𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟸𝟷

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Merchant, 15 de agosto de 1888

El tiraje que marcó el regreso de la Gaceta Dorada a los quioscos de prensa no tan solo fue histórico por su inflamatorio titular, sino por haber atingido un récord de ventas. Por primera vez desde su creación, había sobrepasado al Daily Truth —el diario más antiguo del puerto— y al Denver  —el preferido de las amas de casa—.

La denuncia al capitán Garter coincidió con un escándalo de corrupción en la policía local y la apertura de una investigación contra los fiscales de la Casa de Gobierno. En una sola semana, el gabinete completo del alcalde y las fuerzas armadas que lo protegían habían sido apedreados hasta por sus aliados más cercanos. Varios grupos de mercenarios —queriendo salir debajo de la lupa escrupulosa del gobierno— se habían separado del capitán y de Thomas Morsen, dejándolos más indefensos que nunca. Los Ladrones, no obstante, seguían expandiendo su dominio sobre la ciudad, así como las Asesinas.

Por lo tanto, no debería haber sido una sorpresa tan grande para Theodore enterarse que Garter había sido degollado durante la tarde del lunes.

Esto es, si tan solo hubiera oído la noticia husmeando en una conversación ajena, o en algún comentario dicho por uno de sus funcionarios, y no al abrir una encomienda en la seguridad de su despacho, en el totalmente reparado edificio de su imprenta.

—¡PUTA MADRE! —dio un salto hacia atrás y se levantó, apartando su rostro hacia un costado.

La cabeza ensangrentada que reposaba adentro de la caja poseía un olor repugnante. Su apariencia no era mucho mejor.

—¿Señor? —un tipógrafo entró al recinto, preocupado por su grito.

—Joe —lo miró, ojiplático, apoyando una mano en la cintura y otra en la tez—. Necesito que llames a Walter y a Bucky —mencionó a los Ladrones que protegían su propiedad.

Al oír las ordenes de su patrón y ver el pavoroso regalo que yacía sobre su mesa, el funcionario corrió como si su vida dependiera de ello. Ni un minuto se pasó y los dos criminales citados ya habían aparecido.

—¿Qué ocurre, señor Gauvain?

—Creo que es bastante evidente —señaló a la encomienda, temblando de miedo.

—Llamaré a Rémy —el más gordo dijo, volviendo afuera.

Su compañero se acercó al mueble y sacó de la caja recibida una tarjeta, a la que él no había visto.

—Linda Stix le envió esto.

—¿La Asesina?

—Al parecer sí.

—Dios... —el periodista sintió su presión descender a una rapidez absurda y se apoyó en la pared para no caerse.

Pronto, Frankie Laguna y su consejero, Rémy Renard, aparecieron en la puerta, portando expresiones neutrales, tranquilas. Ver la cabeza degollada no les quitó su plenitud, por lo contrario, los hizo reír.

—Normalmente no diría esto, pero... gracias, Stix —el más viejo bromeó al leer la nota.

—¿Cómo estás tan calmo?

—Porque esto no es una amenaza. Es un agradecimiento —el comandante volvió a tapar el envoltorio—. Linda debe haberse enterado de la paliza que recibiste de Garter hace unas semanas y te mandó esto como un ajuste de cuentas a tu favor.

—¿Y cómo sabría ella sobre eso?

—Porque tiene seguidoras en todas partes. Especialmente entre las prostitutas... a las que tú proteges con uñas y dientes.

Al lado de su jefe, Rémy carcajeó entre sus dientes y enterró las manos en los bolsillos de su pantalón.

—No te asustes, Gauvain —el sujeto en cuestión dijo—. Esto es un presagio de buena suerte. Ya tienes nuestro apoyo, el de las Asesinas... esto es prueba que los mercenarios te dejarán en paz.

—¿Cómo se supone que no me asuste? —el periodista indagó, entre molesto y perturbado.

Frankie, compadeciendo su estrés, se acercó a la caja y la tomó entre sus manos.

—Me llevaré esto... por tu cara se nota que no quieres esta ofrenda por aquí.

—No —Theodore fue corto y conciso, sentándose otra vez sobre su silla—. Nadie merece ver algo tan... brutal.

—Agradece que no fueron sus cojones —Rémy carcajeó—. No dudo que Linda haya castrado a ese hijo de puta antes de matarlo.

