de... alguien —Sus mejillas se ruborizaron—. Veo que has seguido mi consejo y no viniste, no estés triste, así debía pasar —Sus hombros tensos se suavizaron—. Gracias.

—Elegí ayudar a un mundo, supongo que me necesitaban. Esta semana escuché muchas cosas como que soy importante y estoy destinado a pelear en una guerra.

—Lo sé —respondió ella.

Sus palabras me quitaron el aliento o era tal vez porque el tiempo bajo el agua comenzaba a agotarse.

—No me mires así, Jonás —regañó Narel y luego me examinó—, vaya, estás demacrado... te ves triste y loco como Freedy Krueger a diferencia que él tenía garras —Rio y por un momento pareció Narel, la que yo conocía de toda la vida, pero su semblante volvió a ser el de antes—. Cambiaste.

—No soy el único —respondí observándola de hito en hito.

Ella sonrió anchamente, mitad suspirando de cansancio mitad riendo. Yo me reí de la misma manera y entonces corrí a abrazarla. La estreché en mis brazos y pude sentirla como si de verdad estuviera allí. Tenía un olor ácido y dulzón en el cuerpo como si hubiera tomado una ducha en venenos mortales.

—Te extraño mucho ¿cómo están los mellizos?

—Bien, pulgarcito y pulgarcita casi hacen que me maten esta mañana pero están bien. Me preocupas tú. Yo estoy perdida y en un mundo desconocido pero con ellos, tú estás perdido y solo —Me agarró por los brazos y observó inquieta—. Vi algunas cosas tuyas, cosas que sucederán y no son buenas.

Los pulmones comenzaron a pesarme como si fuera sacos llenos de rocas, de repente me costaba pensar y formular las palabras. El pecho se me calentó y llenó como un globo con mucho aire que estaba a punto de explotar.

—¿Qué viste?

—Olvídalo, de todos modos no puedo decirte... dicen que la magia profética no puede usarse de ese modo —Negó levemente con la cabeza y cerró los párpados con calma como si quisiera ordenar las palabras—. Sea lo que sea que haya visto estoy segura de que podrás superar todo, tú eres mi hermanito, podrás salvar ese mundo, mover las masas, liberar al resto de los pasajes y salvar a nuestro mundo de La Sociedad y de Gartet. Los trotamundos jamás tuvieron tantos enemigos juntos. Ha llegado la hora de actuar ¿Me escuchaste niño raro?

—Sí, prometo buscar una manera de encontrarte, no sé cómo pero lo haré, buscaré un portal, te lo prometo.

—Sé que lo harás pero de verdad no es el momento. Estuve toda la semana peleando con esa frase pero sólo ahora la entiendo. Quiero que la entiendas.

—No me puedes pedir que los ignore y finja que no existen, no me puedes pedir que no los busque.

—Jonás, sé que aunque te lo pida no me oirás, eres muy tonto para eso. Sólo es que... muchas cosas malas pasarán, no estoy segura cómo y creo que si dejas de hacer lo que haces y te apartas a un portal lejano podríamos evitarlas.

Negué con la cabeza.

—No seré como Oliver.

—Tengo miedo. Prométeme que te cuidarás.

Asentí y entonces ella me abrazó a mí, se relajó, pude notar sus músculos perdiendo tensión debajo de la piel, las articulaciones permitiéndose un descanso y respiró aliviada. Apoyó su cabeza en mi clavícula. La tenía en mis brazos y por un momento me obligué a imaginar que no nos separaríamos nunca, que no volvería a perderla, deseé que haya alguna especie de arte para que pueda congelar el tiempo. Para que todos los universos se detuvieran en ese momento.

—Te quiero tanto que me duele —susurré.

Ella ahogó un sollozo.

—Tú también me dueles —Estuvo unos segundos en silencio y me susurró en el oído—. Nunca me dejes.

—Creo que ya lo hice.

—No, no —Me abrazó con mucha más fuerza—. Eso no cuenta, estar al lado de alguien no significa acompañar, alejarte no significa irse. No importa que tan lejos estemos, por favor, nunca me dejes— volvió a pedir.

Acaricié sus cabellos, casi sin aire en los pulmones. Eco me había dicho que alguien había muerto allí ahogado, incluso recordé ver sus huesos, pero yo no quería irme.

—Nunca —le prometí.

Entonces se esfumó de mis brazos y sentí el cosquilleo de burbujas fétidas como una cama de masajes donde ella antes estaba. Me preparé para respirar y salir a la superficie pero el agua me arrastró como una corriente fantasma a otro lado.

