El juego de Freydis

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Freydis se sentó en la tierra húmeda y se envolvió en su capa. Llevó sus ojos hacia la crepitante hoguera donde el Gran Damon revolvía un caldero. El aroma de la comida que el enorme hombre estaba preparando produjo violentos espasmos en el estómago vacío de la muchacha. Habían caminado durante todo el día buscando aquellas extrañas flores cuyas hojas eran de color ámbar; los mercaderes solían pagar una buena cantidad de monedas de plata por cada una.

Vilius, por su parte, alegraba el ambiente con su laúd. Freydis amaba escucharlo tocar, pero jamás lo reconocería en voz alta. Lo último que necesitaba el grupo era que el ego del semielfo creciera aún más.

—¡Date prisa con la cena! —se limitó a decir Freydis, que aún no lograba comprender por qué el Gran Damon, ataviado tan solo con un taparrabos de piel de lobo, no sentía ni una pizca de frío.

El enorme hombre gruñó a modo de respuesta. Nunca había sido una persona de muchas palabras, pero a la joven no le importaba. La fuerza bruta que demostraba al pelear y su destreza para la cocina compensaban su poco talento para las conversaciones.

Un ruido en la espesura captó la atención de Freydis. No estaban solos. La joven le hizo un gesto a Vilius para que guardara silencio. El muchacho bajó el instrumento con cierto dejo de tristeza en la mirada. No sería la primera vez que su compañera se enfadaba de repente al escuchar su melodía, era mejor no tocar ciertas canciones en presencia de ella. Sin embargo, en ese momento era completamente diferente, algo los acechaba en la oscuridad.

—¡Escuchen! —advirtió la muchacha apenas moviendo los labios.

El crujido de una rama confirmó lo que había temido. Freydis buscó la empuñadura de sus dagas que le proporcionaban cierta sensación de seguridad. El Gran Damon levantó del piso su pesado garrote. Mientras que Vilius comenzó a preparar su arco con sigilo.

Pelear con el estómago vacío no era lo ideal, pero algo los amenazaba y no parecía dejarles opción. Lobos hambrientos o un puñado de bandidos, nada se resistía a la posibilidad de una cena caliente. El Bosque Negro también tenía sus trucos y los animales que vivían en él no eran fáciles de atrapar.

Freydis se puso de pie, pero no pudo evitar marearse a causa del hambre. Le alegró comprobar que sus dos amigos ya estaban listos para hacerle frente a lo que fuera que se acercara. Un rugido en otro punto del bosque delató no solo que los enemigos no eran humanos sino que también los estaban rodeando.

—¡Maldición! —exclamó Vilius.

Un instante después, la tenue luz de la luna iluminó el crespo pelaje de cinco perros grises.

"Al menos, no son lobos", pensó Freydis tensando su cuerpo para atacar.

Uno de los canes saltó sobre ella que reaccionó agachándose y alzando sus dagas para hundirlas en el abdomen ceniciento del animal, cuyo pelaje se tiñó de carmesí. Por desgracia, era demasiado grande y sus fauces alcanzaron el brazo izquierdo de la joven, que cayó de espalda sobre la hojarasca.

Los gritos y ladridos alrededor de Freydis indicaban que sus compañeros también estaban librando encarnizadas luchas contra las bestias. "Si tan solo hubiéramos podido comer, habríamos renovado fuerzas y esta lucha sería mucho más sencilla", pensó la muchacha mientras gritaba de dolor al sentir cómo el animal desgarraba su piel y hundía los colmillos en su carne.

No pudo evitar el grito, pero hizo un esfuerzo para incrementar la presión de su daga en el abdomen blando del perro, que aminoró la fuerza que ejercía con sus fauces. Freydis había soltado una de sus armas, pero se aferró con todas sus fuerzas a la daga que sostenía con la mano derecha. Hurgó en el interior de su enemigo hasta que sus fuerzas flaquearon y la soltó.

Freydis sonrió al sentir que el perro dejaba de moverse y se obligó a hacer un esfuerzo para quitarse al animal de encima. Mientras empujaba el pesado cuerpo, la sorprendió otro de los perros por la espalda. Se dispuso a girar, pero fue demasiado tarde porque sintió la mandíbula de la bestia cerrarse sobre su nuca.

Lo que sucedió después fue muy confuso para la joven. Pensó que debía haber muerto porque se encontraba en un lugar completamente extraño para ella. Era posible que estuviera en el mismísimo reino de los muertos. Nunca había visto nada igual.

Freilys estaba sentada en una mesa en compañía de tres hombres a los que no conocía, pero que al mismo tiempo, le resultaban vagamente familiares. Por fortuna, ninguno le prestaba atención a la joven. Los tres tenían la mirada fija en una especie de tablero que contenía un mapa dibujado y algunas estatuillas de arcilla.

Había algo en dos de los muchachos que le recordaba a sus mejores amigos. Esperaba que el Gran Damon y Vilius hubieran tenido más suerte que ella. Una idea bastante descabellada surcó la mente de Freydis: tal vez sus amigos también habían muerto y estaban allí en su eterna agonía. Descartó la idea enseguida. No eran ellos. Se fijó en el tercer hombre. No lo había visto antes, pero tenía un aura mística, como si de una deidad se tratara.

Ninguno de ellos estaba armado y vestían ropajes de tela muy extraños. Los aposentos en los que estaban eran muy diferentes al Bosque Oscuro. No había rastros de los perros ni de la naturaleza salvaje que los había rodeado hasta hacía unos segundos. A decir verdad, las únicas plantas que había en aquel recinto estaban capturadas en macetas y parecían inofensivas.

