Esculapio

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Cuando encontraron a Esculapio en su casa, después de cinco días desaparecido, enroscado a la pata de una mesa cual serpiente que va a engullir a la presa, entendieron que algo no estaba bien con él. Al arrancar su cuerpo de allí, muy lejos de relajarse, el flacuchento se contorsionó aún más, como si con violencia reacia y desesperación buscara algo de qué aferrarse. "Suéltenme... váyanse, me va ganar la pulseada" repetía una y otra vez, motivado por alguna especie de horror que sólo él en su locura comprendía.

Esculapio era médico rural, un hombre cuya docilidad en el trato le había hecho muy querido en el paraje y alrededores, y aunque se rumoraba que el vino había sido el amante por el que su esposa lo dejó un verano, lo cierto es que nunca había dado señales de demencia alguna, por lo que la situación en la que fue hallado, potenciada por su siempre impoluta personalidad, fue más que sólo un suceso polémico, generó tanto desconcierto entre los campesinos y pueblerinos de la región que no tardó en propagarse el chisme.

Y como la vida suele personificar su ironía en el mundo a través de su cara más egoísta, el generoso y buen Esculapio fue a parar a un cuartito de hospital, sin el apoyo de nadie más que de un compañero de la profesión que sintió lástima por él, tan delirante como irreconocible... encerrado, solo y loco. Tenía magulladuras en todo el cuerpo que se había provocado intentado sujetarse de algo que, según repetía, lo mantuviese seguro. Unas veces gritaba y otras veces lloraba, y otras, simplemente, permanecía durante horas sumido en una inercia inalterable, como si su alma dejara su cuerpo de pronto y sus ojos enormes contemplaran el vacío de la muerte. Ya no quedaban dudas, Esculapio estaba completamente loco.

Don Tomás Lugano supo del caso mientras leía el diario en un rinconcito de La esquina bar, su guarida habitual. Dio un sorbo cuidadoso al café caliente y se comió una dona de chocolate; entonces, un pip lo arrancó de la lectura, intentó ignorarlo, pero la concentración ya había sucumbido a la curiosidad. Maldijo y tomó el teléfono de mala gana, resignado a las nuevas formas de esclavitud de la modernidad, releyó varias veces el mensaje en la pantalla: "Esculapio se volvió loco, tiene alguna especie de delirio de persecución, vení a verlo cuando puedas, por favor". Tomás Lugano, un psiquiatra entrado en años, de aspecto huraño y viejo compañero de póker de Esculapio, era el único profesional de la mente en varios kilómetros a la redonda. Nunca lo vio como un amigo, mas no era Tomás Lugano alguien que invitara a cualquiera a sus noches de timba. La esquina bar no estaba lejos del hospital, apenas dos cuadras, por lo que el anciano caminó parsimonioso, convencido de que, aunque rara vez sucedían, sería la última vez que acudiera a un llamado de urgencia, su propia mente había dejado de tolerar los problemas ajenos hacía bastante tiempo; pero tratándose de Esculapio se sentía en la obligación de al menos interrogarlo por única vez, por las tantas noches de camaradería compartidas.

Ingresó al hospital como siempre lo hacía, como hace mucho no lo hacía, silencioso, imaginando un pasillo vacío, más que nunca vacío. Se dirigió al consultorio de quien le había comunicado la situación y llamó a la puerta varias veces. Tras un minuto sin contestación lo invadió el enojo, al punto de querer volver sobre sus pasos y mandar al carajo a todos y todo, los años se habían llevado consigo mucho más que su rostro encantador, también habían consumido la mayor parte de su paciencia; sólo deseaba volver a La esquina bar y comerse la otra dona que había dejado intacta.

Una vez dentro, le llevó diez minutos informarse sobre el estado de Esculapio, y diez minutos más prepararse para cruzar la puerta que lo dejó de cara al loco.

Esculapio estaba de pie, con la vista en el techo. Tenía la boca ligeramente abierta y rascaba sus muslos con impetuoso ánimo.

—Me quema —dijo Esculapio, como si sin mirar a Tomás Lugano viera, incluso, dentro de su mente—. No tenés que ayudarme, con que me dejes acá está bien.

