𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟹

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Merchant, 22 de junio de 1888

Pese a ser uno de los sectores más pobres de la ciudad, el barrio latino era sin duda el más alegre del puñado. Incluso en plena nevada sus bares seguían abiertos, la música seguía tocando y sus habitantes continuaban bailando, jugando, conversando, hasta las más perdidas horas de la noche.

Era sorprendente, pero allí el frío polar no detenía el ir y venir de la muchedumbre. Cada discusión que se escuchaba en la acera emanaba un calor y una pasión hirviente, de total contraste al hielo del pavimento y la escarcha de la vegetación. La negrura de la noche luchaba contra las luces parpadeantes de velas, hogueras y lámparas de gas. Los humanos se reían al ser azotados por las fuerzas de la naturaleza. Era un lugar peculiar.

Sin embargo, aunque el aire festivo del área era una característica venerable, también se podía convertir en un gran inconveniente para aquellos que lo transitaban estando cortos de tiempo.

Andar apurado por el barrio latino no era recomendable. Viajar con carruajes grandes y carrozas tampoco. Esto lo comprobaron Charles y Theodore, quienes tuvieron que atravesar sus cuadras concurridas con sus caballos, su remolque y su velero. No fue una tarea fácil, para nada. Se demoraron una hora completa en llegar a su destino, la playa de Romero.

—¿Qué horas son? —el señor Gauvain le preguntó a su yerno, calentándose la mano en una de las escasas linternas del muelle que aún no habían sido apagadas por el viento.

—Las una y media de la mañana —el muchacho contestó, luego de revisar el reloj que él le había regalado.

—¿Crees que con este clima logremos llegar al faro? ¿O dejamos este velero escondido por aquí y volvemos mañana?

—Llegar, hasta podemos llegar —Charles libró a los caballos del remolque, sosteniendo las riendas entre sus temblorosos dedos—. El único problema... —Apuntó al islote—. Será regresar. Mire como las olas se están moviendo.

—Estoy mirando —Theodore dijo con un tono incierto.

—Si no tenemos cuidado, podemos terminar siendo arrestados hacia... —Movió su mano hacia una larga agrupación de filosas rocas y escollos—. Ahí.

—Okay —El más viejo del par alzó las cejas—. Morimos, lo entendí. ¿Volvamos a casa, entonces?

Charles lo encaró con una expresión cansada, algo molesta.

—Vinimos aquí a que usted hable con el farero y eso hará —Uno de los caballos resopló a su lado—. Ve, él concuerda conmigo.

—¿Estás seguro? Si piensas que es un trayecto demasiado peligroso por el clima, lo dejamos para otro día...

El muchacho elevó la vista al cielo, observando el ceniciento techo que los cubría, el blanquecino velo que de él descendía y el viento que lo sacudía, gritando con una ira ominosa, presagiando una muerte inevitable.

—Segurísimo —Apenas terminó de hablar y se volteó hacia la ciudad.


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Mientras Theodore se encargaba de soltar el bote al agua, Charles llevó los corceles a la casa de postas más cercana. Le pagó al postillón nocturno la debida tarifa por cada animal y los dejó bajo su cuidado, diciendo que regresaría a por ellos en unas cuantas horas más. Acortando su conversación lo más que pudo, el joven regresó a la costa y vio que su suegro ya había logrado su cometido; el velero ya estaba sobre las olas. El remolque de madera que habían usado para trasladarlo del lago a la playa era de poco valor y muy demasiado pesado para ser robado, así que lo dejaron abandonado sobre la arena, a su propia suerte.

A continuación, Charles ayudó al periodista a subirse a la embarcación, y apenas cuando él logró acomodarse la abordó también. Los dos no hablaron mucho mientras se adentraban en el mar. Las olas de la playa eran altas, violentas, llenas de espuma. Ambos estaban más preocupados en no caerse del bote y zozobrarlo que de conversar.