El corazón de Freydis dio un salto cuando el hombre con halo de deidad habló dirigiéndose a ella:

—Tirá para ver si vivís o morís.

Los otros dos sujetos la miraban.

Freydis no entendía qué era lo que estaba sucediendo. Llevó instintivamente las manos hacia su cintura, pero sus dagas no se encontraban allí. "Maldición", pensó. Tendría que enfrentarse mano a mano con esos hombres que, aunque no parecían armados ni estaban en forma, la superaban en número.

—¡Tirá el dado! —exigió aquel que solo podía ser el Dios de la Muerte.

Freydis buscó desesperada sobre el tablero y distinguió un dado traslúcido de veinte caras. Lo cogió intentando controlar el temblor de su mano. Miró a los enigmáticos seres antes de lanzar el dado sobre el tablero.

—Tenés que sacar más de diez para no morir —escuchó antes de que su mirada se tornara borrosa.

—¡Ahhh! —se quejó Freydis llevándose una mano a la nuca.

Sentía un dolor pulsante tanto en el brazo como en la nuca, pero lo que más le preocupaba eran los filosos dientes del animal sobre ella. Podía oler el aliento putrefacto de la bestia que cada vez estaba más cerca de su rostro. Tanteó con las manos la tierra húmeda a ambos lados de su cuerpo y sintió el frío metal de una de sus dagas. La cogió con rapidez y la asestó de lleno en el costado derecho del perro, pero no sin antes sentir su feroz y dolorosa mordida en el cuello. Se quedaron así durante algunos instantes. Era como un tétrico abrazo en el que humana y animal se quitaban la vida mutuamente.

El dolor desapareció, pero aquel extraño lugar emergió nuevamente ante los ojos de Freydis que parecía haber sido catapultada hacia el mundo de los muertos. Otra vez aquel misterioso recinto... una vez más aquellos extraños humanos. Nuevamente estaba sentada ilesa frente a la mesa del tablero.

—¿Se murió? —preguntó uno de los seres con una voz aterradoramente similar a la de Vilius.

—Dejémoslo al azar —dijo quien Freydis asociaba al Dios de la Muerte pasándole el dado de veinte caras con una sonrisa perturbadora en el rostro.

Ella apretó los ojos con fuerza. Tenía que estar soñando. Era un mal sueño seguramente ocasionado por la saliva envenenada del can del Bosque Oscuro.

—Mejor dejémoslo para la semana que viene. Quedé en ir a nadar con unos amigos —dijo el tercer hombre que portaba la inconfundible y exótica voz del Gran Damon.

—Bueno, sigamos la semana que viene... —aceptó el Dios de la Muerte poniéndose de pie y comenzando a retirar las estatuillas del tablero.

Freydis no lo había notado hasta el momento, pero aquellas figuras hechas de un material similar a la arcilla representaban no solo a cinco lobos, sino también a tres personas... una de las figuras era ella misma y las otras dos eran sus amigos.

—¡No! —gritó y los tres hombres la miraron confusos.

—¿Qué pasa? —preguntó el Dios de la Muerte poniendo con ternura su mano sobre el hombro de la joven, que no pudo evitar estremecerse ante su contacto.

—Voy a tirar de nuevo el dado... para... revivir —dijo ella con un hilo de voz.

—Bueno, pero rápido... me tengo que ir —se quejó uno de los muchachos.

Freydis tiró el dado y lo vio rodar sobre la madera de la mesa hasta que se detuvo en el número tres.

¿Eso significaba... que había muerto?

¿Acaso se tendría que quedar para siempre en aquel extraño lugar?

—No te preocupes... Después te ayudo a crearte otro personaje —prometió el Dios de la Muerte restándole importancia y besó la comisura del labio de Freydis, que estaba demasiado confundida como para reaccionar.

—¡Hasta la semana que viene!

—¡Nos vemos!

Los seres que contenían parte de la esencia de quienes alguna vez habían sido sus mejores amigos se despidieron. Sin embargo, Freydis continuaba paralizada.

—Les voy a abrir la puerta a los chicos. Mientras tanto, Pensá qué personaje te vas a crear... quizás una enana esta vez —sugirió el Dios de la Muerte rompiendo unas hojas escritas con caracteres que Freidys desconocía.

La joven observó a los tres hombres salir por una puerta blanca y se quedó sola en compañía de sus miedos. Cogió temblando la estatuilla que la representaba y la acercó a sus ojos. El escultor había logrado captar hasta los más mínimos detalles de su rostro. Era espeluznante.

Dejó sobre la mesa su figura y desplegó el tablero, una especie de pergamino que contenía un mapa detallado del Bosque Oscuro. Encontró una bolsa de tela negra, y al vaciarla, cayeron varias estatuillas. Freydis estaba segura de que conocía a varias de las personas a las que representaban. Distinguió a la anciana que le había indicado el camino hacia la flor que había estado buscando esa misma tarde.

No lograba recordar casi nada acerca de su vida. Sabía que el Gran Damon y Vilius eran sus mejores amigos. Sin embargo, no recordaba cómo se habían conocido. Daba por sentado que los tres habían vivido muchas aventuras juntos, aunque en ese momento su memoria no podía dar forma a ninguna de ellas.

—No puede ser... —dijo Freidys sintiendo que su cabeza estaba a punto de estallar y se dejó caer sobre una silla.

La joven recordó las palabras del Dios de la Muerte y sopesó la posibilidad de que dijera la verdad. ¿Acaso sería posible regresar a la vida, pero esta vez no como la bella Freydis, sino como una fuerte enana guerrera? No sabía qué nuevas aventuras tendría preparado el destino para ella, pero comenzaba a aceptar que era hora de dejar ir a quien alguna vez había sido.

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