—Suena a algo que ella haría —el comandante concedió—. Pero ahora vayámonos de aquí... Gauvain necesita estar a solas un minuto.

El periodista tragó en seco y asintió, pálido como una vela de cementerio.

—Gracias... por venir.

—Siempre que necesites —dijo Frankie, haciéndole un gesto con la cabeza a su consejero para que ambos se marcharan.

Aun perplejo, el señor Gauvain los vio retirarse sin decir una palabra más, y pasó al menos media hora intentando recuperar el control sobre su respiración.

Se quitó su monóculo de lectura, frotó su rostro y observó su escritorio, en shock. Por suerte, nada se había ensuciado de sangre. Tomó la pluma, pensó en escribir, pero no logró mover la mano. Sus músculos estaban rígidos; cabeza, pesada; pensamientos, dispersos. Sabiendo que no lograría concentrarse más por el resto del día, decidió recoger sus cosas e irse a casa, a preparar su equipaje para su viaje con Jane.

Le había dicho a Helen que iría a las montañas a despejar su mente, tranquilizar su espíritu. Y aquello era cierto, de verdad quería recobrar su serenidad. Alejarse de la ciudad y perderse en la naturaleza sin duda era la manera más efectiva de hacerlo. Y después de aquella situación, estaba aún más desesperado por irse.

Llegó a su hogar por inercia. Una vez comenzó a caminar por las calles de Merchant, nada logró detener su avance. No oyó saludos de amigos, gritos de admiradores, ni respondió al ocasional transeúnte que lo detestaba. Sus ojos se concentraron en el horizonte y en el horizonte apenas.

Cuando pisó en su casa, Helen no percibió su perplejo estado. Apenas le dijo buenos días y le preguntó porque había regresado tan temprano. Él le respondió que tenía una jaqueca y que quería descansar antes del viaje. Ella concordó y siguió tejiendo.

Al verlo durante el té de la tarde, Lawrence sospechó que algo le pasaba, pero quien terminó abordándolo en las afueras del comedor a demandar explicaciones fue Eleonor.

—¿Estás bien? —la joven cruzó sus brazos y lo ojeó de arriba abajo.

Él sabía que no podía mentirle. De todos sus familiares, su hija era la más sensible a sus cambios de humor. Los percibía mejor que sí mismo.

—No, ni un poco —fue directo—. Lenny... —la llamó por el apodo que había adoptado en su niñez—. Debo contarte algo importante. Ya tienes la edad suficiente para saberlo... y pido que no me juzgues por mi decisión. Hice lo que debía.

—¿Dale?... —ella no escondió su confusión.

—¿Te acuerdas del accidente que tuve? ¿Con el carruaje?

—¿Sí?...

—Bueno... nunca ocurrió.

—¿Qué? —está última indagación fue más corta y seca que las anteriores, tal vez por contener una mezcla de molestia y confusión que no existía en otras.

—Fue una mentira —él confesó—. En realidad, me dieron una paliza un puñado de mercenarios canallas... por lo que escribí al respecto del asesinato de los prisioneros Onasinos.

—¡¿Paliza?! —la irritabilidad de Eleonor a seguir se trasformó en pánico.

—¡Shh! —Theodore miró a la puerta, nervioso—. No quiero que Laurie se entere.

—¿Por qué no me lo dijiste antes?

—No quería preocuparte —alzó sus manos, pidiéndole que lo dejara terminar de hablar—. Además, no pensé que las consecuencias serían más graves que eso...

—La explosión de la imprenta —su hija lo cortó—. Ellos... Intentaron matarte. De nuevo.

—Sí —exhaló—. Pero no lograron.

Eleonor sacudió la cabeza.

—¡Papá, esto es gravísimo!

—Lo sé. Pero todo estará bien.

—¿Cómo?

—Hice un acuerdo.

—¿Acuerdo?

—Con Frankie Laguna.

—¡¿El criminal?!

—Empresario.

—Que es un criminal en las horas vagas —giró sus ojos y por un momento, se pareció a su madre—. ¿Hiciste un acuerdo con él?

—Sí. Para proteger nuestro negocio... y a ustedes —Theodore cruzó los brazos—. Él me buscó, un poco antes de la explosión y me preguntó si quería aliarme a él. Le dije que no, al principio. Pero cambié de idea después de todo lo que pasó.