El sol me encegueció y me encontré a la izquierda de una choza de madera que estaba fusionada con una carpa de tela impermeable, a un lado del refugio estaba construida una pequeña cocina con rocas y madera. Una olla calentaba agua sobre carbones al rojo vivo, que desprendían un aroma a leña y vapor. Ya no podía respirar y sentía mis pulmones a punto de colapsar pero aun así observé el lugar donde me encontraba. Los pájaros trinaban, la espesa vegetación dibujaba sombras y había plantas extrañas y espumosas como los dientes de león, que me hicieron saber que no era mi mundo lo que veía. El grito me arrancó de mi estupor.

Era el grito de una chica, tendría unos dieciocho años. Fue un aullido extraño porque en el se percibía que la embargaba un dolor indescriptible y sumamente lacerante pero era un dolor que ella estaba soportando y encarando con valor.

Estaba recostada debajo de un árbol y tenía las piernas arqueadas, su rostro estaba perlado de sudor con la cara roja como un tomate. Su estómago estaba duro e hinchado, se notaba que estaba embarazada de varios meses. Estaba demacrada pero continuaba siendo guapa. El sudor le había empapado hasta sus cabellos dorados, algunos los tenía adheridos a la frente, respiró agitada y le presionó la mano a su acompañante.

Era un muchacho de la misma edad que la chica, también rubio, con los músculos prominentes al igual que Walton, de espalda ancha. Llevaba una camisa desteñida que había remangado hasta los codos, unos tejanos remendados y botas de montaña. Tenía una expresión nerviosa y feliz al mismo tiempo, sin idea de qué hacer. La miró con sus ojos azules.

Ambos pudieron haber sido supermodelos de traje de baño o algo como eso.

—Tranquila, respira, respira. Diablos, debemos ir a un hospital —Había visto esa imagen en muchas películas.

La mujer estaba dando a luz pero por lo general sucedía en una sala de hospital con muchos doctores a su alrededor moviéndose de un lado a otro. No solos, en el medio de la nada, viviendo como Tarzán y Jane.

—No hay tiempo, no puedo, no podemos —lo apremió ella.

El chico se fue a recibir al bebé, parecía más nervioso que la chica. Ella gritaba adolorida y él la consolaba con palabras alentadoras o chistes idiotas como «Vamos, si haces esto ya no estarás tan gorda» pero aun así su voz temblaba de emoción o terror, no podía saberse. Se notaba que la amaba mucho y sus palabras la hacían reír entre jadeos.

—¡Sólo un grito más amor! —le dijo y acarició las rodillas de su novia.

Las piernas me temblaron y caí de rodillas al suelo, sin fuerzas. Sentía mi piel fría y los pulmones secos como un desierto a medio día pero ellos no me veían, actuaba como si no estuviera ahí, aunque hacía un ruido dificultoso para respirar, sonaba como gárgaras.

Una luz me cegó y cuando se fue sentí el llanto de un bebé que gimió asustado. El chico rubio lo cubrió con mantas apresurado y siseando como si imitara las costas del mar. Sonrió al verlo y la felicidad le dibujó hoyuelos en las mejillas. Se arrastró hacia la sombra del árbol y la chica que respiraba aliviada y reía jadeante.

El bebé era la cosa más fea y enclenque que había visto en mi vida pero ellos lo contemplaban como si fuera la maravilla más espléndida del universo. Sus ojos estaban empapados de terror, admiración, orgullo y miedo, es decir que lo veían con amor. El bebé dejó de llorar debajo de la sombra. La chica lo meció en sus brazos y agarró su pequeña manita mientras el chico la abrazaba y miraba a la cosa calva que ella tenía.

—Mira sus manitas —dijo ella jadeando—. Son diminutas.

—Y esos ojazos azules —convino él—. Es nuestro, se parece a los dos, es como si una parte nuestra se hubiera fusionado para siempre.

La chica se volteó y lo besó. Él le devolvió el beso y luego concentraron su atención otra vez en el nuevo integrante.

—¿Cómo... cómo crees qué? Qué se... digo el nombre —El chico no podía formular las palabras y miraba anonadado a la cosa lampiña de ojos azules, pero aun así sonreía como si esa cosa lampiña hiciera el mundo más brillante.

Ella observó la sombra y la tranquilidad del niño debajo del árbol y las enredaderas. Rio de sólo pensarlo.

—Es nuestra otra mitad, nuestro Jonás —se acercó al niño y susurró—. Nunca voy a dejarte Jonás. Nunca.

Y emergí de las aguas con esas palabras en mis oídos.

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