Tan solo cuando llegaron a una distancia considerable de la costa —no tan lejos para ser considerada altamar, pero sí para ser incapaces de divisar bien la ciudad— sus bocas se abrieron:

—¡Le voy a explicar lo que vamos a hacer! —el muchacho gritó, usando una soga para mover la vela principal—. ¡Vamos a seguir la dirección del viento hasta ganar suficiente velocidad! ¡Cuando nos acerquemos a la isla del faro, voy a girar el foque para que nos movamos a la playa! ¡Solo necesito de un poco de inclinación para llegar ahí! ¡Pero no por mucho tiempo, porque vamos a estar navegando en ceñida!... ¡Así que debemos bajar la driza así que nos aproximemos a la costa! —Una pared de espuma se cayó a su lado—. ¡Necesito que usted haga eso, mientras yo me encargo de navegar!... ¡Vaya a la driza y bájela!

—¡De acuerdo! —el otro hombre, visiblemente más asustado y desorientado, respondió.

—¿Entendió lo que hay que hacer?

—¡Sí! —Theodore se afirmó a una de las amarras a su alrededor—. ¡Tengo que ir al mástil y bajar esa soga de ahí para bajar la driza!

—¡Exacto! —Su yerno sonrió, antes de mirar al cataviento—. ¡Esté atento a mi voz!

—¡Lo estoy! —El periodista sintió que su estómago se desplomaba al cruzar una enorme ola.

—¡Ah! ¡Y no se estire por completo! ¡Intente mantenerse agachado! ¡O terminará cayendo al agua!

—¡Lo haré!

Otra vez, el bote se lanzó al vacío. Theodore apenas sostuvo una arcada y Charles se rio de su pánico. La nieve que caía se puso más espesa y pesada. El aire, mucho más frío.

—¡AHORA!

Al oír el grito, el señor Gauvain se lanzó al mástil con desespero, queriendo terminar su viaje lo más rápido posible. Bajó la vela rápidamente, como si fuera un marinero experto; así de grande era el tamaño de su angustia.

—¡SUJÉTESE! —volvió a bramar el joven, subiendo la imponente cresta de una nueva ola.

Horrorizado y temiendo por su vida, el corpulento señor Gauvain abrazó el palo a su frente como si fueran las piernas de un ángel salvador. Cerró los ojos, dejando que el muchacho hiciera el resto del trabajo y le salvara la vida. Cómo y cuándo atracaron en la costa, no supo decir. Estaba tan aterrado que no se movió de su lugar, ni percibió el paso del tiempo.

—¿Señor?

—¿Estoy muerto?

—No —Charles se rio—. Llegamos.

Al abrir los párpados, el periodista se sorprendió al ver que las olas en aquel lado del mar eran más tranquilas a las experimentadas cerca de Merchant. El clima seguía siendo igual de hiriente y hostil, pero al menos ya no se sentía como un cascabel sujetado por las manos de un infante, siendo sacudido de un lado al otro sin piedad alguna.

—Gracias al buen Dios —Exhaló y al miró alrededor, sorprendido por el escenario a su frente.

—Me pregunto cómo puede un hombre vivir solo por meses en este lugar —Charles comentó, mientras aseguraba las gazas del bote a un noray—. Solo mirarlo me entristece.

Theodore compartía ese sentimiento. Ningún humano lograría asentarse en ese trozo de tierra abandonado por Dios por mucho tiempo. Al menos, ningún humano debería hacerlo.

El terreno de la isla del faro era plano, en su mayor parte. Lo único que la salvaba de ser completamente inhóspita eran algunas hierbas bajas, matorrales y un pasto grisáceo, medio vivo, medio muerto. La nieve que caía escondía casi todos estos atributos y le otorgaba un aspecto aún más decaído al lugar. En medio a este lúgubre espacio, la silueta de una casa de playa y de un viejo faro se erguían, luchando contra la fuerza y furia de la tormenta a años, sin jamás derrumbarse o curvarse a su merced.