—No te puedo culpar —ella respondió luego de un momento de contemplación—. Y sé que siempre tienes nuestro mejor interés en mente, pero ¿no crees que esto es arriesgado?

—No lo creo, sé que lo es. Pero la sociedad está cambiando demasiado rápido, la violencia está empeorando, hay una tensión política indiscutible en el aire... y no puedo permanecer callado al respecto —sacudió la cabeza, frustrado por su propia situación—. El problema es que, si hablo, estoy en peligro. Pero si no lo hago, no estoy siendo fiel a mis principios y eso no lo puedo tolerar.

Su hija lo siguió mirando en silencio, inmersa en sus pensamientos, por varios segundos. Su seriedad se volvió más insoportable que los gritos de Helen, o la aprensión mal disfrazada de Lawrence.

—Confío en tus decisiones... pero ten cuidado, papá —ella se le acercó y lo abrazó, para su sorpresa—. No quiero que salgas herido otra vez.

Perplejo por su madurez, él no le respondió nada. Apenas replicó el gesto y besó la cima de su cabeza, grato por su apoyo —por más inquieto y receloso que fuera—.

El resto de la tarde se desarrolló sin mayores inconvenientes. Él empacó sus cosas, se despidió de sus parientes y comenzó su recorrido hacia la casa de Jane. Decidió ir caminando, queriendo estirar sus piernas antes de verse atascado en un diminuto carruaje por un interminable par de horas. Cada paso dado era una gota de alivio para su atormentada alma; con la velocidad que se movía, pronto nadaría en un océano de sereno sosiego.

El pensamiento de estar lejos de Merchant, aunque tan solo por unos días, lo motivó apurarse, tal vez más de lo que debía. No soportaba sentenciar más tragedias. Lo que había visto aquella mañana lo comprobaba, necesitaba un descanso. No podría hacer bien su trabajo, ni mantenerse firme en sus convicciones, sin estar tranquilo.

—¿Ya llegaste? —Jane lo recibió con una sonrisa asombrada.

—Perdón... sé que dije que vendría más tarde.

—Caroline ya no está, Florence la vino a buscar ayer. No necesitas ponerte nervioso. Pasa —le hizo un gesto con la mano, abriéndole más la puerta. El periodista, que cargaba un baúl en cada mano, tuvo que entrar de lado a la sala. Dejó su equipaje cerca del sofá, antes de voltearse a su amada, soltar un suspiro que había estado conteniendo a horas y jalarla a un beso lento, aliviado—. También te extrañé —ella sonrió, quitándole el sombrero de la cabeza—. ¿Ya comiste?

—Sí, con mi familia. ¿Tú?

—Estaba a punto... —señaló a la mesa—. Cuando llegaste.

—¿Hiciste café?

—Sí.

—¿Puedo tomar uno? Estoy agotado.

—¡Pero claro! —se apartó—. Siéntate mientras te busco una taza.

Theodore hizo lo ordenado y aprovechó para quitarse los zapatos, dejándolos al lado de la puerta para que se secaran.

—¿Puedes traerme un plato también? —se acomodó en su silla.

—¿No que ya comiste? —vino la respuesta desde la cocina.

—Sí, pero vi que hiciste buñuelos de canela —él argumentó, ya metiendo uno a la boca—. Sabes que son mi perdición.

Jane amplió su sonrisa, sacudió la cabeza mientras recogía la loza y volvió a la mesa. Al llegar, lo vio lamerse los dedos y poner en blanco a sus sus ojos, soltando un gemido de placer que sabía, sería oído por ella.

—¿Tan deliciosos están?

—No tanto como su dueña.

Con una carcajada, la actriz le pegó una palmada en el brazo, entregó su plato y se sentó.

—Me alegra que te gusten tanto, pero no te olvides de dejarme algunos.

Él le entregó la bandeja con los buñuelos de inmediato.

—Recoge los que quieras ahora, antes que desaparezcan para siempre.

—Solo voy a comer cinco... los demás son todos tuyos. Considéralos como un agradecimiento por el viaje.

—Yo soy el que debería agradecerte por venir conmigo. Nadie más aguantaría estar siete días en medio de la nada, en el frío y en la lluvia, junto a Theodore Gauvain.

De pronto, ella se puso seria.

