II

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Detrás de los asientos de piel hay una gran sala de reuniones con las paredes de vidrio, una mesa de madera oscura, también grande, y al menos veinte sillas a juego.

Más allá, un ventanal desde el suelo hasta el techo que ofrece una vista de Seattle hacia el Sound. La vista es tan impactante que me quedo momentáneamente paralizada. Uau.
Me siento, saco las preguntas del bolso y les echo un vistazo maldiciendo por dentro a Irene por no haberme pasado una breve biografía.

No sé nada del hombre al
que voy a entrevistar. Podría tener tanto noventa años como treinta. La inseguridad me mortifica y, como estoy nerviosa, no paro de moverme. Nunca me he sentido cómoda en las entrevistas cara a cara. Prefiero el anonimato de una charla en grupo,
en la que puedo sentarme al fondo de la sala y pasar inadvertida. Para ser sincera, lo que me gusta es estar sola, acurrucada en una silla de la biblioteca del campus universitario leyendo una buena novela inglesa, y no removiéndome en el sillón de un
enorme edificio de vidrio y piedra.
Suspiro. Contrólate, Kim .

A juzgar por el edificio, demasiado aséptico y moderno, supongo que Jung tendrá unos cuarenta años. Un tipo que se mantiene en forma, bronceado y rubio, a juego con el resto del personal.

De una gran puerta a la derecha sale otra rubia elegante, impecablemente vestida. ¿De dónde sale tanta rubia inmaculada? Parece que las fabriquen en serie. Respiro hondo y me levanto.

—¿Señorita Kim? —me pregunta la última rubia.

—Sí —le contesto con voz ronca y carraspeo—. Sí —repito, esta vez en un tono algo más seguro.

—El señor Jung la recibirá enseguida. ¿Quiere dejarme la chaqueta?

—Sí, gracias —le contesto intentando con torpeza quitarme la chaqueta.

—¿Le han ofrecido algo de beber?

—Pues… no.

Vaya, ¿estaré metiendo en problemas a la rubia número uno?
La rubia número dos frunce el ceño y lanza una mirada a la chica del mostrador.

—¿Quiere un té, café, agua? —me pregunta volviéndose de nuevo hacia mí.

—Un vaso de agua, gracias —le contesto en un murmullo.

—Jennie, tráele a la señorita Kim  un vaso de agua, por favor —dice en tono serio.

Jennie sale corriendo de inmediato y desaparece detrás de una puerta al otro lado del vestíbulo.

—Le ruego que me disculpe, señorita Kim, Jennie es nuestra nueva empleada en prácticas. Por favor, siéntese. El señor  la atenderá en cinco minutos.

La muchacha vuelve con un vaso de agua muy fría.

—Aquí tiene, señorita Kim.

—Gracias.

La rubia número dos se dirige al enorme mostrador. Sus tacones resuenan en el suelo de piedra. Se sienta y ambas siguen trabajando.
Quizá el señor Jung  insista en que todos sus empleados sean rubios.

Estoy distraída, preguntándome si eso es legal, cuando la puerta del despacho se abre y sale un afroamericano alto y atractivo, con el pelo rizado y vestido con elegancia. Está claro que no podría haber elegido peor mi ropa.

Se vuelve hacia la puerta.

— Jung , ¿jugamos al golf esta semana?.

No oigo la respuesta. El afroamericano me ve y sonríe. Se le arrugan las comisuras de los ojos. Jennie se ha levantado de un salto para ir a llamar al ascensor.

Parece que destaca en eso de pegar saltos de la silla. Está más nerviosa que yo.

—Buenas tardes, señoritas —dice el afroamericano metiéndose en el ascensor.

—El señor Jung  la recibirá ahora, señorita Kim. Puede pasar —me dice la rubia número dos.

Me levanto tambaleándome un poco e intentando contener los nervios. Cojo mi bolso, dejo el vaso de agua y me dirijo a la puerta entornada.

—No es necesario que llame. Entre directamente —me dice sonriéndome.

Empujo la puerta, tropiezo con mi propio pie y caigo de bruces en el despacho.

Mierda, mierda. Qué patosa… Estoy de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo en la entrada del despacho del señor Jung, y unas manos amables me rodean para ayudarme a levantarme.

Estoy muerta de vergüenza, ¡qué torpe! Tengo que armarme de valor para alzar la vista. Madre mía, qué joven es.