—Nada está bien —respondió a secas el otro—. Mirame, Esculapio.

—No.

Tomás Lugano acercó una silla a la puerta y se sentó. Cruzó una pierna sobre la otra y supo, entonces, que tenía para rato allí.

Una vez cómodo, continuó:

—Te dije que me mires.

—Su animal favorito eran los unicornios —soltó sin más Esculapio.

—¿Qué?

Esculapio lo miró entonces, el blanco de sus ojos se había vuelto de un amarillo brillante que contrastaba con la lobreguez de su mirada siniestra.

—Ella me lo dijo, yo sé que me entendiste. Ahora lo que debés entender es que tenés que levantar el culo de esa silla y mandarte a mudar de acá; y decile a todos que no me molesten más.

—¿Por qué?

Esculapio rio sin sentido y se dirigió, con andar desacompasado, hasta la posición de Tomás Lugano.

—Porque si no me dejan en paz van a ayudarlo —advirtió, sin perder la sonrisa perversa que de a ratos se borraba y de a ratos se intensificaba hasta más no poder.

Acto seguido, Esculapio regresó a su posición anterior y a la actitud en la que Tomás Lugano lo había encontrado.

El psiquiatra se puso de pie y, sabiendo que lo que haría a continuación era algo que, por políticas del hospital, no le estaba permitido hacer, trabó la puerta con el respaldo de la silla para que nadie irrumpiese durante la sesión. Caminó luego hasta el que parecía encontrar la seguridad que buscaba en algún punto de la altura y se quedó, con el rictus rígido e inexpresivo, con los ojos fijos en Esculapio.

—Mirame, Esculapio.

—Te dije que te vayas —replicó, sin mirarlo.

—¡Mirame, carajo! —gritó Tomás Lugano, al tiempo que sujetaba de los pelos a Esculapio para obligarlo a que lo mirara.

Entonces, sacó un péndulo de su bolsillo y lo balanceó frente a los ojos del loco, cuya expresión de horror deformó su rostro por completo. Entre lágrimas, Esculapio suplicó que no lo hiciera, pero Tomás Lugano estaba decidido a hipnotizarlo y buscar, en lado más oscuro de aquél, algo que lo ayudara a entender su reciente desquicio.

Al cabo de pocos segundos, Esculapio relajó sus músculos y apaciguó su expresión, dejándose caer con delicadeza sobre la cama hacia terrenos peligrosos de la mente.

Tomás Lugano devolvió el objeto al bolsillo y recordó la razón por la que, en más de una ocasión, había sido cuestionado por sus métodos poco profesionales, y aunque él comprendía que sus formas podrían considerarse bastante bruscas (o poco éticas), estaba convencido de que no había mejor proceder frente a determinadas situaciones. ¿Qué era un tirón de pelos si de evitar que desgarrase su propia carne se trataba?

Tomó asiento en la cama, junto al cuerpo tumbado de Esculapio. La presencia de Tomás Lugano estremeció al hipnotizado cuando advirtió el peso de aquél sobre el colchón. El psiquiatra chequeó el pulso acelerado del yacido, que ahora emitía un sonido gutural levísimo.

—Estás bajo una mesa, un par de personas entran y te sacan de ahí a la fuerza —narró Tomás Lugano, buscando ubicar a Esculapio en el momento en que lo hallaron en su casa, el día anterior—. Pero vos no querés salir de ahí, te resistís y asegurás que alguien te persigue.

—Nunca dije que me persiguiera.

—Entonces, admitís que hay alguien más —indicó Tomás Lugano— ¿Podés decirme quién es?

—No lo sé.

El psiquiatra se tomó unos segundos para apuntar en su libreta.

—Estuviste cinco días desaparecido.

—Así es.

—¿Qué hiciste antes de terminar bajo la mesa?

—Vi una foto de tu nieta, en la televisión.

Tomás Lugano, por un instante, no supo qué decir. No esperaba aquella contestación. Su nieta llevaba días desaparecida y lo único que se sabía de ella era haber sido vista por última vez jugando en la vereda de su casa.

—¿Y por qué eso te haría refugiarte bajo una mesa?

—Porque yo la maté.