Los dos viajeros, fascinados por la resiliencia de las construcciones, cruzaron las blancas planicies ignorando el frío, más interesados en descubrir qué tipo de mística figura vivía en ellas, que contemplar el peligro que corrían al estar empapados, en una nevada, a kilómetros de casa.

Golpearon la puerta de la casa de playa, asustados y a la vez curiosos. Cuando se abrió, un viejo barbudo, encorvado, de ojos saltones y mirada austera los recibió. Su cuerpo estaba cubierto por el uniforme estándar de la marina nacional, y protegido del frío por un abrigo de piel de conejo. En su cabeza, llevaba un gorrito del mismo material. Y una de sus manos enguantadas, sujetaba una linterna.

—Usted vino —le dijo al periodista—. ¿Es Theodore Gauvain, no es cierto?

—Un placer —El hombre en cuestión le estiró la mano. El farero la sacudió—. Lamento llegar tan tarde. La tormenta me retrasó.

—No hay problema, señor. Aquí en el faro nadie duerme. Ni yo, ni Dios... ni los fantasmas.

Al oír el comentario, Charles se acercó a su suegro, escondiéndose tras su espalda.

—¿Podemos entrar?

—Sí, sí —El anciano les abrió el paso—. Adelante.

La casucha del farero era humilde. Los pocos muebles de madera que poseía parecían haber sido tallados y montados hacían ya algunas décadas, a juzgar por su pintura descascarada y los arañones en su superficie. Las ventanas, por fuera cubiertas con nieve y agua, por dentro eran consumidas por el moho. El suelo crujía con cada paso y prometía romperse con cada nuevo reclamo. Telarañas existían, pero los arácnidos en sí no lograban sobrevivir siquiera una semana en aquellas pésimas condiciones climáticas. Sus exoesqueletos duraban más que ellos mismos.

—Tomen asiento frente al fuego —El anciano apuntó a la pequeña chimenea que iluminaba la sala de estar, yendo a buscar su botella de whiskey—. ¿Quieren un poco, caballeros?

—No, gracias... —los dos respondieron al mismo tiempo, desconfiados de las intenciones del desconocido.

—Preferíamos comenzar a hablar luego, señor Nicholson —Theodore insistió—. ¿Por qué me llamó usted aquí?

El farero dejó su lámpara a un costado, desplomándose en una silla junto a su botella.

—Bueno... —Le quitó el corcho—. Hace algunos días, mientras caminaba por la playa revisando mis trampas para cangrejos, me topé con un escenario deplorable, por accidente —Bebió un largo trago, cerrando los ojos por un instante—. A unos pocos metros de distancia, vi a diez cuerpos congelados, flotando sobre el agua.

—¿Cuerpos?

—Cadáveres —clarificó—. Por las cadenas que los unían, todos eran prisioneros... por las ropas que vestían, eran de Isla Negra. Solo Dios sabe cómo habrán venido a parar aquí. Hasta intenté preguntarles a mis superiores de la marina qué les había ocurrido, pero todos me dijeron que me callara. Que no hablara de ello con nadie más. Por su molestia, supe que mi hallazgo era algo importante... y debería quedarme callado sobre ellos, pero no puedo —Tragó en seco, nervioso—. Quiero respuestas. Sobre qué les sucedió. Por eso lo contacté a usted, quiero averiguar qué carajos les pasó... ¿cómo vinieron a parar aquí?

—Entiendo —El periodista asintió, pese a su pasmo—. Partamos entonces por lo fundamental: ¿Tiene usted alguna evidencia de lo que vio?