—Señorita Bae —me dice tendiéndome una mano de largos dedos en cuanto me he incorporado—. Soy Jung Hoseok. ¿Está bien? ¿Quiere sentarse?

Muy joven. Y atractivo, muy atractivo. Alto, con un elegantísimo traje gris,
camisa blanca y corbata negra, con un pelo rebelde de color cobrizo y brillantes ojos grises que me observan atentamente. Necesito un momento para poder articular
palabra.

—Bueno, la verdad…

Me callo. Si este tipo tiene más de treinta años, yo soy bombera. Le doy la mano, aturdida, y nos saludamos. Cuando nuestros dedos se tocan, siento un extraño y excitante escalofrío por todo el cuerpo. Retiro la mano a toda prisa, incómoda. Debe
de ser electricidad estática. Parpadeo rápidamente, al ritmo de los latidos de mi corazón.

—La señorita Bae está indispuesta, así que me ha mandado a mí. Espero
que no le importe, señor Jung.

—¿Y usted es…?

Su voz es cálida y parece divertido, pero su expresión impasible no me permite asegurarlo. Parece ligeramente interesado, pero sobre todo muy educado.

— Kim Amanda, Estudio literatura inglesa con  Irene …
bueno… la señorita Bae , en la Estatal de Washington.

—Ya veo —se limita a responderme.
Creo ver el esbozo de una sonrisa en su expresión, pero no estoy segura.

—¿Quiere sentarse? —me pregunta señalándome un sofá blanco de piel en forma de L.

Su despacho es exageradamente grande para una sola persona. Delante de los ventanales panorámicos hay una mesa de madera oscura en la que podrían comer cómodamente seis personas.

Hace juego con la mesita junto al sofá. Todo lo demás es blanco —el techo, el suelo y las paredes—, excepto la pared de la puerta, en la que treinta y seis cuadros pequeños forman una especie de mosaico cuadrado. Son
preciosos, una serie de objetos prosaicos e insignificantes, pintados con tanto detalle que parecen fotografías. Pero, colgados juntos en la pared, resultan impresionantes.

—Un artista de aquí. Trouton —me dice el señor Jungcuando se da cuenta de lo que estoy observando.

—Son muy bonitos. Elevan lo cotidiano a la categoría de extraordinario — murmuro distraída, tanto por él como por los cuadros.

Ladea la cabeza y me mira con mucha atención.

—No podría estar más de acuerdo, señorita Kim —me contesta en voz baja.

Y por alguna inexplicable razón me ruborizo. Aparte de los cuadros, el resto del despacho es frío, limpio y aséptico. Me pregunto si refleja la personalidad del Adonis que está sentado con elegancia frente a
mí en una silla blanca de piel. Bajo la cabeza, alterada por la dirección que están tomando mis pensamientos, y saco del bolso las preguntas de Irene.

Luego preparo la grabadora con tanta torpeza que se me cae dos veces en la mesita. El señor Jung  no
abre la boca. Aguarda pacientemente —eso espero—, y yo me siento cada vez más avergonzada y me pongo más roja. Cuando reúno el valor para mirarlo, está observándome, con una mano encima de la pierna y la otra alrededor de la barbilla y con el largo dedo índice cruzándole los labios. Creo que intenta ahogar una sonrisa.

—Pe… Perdón —balbuceo—. No suelo utilizarla.

—Tómese todo el tiempo que necesite, señorita Kim —me contesta.

—¿Le importa que grabe sus respuestas?

—¿Me lo pregunta ahora, después de lo que le ha costado preparar la grabadora?.

Me ruborizo. ¿Está bromeando? Eso espero. Parpadeo, no sé qué decir, y creo que se apiada de mí, porque acepta.

—No, no me importa.

—¿Le explico… la señorita Bae  para dónde era la entrevista?

—Sí. Para el último número de este curso de la revista de la facultad, porque yo entregaré los títulos en la ceremonia de graduación de este año.

Vaya. Acabo de enterarme. Y por un momento me preocupa que alguien no mucho mayor que yo —vale, quizá seis o siete años, y vale, un megatriunfador, pero aun así— me entregue el título. Frunzo el ceño e intento centrar mi caprichosa
atención en lo que tengo que hacer.

—Bien —digo tragando saliva—. Tengo algunas preguntas, señor Jung


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Otro capítulo más 💜

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