El bolígrafo se resbaló de entre los dedos de Tomás Lugano y aterrizó sobre las sábanas, junto a los dedos inquietos de Esculapio. «Está burlándose de mí», pensó. No era el primer loco que recurría a la perversión para provocarlo. Además, el caso era de público conocimiento, sabía con exactitud en donde golpear si quería romper su entereza.

—¿Estás hipnotizado? —preguntó luego, convencido de que no lo estaba.

—Lo estoy.

Decidió seguirle el juego.

—¿Por qué la mataste?

—Porque él me obligó a hacerlo. Después la enterré en el monte, bajo la rama de un árbol con un nido de hornero. Pero cuando volví y vi su cara en la televisión supe que estaba mal. No podía dejarlo hacer lo que quisiese conmigo, y como fue en vano cualquier intento de suicidio, me resistí como pude... hasta ahora.

—¿Cómo supiste que era ella? Dudo que la conocieras.

—No lo supe yo.

—¿Cuándo la mataste?

—La misma mañana en la que me encontraron bajo la mesa... ayer.

Tomás Lugano pensó en pedirle que le indicara cómo era su nieta, pero lo descartó en el instante en el que se percató de que, como bien había mencionado Esculapio, ya había visto su imagen en televisión.

—¿Cómo la mataste?

—La estrangulé.

—¿En dónde la ocultaste antes de ultimarla?

—En el galpón, el día anterior decidí que tenía que matarla, pero hasta la mañana siguiente no estaba seguro de la forma en la que iba a hacerlo.

—¿Acaso no te obligó, quien quiera que sea, esa entidad?

—No... sí... él manipula mi mente, convive conmigo en mí, es una lucha constante por el poder.

Tomás Lugano, aunque en inalterable compostura, comenzó a sentir cierto malestar, de algún modo, aunque sabía que aquello que salía de los labios de su viejo conocido era las enfermizas provocaciones de un demente, le resultaba incómodo el fluir de la charla tratándose de su nieta. Sin embargo, muy a pesar del tema, Esculapio había captado la curiosidad del anciano, y ahora lo tenía enredado en su locura, queriendo saber más.

—¿Qué hiciste el día anterior?

—¿Con Mara decís?

Tomás Lugano suspiró profundo, oír su nombre tenía una carga extra y más difícil de sobrellevar; sólo deseó que no volviera a nombrarla.

—Sí.

—Ese día la mantuve atada a un barril de veneno para las plagas del maíz, curioso, porque no la envenené ni nunca pensé en envenenarla.

—¿Y antes?

—¿El día anterior?

—Sí.

—La encerré en una habitación... la del fondo, esa en la que te quedaste la noche de la tormenta ¿Te acordás? Pero gritaba mucho, así que cuando amaneció la até en el galpón, yo sólo quería dormir, yo quiero paz ¿Es mucho pedir un poco de paz?

Tomás Lugano recordaba con desagrado el mencionado dormitorio, en especial el retrato de los bisabuelos de Esculapio, una pintura con tonos sombríos que lo había tenido inquieto toda la noche, en especial cuando surgía de la profundidad de las tinieblas previo al estruendo de los rayos. No le sorprenderían los gritos de Mara si en verdad hubiese estado en aquel lugar una noche, sola.

—¿Qué certeza tengo yo de que en verdad la secuestraste?

—¿No me creés? Te dije que adoraba a los unicornios.

—Eso no prueba demasiado.

—El día que su papá llegó con un ramo de girasoles en las manos le regaló un colgante, era su cumpleaños número siete.

Tomás Lugano presionó el bolígrafo tan fuerte como pudo, al tiempo que sus ojos se abrían dejando notar un asomo de odio; por un instante sintió el impulso de hundirle el bolígrafo en el muslo, pero entonces se controló convenciéndose de que no debía doblegarse ante la provocación de un desquiciado perverso. Lo más seguro es que hubiese captado el detalle del colgante en la televisión, por lo que ahora tenía un jaque para Esculapio.

—Así es, yo estaba el día que su padre le regaló el dije de corazón.

No estaba.

—¿Corazón? Le regaló un dije de hada, porque Mara creía en la magia.