—Sí —el hombro dejó la botella a un lado, luego de saborear otro trago—. Venga conmigo afuera, por favor —recogió su linterna de nuevo. Pero de esta vez, se dirigió a otra puerta de la casa, que conducía al faro. Theodore intercambió una mirada preocupada con su yerno, volvió a levantarse junto al muchacho y lo siguió—. Yo... yo no quise enterrar los cuerpos aquí, porque por el frío no se descomponen. Y esperar hasta la llegada del verano tampoco es buena idea, porque toda esta nieve se convierte en barro... así que los tengo guardados bajo una manta, por mientras. Estoy esperando a que mis superiores vengan a buscarlos, para así enterrarlos en Merchant. O incinerarlos, si el clima no lo permite.

—¿Y por qué no los lanzó al agua otra vez?

—Porque es una falta de respeto y no me pareció correcto —el farero afirmó, un poco molesto por la pregunta de Charles—. Y también porque por aquí hay ballenas, que se alimentan principalmente de focas... no quiero que las pobrecitas piensen que esos hombres son su comida.

—¿Entonces dónde están los cuerpos? —Theodore cambió la dirección de la charla para evitar una discusión entre ambos.

—Pues... aquí —El viejo señaló con la linterna a un terreno protegido por rocas, dispuestas en forma de cuadrilátero alrededor de una fosa improvisada. Dejó su linterna sobre una de las piedras y entró al cuadrado. Escavó un poco la nieve, hasta encontrar la punta de una lona. Usando sus manos, la jaló hacia un lado, enseñando a los cadáveres—. Los cubrí con una vela para no tener que mirarlos todos los días —explicó, al percibir las reacciones embobadas de sus acompañantes—. Sentía que me observaban.

—Dios... —Theodore se acercó, mientras Charles desviaba la vista—. Están tan hinchados y... azules.

—Yo diría negros.

—Es por haber estado flotando en el mar... —el farero dijo—. Absorbieron el agua y después se congelaron.

—Padre nuestro ten piedad... —El periodista se quitó su sombrero, conmovido por el cuadro.

—¿Ahora entiende mi horror? —Al mismo tiempo, el anciano se agachó una vez más y con fuerza bruta, jaló el endurecido pantalón de uno de los muertos, rompiendo el hielo que lo cubría y poniendo a muestra su tobillo—. Mire aquí, encima de la cadena.

—Eso es... un tatuaje.

—Es un símbolo indígena —Asintió—. Todos ellos lo tienen.

—Estos hombres son nativos, entonces.

—Así es —El farero se levantó—. Creo que son algunos de los Onasinos que el alcalde capturó en el bosque nevado, unos meses atrás. Eso, o Dhaoríes de la Isla de Melferas, arrestados durante alguna de las expediciones de la armada.

—Puede que usted tenga razón —Theodore vio al sujeto volver a esconder los cuerpos bajo la vela—. Pero debería haber traído a un fotógrafo o a un ilustrador para documentar esto. ¡Es un absurdo! ¡Es indignante!

—No se preocupe por ello, porque pensé lo mismo. Tengo un amigo que es fotógrafo, Larry Knightley. También le escribí. Él vendrá mañana para registrar todo esto con su cámara, para asegurarnos de que existan pruebas de este crimen. Acuérdese de su nombre, señor Gauvain, para que después lo busque. Él tiene un estudio en la calle Emerson. Se llama Larry Knightley.

—Muchísimas gracias por el dato, señor.

El farero asintió y salió de la fosa improvisada.

—Esperemos que usted pueda hacer justicia en nombre de los espíritus de estos pobres hombres —Recogió su linterna—. Porque paz nunca encontrarán.


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Resulta que después de regresar de la isla del faro, Theodore sí llevó a Charles a tomar un trago en el Viking's, uno de sus bares favoritos de la costa. Si aquella fuera una velada normal, le hubiera ofrecido un té o café, prefiriendo mantenerlo sobrio. Pero luego de lo que habían visto y experimentado, ambos anhelaban la calidez del alcohol.

—¿Qué quieren? —el tabernero les preguntó.

—Coihue, con té de menta —el muchacho respondió, con timidez.