—¿A qué te refieres con eso?

—Vamos, no soy exactamente el hombre más divertido de esta ciudad. Sabes que tengo una tendencia a hablar en exceso, a perderme en tangentes...

—Sigo sin entender que tiene eso de malo.

—Soy irritante. Sé que lo soy.

—No para mí —protestó—. De hecho, me agrada oír tus opiniones sobre el mundo. Crecí rodeada de hombres que no pensaban, solo actuaban... que no consideraban su lugar en la tierra, solo existían. No quiero inflarte el ego, porque estoy segura que muchos otros diarios de esta ciudad ya lo han hecho lo suficiente, pero tu intelecto me fascina. Y no quiero que lo cambies por nada.

—¿De verdad?  —él la vio asentir—. ¿De veras no me encuentras irritante?

—...A veces —bromeó, recogiendo un buñuelo de su plato, haciéndolo sonreír—. Pero no siempre.

—¿No que solo ibas a comer cinco?

—Tienes ocho más ahí, relájate.

Él, considerando su respuesta, le entregó otro panecillo.

—Ahora estamos equilibrados, tú comes siete y yo como siete. ¿Justo?

—De acuerdo... Justo.

Siguieron conversando y molestándose hasta terminar su comida. Luego, decidieron ir a descansar a la cama, hasta que fuera hora de partir. Theodore había arriendado un carruaje de Hunter Wyatt —el dueño del establo comunal—, y el cochero los pasaría a buscar al final de la calle a las cinco y quince. Lo que significaba que aún tenían un poco de tiempo que gastar.

—¿Cómo te fue en el trabajo hoy? —ella le preguntó, quitándose sus zapatos, para luego acostarse a su lado.

—No tan bien como esperaba.

—¿Por qué? ¿Qué pasó?

—Yo... —se giró sobre la almohada para mirarla—. Recibí un regalo de parte de Linda Stix.

—¿La Asesina? —sus ojos se abrieron, espantados.

—Sí... ella.

—Asumo que no fue nada agradable, por tu expresión.

—Me regaló la cabeza cortada del capitán Garter.

La boca de la mujer se desplomó.

—¿Está muerto?

—Al menos que su cuerpo funcione sin su cabeza...

Ella giró los ojos.

—¿Y qué hiciste? Dime que no llamaste a la policía.

—No, no soy loco; llamé a Laguna. Él se llevó la cabeza y se encargó de hacerla desaparecer.

—¿Y no te dijo nada al respecto?

—Solo que aquello era una señal de buena suerte. Porque teniendo el apoyo de Linda y de él, los mercenarios no se atreverían a intentar algo contra mío otra vez.

—Él tiene razón.

—Sí. Lo sé... —Theodore acomodó su brazo bajo su cabeza—. Aun así, referí no contarle nada de esto a Helen, o a los niños. No quiero preocuparlos. Pero necesito que alguien sepa que las Asesinas me están observando... en caso de que me vuelva su próximo "regalo", si es que me entiendes.

—Al menos que seas un político corrupto, abusador o violador, estarás bien. Linda y sus muchachas solo matan aquellos hombres que lo ameritan, lo digo porque lo sé. Así como sé que no son malas personas. Cuándo aún trabajaba en las calles, ellas nos protegían, a las chicas del puerto. Observaban, desde la cima de los edificios, todo el ir y venir de la vereda. Y aseguraban que ninguna de nosotras se sintiera sola o saliera herida.

—¿Alguna vez la conociste? ¿A Linda?

—No. Pero conocí a su pareja.

—¿Y cómo era?

—Para empezar, una mujer.

—¿Qué? —Theodore no ocultó su sorpresa.

—Se llama Sophie Grimmes —pero su amante continuó hablando—. Excelente arquera. Muy buena puntería. Le clavó una flecha al ojo de un marinero que intentó atacarme en el puerto.

—Espera —él se rio, pasmado por la aleatoriedad de los eventos—, un dato a la vez. ¿Qué pasó? ¿Arquera? ¿Y cómo así, es la pareja de Linda?