En ese punto, Tomás Lugano se puso de pie y retrocedió tambaleante unos pasos, abrumado, agitado. Aquello era, en verdad, poco probable que Esculapio supiese, aun imposible. Se preguntó entonces cuántas posibilidades había de que Esculapio estuviera diciendo la verdad. Y aún más, hasta ese momento se le había pasado inadvertido un detalle tan importante como estremecedor, uno que le daba más fuerza a lo que el otro relataba: Mara llevaba desaparecida cinco días, al igual que Esculapio lo había estado.

Trató de sostener la compostura, por muy difícil que le resultase. Si en verdad estaba frente al secuestrador de su nieta, debía llegar al desenlace de la cuestión y hallar a Mara, aunque más no sea su cadáver.

—Retrocedamos un día más —prosiguió, sin acercarse.

—El día anterior ella fue feliz, comió mucho chocolate. Recorrimos el campo y aprendió a montar mi caballo, lo hacía muy bien, era una nena valiente, como vos. Y el día anterior, antes de que me lo preguntes, ese día la secuestré, alrededor de las seis de la tarde, estaba sola en la vereda, le dije que era amigo de su abuelo y que quería invitarle un helado. Una niña ingenua, la verdad.

—Mentís —aseguró Tomás Lugano. Sus manos temblorosas dejaron caer la libreta, pero sostuvo el bolígrafo con la firmeza de un puñal, tratando de imponerse al instinto agresivo que buscaba liberarse.

Su nariz sangró.

Entonces, Esculapio se sentó. Crujió el cuello como si llevara mucho tiempo dormido, como si el espíritu se acomodara a la carne en ese preciso instante. Se puso de pie. Hurgó dentro de uno de los bolsillos de su pantalón y sacó de allí algo que Tomás Lugano no alcanzó a vislumbrar, y que Esculapio observó con deleite sobre la palma de su mano.

Todo rastro físico de perturbación se esfumó, como si quien tuviera en frente fuera un Esculapio renacido.

—¿Por qué hacés esto, Esculapio? —continuó Tomás Lugano ante el silencio del loco.

—¿Quién te dijo que soy Esculapio? —replicó, al tiempo que arrojaba el objeto misterioso a los pies del viejo.

El horror de Tomás Lugano fue infinito en ese momento; no hubo fibra de su cuerpo ni rincón de su alma que no se estremecieran al notar que, junto a sus zapatos, se encontraba el colgante con el hada que su nieta llevaba siempre consigo. Y fue entonces cuando el psiquiatra se arrojó de lleno sobre Esculapio, decidido a darle muerte, mas a éste le bastó un empujón sin mucho esfuerzo para que aquél se elevara por los aires hasta impactar contra la puerta, destrozando la silla que la mantenía trabada.

—Contestame ¿Por qué hacés esto? —preguntó otra vez el viejo.

—Nadie más hubiese podido deshacerse del anterior Esculapio... ahora soy libre.

Como Esculapio dijera aquellas palabras, Tomás Lugano convulsionó, al tiempo que la carne se ennegreció hasta la putrefacción. En el lapso de un minuto, una necrosis repentina había carcomido todo su cuerpo; sólo quedaron de él los restos gangrenosos de un cadáver irreconocible.

***

En el rinconcito más oscuro de La esquina bar, en la misma mesa en la que Tomás Lugano había dejado, horas atrás, intacta una dona de chocolate, un hombre de aspecto sombrío con un gastado sobretodo marrón se la devoraba con la ansiedad de quien no ha comido en días. Bajo el abrigo, una joroba movediza parecía emerger de su espalda.

Esculapio se presentó en el lugar con unos anteojos oscuros y se escabulló entre las mesas vacías como el prófugo que era. Se ubicó frente al otro y sonrió victorioso.

—Dionisio.

—Te has tomado tu tiempo —dijo el primero, luego de tragarse lo que quedaba de la dona y chuparse los dedos.

—Tuve que asegurar un par de cositas antes de venir.

—¿Y ahora? ¿Cómo sigue?

—Todos enfermarán, todos en muchos kilómetros a la redonda, pero paciencia, que debe parecer natural.

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