El "Coihue" era un destilado de manzanas y uvas, inventado por los nativos Dhaoríes, que generalmente se servía junto a algún tipo de té, fuera verde o blanco.

—¿Y usted, señor? —el hombre le preguntó al periodista a seguir.

—Quiero una cerveza de castañas —Le entregó algunas monedas al sujeto, antes de voltearse a su yerno—. ¿Y tú no quieres nada más?

—No... con eso estoy bien —aseguró, señalando hacia la parte trasera del bar—. Voy a buscarnos una mesa.

Theodore asintió, dándole una palmada al hombro del joven. Aún no se recuperaba de la horripilante visión de aquellos prisioneros muertos, encadenados y congelados —y él no lo culpaba por su aturdimiento—.

—Griffin... —El periodista llevó sus ojos al tabernero que lo servía.

—¿Si?

—Hablas las lenguas de los nativos, ¿cierto?... ¿Dhaorí?

—Sí, lo hago.

—¿Sabes escribir también? —preguntó y vio al sujeto asentir—. Si te dibujara un símbolo, ¿me podrías decir qué es?

—Claro —Griffin buscó un cuadernillo y un lápiz, que usaba para controlar las cuentas de sus clientes, y se ofreció al periodista, quien no se demoró en reproducir la misteriosa letra que había visto en el tobillo de los cadáveres. Se asemejaba a una "O", cruzada por una línea vertical—. Oh... esto no es Dhaorí.

—¿No?

—No. Ni siquiera es una palabra, de hecho. Esto es un "Jarka"...

—¿Un qué?

—Es un símbolo que Onasinos usan para identificarse entre ellos... —mencionó a los nativos del bosque nevado, mencionados por el farero, y confirmó las sospechas de Theodore—. Ellos se lo tatúan al cumplir catorce, la edad en que se vuelven miembros activos de su comunidad. Cuadrado y una raya, señala que escogieron ser campesinos. Triángulo y raya, cazadores. Círculo y raya, soldados. Todas esas formas juntas una sobre la otra, pero sin la raya, chamanes... existen más, pero no me acuerdo muy bien en el momento cuáles son.

—¿Y qué pasa si deciden cambiar de profesión en el futuro?

—Se tatúan otro símbolo al lado del primero que escogieron.

—Y el lugar dónde se lo tatúan, ¿influye en algo?

—No —El tabernero cruzó los brazos—. Generalmente lo hacen en sus pies o en sus tobillos, por protección. Pero algunos lo hacen en sus brazos, espaldas...

—¿Por protección?

—Claro. Si son capturados es más difícil que los identifiquen. Sus ropas cubrirán la tinta.

—Entiendo... —Theodore dejó el lápiz sobre la barra—. Y en el caso de que tuvieran cargos elevados dentro de su comunidad, ¿los tatuajes pueden indicar algo?

—No estoy seguro —Griffin fue sincero—. Pero la manera en la que estilizan su cabello sí.

—¿En serio? —El señor Gauvain alzó sus cejas, sorprendido.

—Los nativos tienden a dejarlo crecer porque los mechones los ayudan a aislarse del frío. Para trabajar o luchar, los trenzan. Cuanto más intricado sea el peinado, más poderosos son.

—Huh... —Theodore pensó en la apariencia de los muertos que había visto—. ¿Y si son calvos?

—Pasaron por alguna prisión, seguramente. Para ellos, perder su cabello es como perder parte de su alma. Jamás se lo cortarían por voluntad propia. Al menos no al punto de llegar a la calvicie.

—Lo entiendo... Gracias, Griffin —el periodista dijo luego de un minuto, mientras el sujeto le entregaba su cerveza y su Coihue—. Estoy haciendo una investigación sobre algo y... —Recogió los vasos—. Necesitaba aclarar esas dudas. Me ayudaste mucho.