—Con respecto a la última pregunta, no tengo idea. Con respecto a la primera; yo estaba en muelle de Romero, por la noche, trabajando, cuando un cliente llegó con su amigo y nos presentó. Para hacer el cuento corto, el sujeto era un demente... Completamente desquiciado. Quiso joderme bajo el atracadero, en el agua fría, y yo me negué, como cualquier persona sensata lo haría. Aquella noche era bien fría y no podía pasarla con un vestido mojado, me enfermaría... Él no tomó muy bien mi rechazo e intentó llevarme ahí a la fuerza. No sé cómo, o de dónde disparó, pero mientras intentaba alejarme del desgraciado, Sophie le dio un flechazo al ojo derecho, que le atravesó la cabeza... Murió antes de que su cuerpo llegara al suelo.

Los ojos del periodista perdieron todo su sueño.

—¿Y cómo ella te encontró en esa situación?

—Bueno, Sophie después me explicó que nos estaba siguiendo. Resulta que él era Arthur Jameson, un subteniente que había sido destituido de su cargo por haberse aprovechado de la secretaria del comodoro Wilkes. La mujer en sí había contratado el servicio de las Asesinas para ejecutarlo... y nuestro encuentro coincidió con su misión.

—Entonces... —el señor Gauvain contempló su historia con cuidado—. ¿Las Asesinas son confiables?

—Si no las provocas, sí. Pero si descubren algún motivo para matarte, lo harán y no se arrepentirán de ello.

Theodore asintió y se volvió a acomodar sobre la cama, reposando su espalda completa en el colchón. Algunos largos minutos pasaron hasta que él volvió a abrir la boca.

—¿Crees que si les pago bien matarían al alcalde?

Los dos se rieron.

—Tal vez —Jane se encogió de hombros—. Aunque si fuera tú, gastaría mi dinero para encomendar la muerte de otra persona.

—¿Quién?... ¿Albert?

—No —su voz volvió a su previa seriedad—. August Tubbs.

—Es tentador, ahora que lo mencionas. Pero no sé si sería capaz de matar a nadie. El pensamiento de llevar sangre en mis manos me perturba.

—¿Y si tu familia estuviera en peligro? ¿Qué harías entonces?

Él se calló por un instante.

—No lo sé —admitió—. Intentaría hallar la respuesta más lógica posible para salvarlos, pero... Insisto, no sé si lograría matar a alguien para lograrlo.

—Eres demasiado noble.

—No, solo cobarde.

—Eres el hombre más valiente que conozco.

—Eso no puede ser verdad...

—Arriesgaste tu vida para defender el honor de una prostituta, eso requiere más valor de lo que piensas. —lo interrumpió—. Todos los artículos que has publicado en la Gaceta últimamente son arriesgados. Pones tu vida en la línea de fuego para intentar salvar a alguien más y eso es noble.

—No, eso no es nobleza, es arrepentimiento. Por los años que desperdicié siendo un canalla y un mojigato.

—Y volvemos al mismo problema, tú culpándote por errores que ya has arreglado.

—No todos —él murmuró—. Lo que le hice a Raoul... eso jamás lo podré dejar atrás.

—Entonces encuentra una manera de hacer justicia por otras personas que estén en su misma situación ahora mismo.

La actitud pesimista de Theodore de pronto se volvió una de profundo interés.

—¿Qué quieres decir?

—Raoul fue condenado a una vida solitaria, privada de libertad, pero no es el único que vive así. Piensa en los demás pacientes que lo acompañaban en su día a día. ¿Crees que su situación difiere bastante de la de él? La gran mayoría de las familias que tiene algún pariente en algún manicomio no habla sobre ello. Los entierran bajo metros de indiferencia para deshacerse de su vergüenza. Es más; piensa en todos los prisioneros de este país, especialmente los de Isla Negra, de Brookmount. Cada uno de ellos tiene una historia que contar, pero nadie está ahí para oírlos. Muchos son maltratados y humillados en su encierro y cuando salen, no saben qué hacer con sus vidas. Dejan atrás los barrotes, pero sus pies siguen encadenados con grilletes. No tienen empleo. No tienen a nadie que los apoye. Y algunos salen peor de lo que entraron. Al final, los trataron como animales, ¿por qué deberían comportarse como humanos?

El señor Gauvain no pudo responder nada a sus indagaciones. Apenas la miró con una expresión fascinada —similar a la que portaba al admirar su cuerpo desnudo, luego horas de pasión desenfrenada—. Sus ojos contenían una mezcla de múltiples sentimientos, imposibles de contabilizar o describir con minuciosidad, pero que encajaban en dos categorías generales; respeto y embeleso.

