Cortito pero intenso

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      Esta es una historia de amor, de esas tantas que deambulan por el mundo. Soy un tipo común, como vos, como tus amigos, como quien se te ocurra, y de tipo común a tipo o tipa común, como quien cuenta su vida entre birra y birra, entre mate y mate o entre envido y quiero vale cuatro, quiero contarte esta historia, que es así, como la vida misma, cortita pero intensa.

      A los cinco me enamoré por primera vez. Era ella una fémina encantadora, poco menos que la encarnación de una olímpica, y digo poco menos porque tenía los dientes más espantosos que vi en mi vida, pero cuando no sonreía, la seño Daniela generaba en mí, con su simple andar, un estado de pelotudez imposible de disimular. Claro, mi primer amor platónico, y, cuando una tarde después de clases la pasó a buscar el marido, mi primer corazón roto... platónico, creo.

      La segunda fue a los doce. Era una morena de ojos miel, una princesa con la noche en el pelo y el sol en la mirada. Todas las tardes esperaba su llegada en compañía de mi hermana, compañeras de facultad y amigas de la vida. A ella la llevo estampada a fuego en la mente, cada curva de su cuerpo, cada roce de su lengua deslizándose por sus labios, ese olor a perfume de mierda que me enloquecía de amor, el sonido apagado y taciturno de su voz... ¡cómo olvidarla si fue la musa de mis primeras autocomplacencias, la que despertó en mí ese frenesí incontrolable que enciende el cuerpo y el alma! Ay, Macarena de mi vida, ¿por qué tuviste que meterte con el imbécil de mi padre?

      La tercera era del barrio. Tenía yo dieciséis y un ego recientemente enardecido, recuerdo que volvía de jugar el mejor partido de fútbol de mi vida, por lo que crack europeo era lo mínimo que me sentía... sí, un boludo tremendo. Y cuando vi a Rosaura, ni lo dudé, fue amor a primera vista. Como dije, la reciente situación hizo que el pendejo timidón se animara a encarar a la minita con la seguridad de Cristiano Ronaldo bajando de un Ferrari. Ella me miró y me dijo «rajá de acá, tarado, tenés un olor a chivo insoportable». Y así volví a la realidad de mi vida... ese día estuve al menos dos horas bañándome.

      Con la cuarta descubrí los placeres carnales del arte de amar. Se llamaba Romina, yo tenía dieciocho y ella treinta. En realidad, la primera vez no me pareció para nada artístico (en un sentido estético, embellecido), de hecho, al día de hoy sigo preguntándome si aquella tarde en la casa de su amiga no abusó de mí. Como sea, con los días, lo que ella me hacía se volvió la magia de mi vida. Cuando le dije que la amaba me dijo que estaba casada y que no podía seguir acostándose conmigo. Al final no fui nada más que su objeto sexual. ¿Qué le hace una herida más a mi corazón?

      La quinta fue Clarita. Teníamos veintidós y un espíritu juvenil cargado de sueños y proyectos de una vida feliz. Era tierna, amorosa, delicada... y sus ojos eran de dos colores distintos, no sé por qué carajo, pero me fascinaba esa particularidad (el izquierdo era verde y el derecho marrón oscuro). Un día me confesó que le gustaban las mujeres y se las tomó. Año después, apareció frente a mi puerta, «soy un espíritu aventurero, me voy por el mundo con mi novia» dijo, y me dejó al pibe de tres meses, con un tarro de leche a medias y tres pañales. No sabía si llorar o reír, de la noche a la mañana me había vuelto un padre soltero, con un hijo que no tenía idea de que existía. Con el tiempo, el nene comenzó a parecerse exageradamente a mí, lo que, claramente, me llenó de tranquilidad.

      La sexta y última, Sofía, tenía veinticinco primaveras y una belleza que aventajaba a todas las demás, protagonista de los sucesos acaecidos hace poco más de cinco meses. ¿Yo? Treinta. Sofía fue la diferente. La conocí una de las tantas tardes en las que salía a trotar con mayor frecuencia por la costanera, motivado por la ferviente convicción de volverme un latin lover irresistible... ¡puf! Aunque jamás la había notado, ella aseguró que me veía pasar cada martes, miércoles y jueves, frente a la fuentecita de la Virgen de los Marineros, en donde se detenía, cuenta ella, a estirar las piernas y esperar que pasara yo por allí. Un día se armó de valentía y me frenó, charlamos un rato y para la noche ya estábamos haciendo el amor en mi departamento. Amé a Sofía, y ella me amó sin dudas. Lo sé, estás esperando que te cuente cómo carajo me rompieron el corazón esta vez... no, ella fue la diferente porque esta vez no fui yo el abandonado. Sofía, poco a poco, se volvió parte importantísima de mi vida, era algo así como la mujer ideal, pero falló en una sola cosa, la más importante de todas.

      La dejé, y dejé detrás de mí otro amor fugaz. ¿Pero te cuento una cosa? Aunque los amores de mi vida han sido así, cortitos pero intensos, hay uno que no sólo resultó ser el más apasionado, sino también eterno... Tomás. Lo amé con toda la fuerza de mi universo desde aquella tarde que lo sostuve por primera vez en brazos, un capullito de algodón que, a pesar del terrible olor a vómito que tenía, no perdía la belleza y ternura de su ser. Sofía jamás terminó de aceptarlo, y eso fue algo que no me permitiría aceptar yo, porque cortitos pero intensos habrá muchos, mas el amor de un hijo es primero y para siempre.

      La mamá de Tomi desapareció en la inmensidad del mundo, supongo; al día de hoy no volvimos a tener noticias de ella (aunque, en verdad, nunca la necesitamos), mas aunque me partió el corazón como ninguna lo hizo, le dio a mi vida la única razón que necesito para salir a pelearle al mundo un round más cada día.

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