—Ningún problema, Gauvain —El tabernero sacó la hoja con el dibujo de su cuaderno y anotó el nombre del símbolo al lado. Luego, inclinándose sobre la barra, metió el papel en el abrigo de su cliente—. Cualquier otra cosa que necesites, sabes que siempre estoy aquí.

Theodore le sonrió con gratitud, sacudió la cabeza y caminó hacia la mesa donde su yerno lo aguardaba.

—Aquí tienes... —Le entregó su trago, antes de sentarse.

—Gracias —El muchacho exhaló, volteando sus ojos hacia él—. Señor...

—¿Hm?

—¿Qué hará respecto a esos hombres?

—Aún no lo sé —El más viejo bebió un sorbo de su cerveza—. Tengo que investigar qué les pasó primero.

—¿Escribirá un artículo al respecto?

—Después de descubrir toda la verdad, debo hacerlo. Es mi obligación.

—¿Y no cree que es peligroso?

—Estoy seguro que lo es —Se limpió la espuma del bigote—. Pero alguien debe contar la historia de esos pobres hombres y si yo no lo hago, nadie más lo hará —Frunció el ceño, adoptando una actitud solemne—. Por tu preocupación con mi bienestar creo que ya debes haber leído el artículo que salió esta semana. Y ya debes sospechar también sobre la cantidad de amenazas que me llegaron por él.

—Sí... Eleonor me habló sobre ello —Charles respondió luego de tragar un poco de su destilado—. Y también oí cosas por cuenta propia. Su texto criticando a la hipocresía masculina de Merchant, hablando sobre la vulnerabilidad de las mujeres públicas del puerto, sobre su sufrimiento en la mano de los hombres, causó mucha controversia... así que tuve que leerlo.

—¿Y cuál es tu opinión sobre él?

—Pues, sorprendentemente... concuerdo con casi todo lo que usted dijo —El joven bajó su vaso y cruzó sus brazos—."Todos compadecen a los caídos, pero nadie los ayuda a levantarse. Nadie quiere oír su historia."... esa parte hasta ahora circula por mi cabeza. Porque es verdad. Todos sentimos empatía por los miserables e incluso fingimos sentirla, para parecer almas nobles y cristianas en frente de nuestros familiares, amigos... pero cuando el momento llega de extender nuestras manos hacia ellos, de arrodillarnos en el mismo lodo donde están sentando y entender su situación a fondo, no somos capaces de hacerlo. Escogemos juzgarlos en silencio desde la comodidad de nuestros privilegios, sean económicos o políticos... y toda la misericordia y empatía que predicamos se convierte apenas en una fachada para nuestra cobardía. Y tal como usted dijo, nos volvemos hipócritas... Vamos a la misa todos los domingos, leemos y escuchamos al sacerdote hablar sobre la bondad de Cristo, pero así que ponemos un pie afuera del templo, nos volvemos cínicos, insensibles, ciegos. Nos olvidamos que el hijo de Dios extendió su mano hacia leprosos y los curó. Nos olvidamos que él dijo, "amarás a tu prójimo como a ti mismo" y "la caridad no hace mal al prójimo" ... —Charles bebió un nuevo sorbo de su vaso y miró hacia abajo, de pronto nervioso—. Lo siento si he hablado mucho, pero todo lo que escribió me pareció genial...

—No te disculpes. Eso era justo lo que quería oír —su suegro lo tranquilizó, sonriendo—. Porque es por los miserables que hago lo que hago. Por ellos, no me importa ensuciar mi nombre, mi fama, mi imagen... A final, ¿de qué me sirve todo mi prestigio si no lo uso para proteger a los indefensos? ¿de qué me sirve mi voz si no la uso para evidenciar sus gritos? Sería un ingrato con el universo y con Dios si me mantuviera callado.

—Y ¿no teme a las represalias?... ¿No le usted teme a las consecuencias? No se lo pregunto de mala manera, por si acaso. Solo estoy curioso.

—Claro que lo hago. Pero temo más a la ira de Dios, cuando me muera. Él me dio la oportunidad de ser escuchado por centenas de personas, de convencerlas a cambiar su parecer y su postura hacia una más justa, amable. Insisto, sería una desdicha ignorar ese privilegio a fin de salvar mi pellejo y mantener mi comodidad.

Charles contempló su respuesta por unos minutos.

—Sabe, nunca pensé que usted sería un hombre religioso.

—No religioso —Theodore lo corrigió de inmediato—. Espiritualizado... mi madre era la que era muy unida a instituciones y templos. Yo a años prefiero la doctrina. La razón, sobre la idolatría.

—Entiendo. Creo.

—¿Y tú?— él le preguntó a su yerno.

—Pues... voy a la iglesia todos los domingos. Creo en Jesús y sus enseñanzas, creo en Dios... Pero no creo en su ira, para ser sincero.

El periodista levantó una ceja, asombrado.

—¿Así que no crees en la biblia?

—No diría eso...

—Sé sincero. Conmigo puedes.

El joven marinero tragó en seco, algo nervioso.

—Pues... creo en su simbología, pero no en que sus verdades son absolutas —Llevó su vaso a sus labios.

—¿Y por qué?

—Tengo muchas dudas respecto a ese libro. En especial, sobre el concepto de cielo e infierno. Sobre la ira de Dios. Esas cosas no me hacen sentido... ¿Cómo podría el Padre, en su perfección, odiar a un ser que él mismo creó? ¿Cómo podría castigarnos con tanta furia si dice amarnos? ¿Cómo podría ser capaz de enviarnos a un lago de fuego eterno, sin jamás darnos la oportunidad de redimirnos, de merecer su perdón?

—Son dudas que también me persiguen, confieso —Theodore admitió—. Pero con respecto a la ira de Dios, yo no sé... no sé si tienes razón. Porque, si estás en lo correcto y de verdad no existe... ¿No significaría eso que todo crimen saldría impune? Por ejemplo, si yo me quedara callado ahora sobre todas las injusticias del mundo, si me lavara las manos y me hiciera el sordo, mudo y ciego... Dios me perdonaría por dicha trasgresión, ¿no? Me perdonaría por dicha omisión. Porque si él no posee dicha ira, ciertamente no habría un castigo para mi comportamiento...

—No, no... usted me entendió mal. Lo que yo creo es que el Padre sería incapaz de odiarlo, como la biblia lo afirma. Creo que el crimen y castigo si existe, pero que Él lo castigaría de acuerdo a sus crímenes. Sería justo. No lo condenaría a un fuego eterno, con personas que han hecho cosas mucho peores a usted. Porque otra vez, el Padre lo creó. Por lo tanto, lo ama... y no quiere verlo preso a un tormento infinito, sin posibilidad de salvación o redención.

—Ah... ¿entonces crees en un Dios misericordioso?

—Sí —Charles asintió—. Es solo lógico que lo sea... porque piense por un minuto en todas las personas que desperdiciaron su oportunidad de hacer el bien y en todas las personas que disfrutaron su maldad, durante toda la historia humana. Son demasiadas. El Padre no desperdiciaría su tiempo sagrado castigando arbitrariamente a la gran mayoría de la humanidad, tiene cosas más importantes que hacer. Su ira, su destrucción, su rabia... no llevaría a nada. Porque el odio no construye, el amor sí. La intolerancia no lleva al progreso, la misericordia sí... Otra vez, mi convicción es que Dios es justo, no violento. Si usted peca, pagará de acuerdo a la severidad del pecado. No sufrirá en exceso, ni será exento de su culpa. Y él no lo odiará para siempre por lo que hizo. Será neutral, como un juez. ¿Me entiende ahora?

Theodore volvió a asentir.

—Quisiera haber pensado así a tú edad. Con esa misma claridad...—Corrió una mano por su cabello y bajó la mirada—. Cuando joven, yo fui muy religioso. Como ya dije, por influencia de mi madre... Yo creía con toda mi convicción en la ira de Dios, en el peso de los pecados, en la importancia de la santidad personal, de la pureza del espíritu... y no lo sé. No quiero usar la palabra fanático, pero es la única que se me viene a la cabeza. Vivía mi vida como si fuera una parábola  más del Viejo Testamento —Frunció el ceño—. De hecho, en su momento hasta pensé en convertirme en sacerdote. Y me hubiera vuelto uno, si es que no me hubiera casado.

—¿De veras?

—Sí... pero ahora lo único que quiero es distanciarme de ese ambiente. Amo la espiritualidad, pero no la religión. Los dogmas estructurados solo dividen a la gente —Respiró hondo—. Lo sé, porque yo fui uno de los instigó esa separación entre nosotros y ellos. Y ahora, reconociendo ese error, debo ayudar a todos los que herí con mi percepción rígida, moralista, del mundo —entrelazó los dedos de sus manos sobre la mesa, manteniendo sus ojos pegados a su cerveza—. Sean nativos, excomulgados, divorciados, paganos, pobres, reos... prostitutas... Todos merecen ser escuchados. Merecen ser considerados —Aclaró la garganta, claramente emocionado por el tema—. Son parte de la gran familia humana, junto a nosotros. Y pensándolo bien, creo que debo concordar contigo... No creo que Dios los odie. No creo que desee desatar su ira sobre aquellos que ya lo han perdido todo y están sin dirección en su vida.

—Pues pienso que está haciendo un muy buen trabajo, señor. En ser un hombre más considerado, me refiero. El texto que usted escribió evidencia su cambio, demuestra su bondad —Charles dijo y vio a Theodore sacudir la cabeza, halagado—. Además, es muy necesario que sea leído en nuestros tiempos. Como bien lo dijo un colega de la tienda de mis padres, "Si no podemos mirar a otro ser humano a los ojos y tratarlo con respeto, ¿Cómo podemos vivir con nosotros mismos?"

—No podemos —El periodista bebió más cerveza y miró a su yerno a los ojos—. Pero, ehm... Ahora me despertaste cierta curiosidad.

—Diga.

—¿Qué pensaron los muchachos de tu edad respecto al artículo?

—Bueno... despertó muchas discusiones, eso se lo aseguro. Algunas calmas, otras agitadas... pero por lo que sé, casi todos nosotros estamos de acuerdo con usted. Es tiempo de que nuestra actitud farisaica se acabe y que nos comportemos como hombres mejores, tanto para nuestro bien, como el de nuestras prometidas y esposas.

—¿Y cómo crees que reaccionarían a este nuevo artículo? ¿Sobre esos pobres hombres que vimos en la isla?

Charles contempló su pregunta con cuidado.

—Me imagino que las reacciones serían un poco más divididas. Al final, usted estaría tocando en un tema aún más delicado que la doble moral de los Merchanters... estaría hablando sobre múltiples asesinatos, posiblemente efectuados por las fuerzas armadas. Sería peligroso.

—Lo sé... no quiero afectar la vida de Eleonor —él admitió, preocupado—. Pero no sé si pueda olvidar todo lo que vi esta noche.

—Yo tampoco —el muchacho concordó—. Y es por eso que siento que debería escribirlo de todas formas, sin importar las consecuencias.

—¿Eso piensas?

—Sí... —Charles hizo una mueca—. Solo tenga cuidado con lo que dice. O mejor, cómo lo dice... o se meterá en graves problemas.

—Lo sé —Theodore masajeó su rostro, estresado—. Tendré que ser cauteloso.

—Lo más que pueda.

—Pero no puedo mantenerme callado —aseveró—. Tengo que llegar al fondo de esto.


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Me encanta la canción del header y también se encaja perfecto con la historia de este libro...

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