—Dices que mi intelecto fue lo que te encantó de mí, pero no creo que te das cuenta de lo inteligente que eres... —se sentó—. Dios, como quisiera tener un cuaderno y un lápiz ahora mismo, todo lo que dijiste es ciertísimo y más gente debería oírlo. ¿No has pensado en volverte una periodista? ¿O al menos una columnista?

Jane se rio.

—¿Y quién contrataría a alguien como yo?

Él alzó una ceja.

—¿Te olvidaste de con quién estás hablando?

—No, pero sé que la Gaceta no es una opción.

—Pero si yo te contratara...

—Helen lo sabría —ella lo detuvo—. No es una buena idea que yo me entrometa en tu ambiente de trabajo.

—Pero podrías escribir una columna desde el anonimato... o mandar cartas al director, lo que sería lo mismo.

—No puedo. Conozco mis límites —ella aseveró y Theodore, pese sus ganas de insistir en el asunto, terminó sacudiendo la cabeza, decidiendo mantenerse alejado de cualquier discusión con un exhalo frustrado—. Pero...

—¿Pero? —él indagó, esperanzado.

—Te podría ayudar a revisar algunos de tus artículos, si es que quieres. Y no tendrías que poner mi nombre en ningún lado.

—Ahora soy yo el que no puede hacer eso —la miró—. Si vas a ser mi editora, debes recibir el crédito por ello.

—Eso levantaría preguntas...

—No si te escondes bajo otro nombre, no.

—Reitero, tu esposa se daría cuenta.

—Helen no es tan astuta como crees.

—Toda mujer es astuta, la diferencia es que algunas se callan para evitar conflicto.

—Me refiero a que no haría un escándalo si sabe que tu identidad está bien escondida. A ella no le importa que estés en mi vida, solo le importa que nadie sepa que lo estás. Por más que eso me irrite. —de pronto se levantó de la cama y fue a la mesa de noche de la actriz, a buscar su vaso de agua. —Si usas un seudónimo, pasarías desapercibida. Tengo tres columnistas mujeres en la Gaceta, todas usan un nombre ficticio. Dos de ellas, se ocultan bajo una identidad masculina para no levantar sospechas. ¡Hasta te pagaría, si es eso lo que quieres!

—Theo... no necesito que me pagues, o tener cualquier seudónimo, porque de veras no creo que soy la persona más cualificada para el puesto —lo cortó—. No tengo una educación completa. Sabes muy bien que mis padres murieron cuando yo apenas sabía hablar y que crecí en un orfanato de monjas capuchinas hasta que mi tío me encontró.

—También sé que juntabas dinero a escondidas para comprar libros y que te metías a la biblioteca del puerto sin su permiso. Me lo has contado. Pero francamente, no eso no me interesa. Si bien tienes buena gramática y un buen léxico, tu experiencia en sí es lo que me importa. La perspectiva que tienes, es una que yo jamás tendré, ni lograré entender... pero una que sé que, si es aplicada a mis escritos, o a los textos de mis periodistas, podría transformar nuestra obra de metal barato en una de oro sólido. Porque hay cosas que tal vez digamos o redactemos que sean bastante lógicas para nosotros, pero que terminen ofendiendo a alguien más, sin necesidad. Y no quiero que mi diario sea un medio de humillar a los que ya están rebajados.

Ella ponderó su respuesta con seriedad.

—Si mi opinión es lo que quieres la tendrás. Pero no puedo aceptar un sueldo. Y no puedo trabajar para ti —levantó una mano, callando sus reclamos antes de que empezaran—. Lo que ya haces por mí y por Caroline ya es suficiente.

—Pero el dinero extra te ayudaría...

—No lo necesito —insistió—. Sabes cómo me pongo cuando tengo demasiado dinero en mis manos. Quiero comprar todo lo que nunca pude tener y acabo hundida en deudas.

Él consideró otra alternativa:

—Podría poner todo el dinero que ganes en una cuenta de ahorro, en el banco central, al nombre de Caroline. Todos mis hijos tienen una y así que sean de edad, podrán acceder a su pequeña fortuna. Porque debemos pensar por adelantado; ella crecerá y algún día querrá casarse, formar una familia. Puede que yo ya no esté para verlo, pero quiero asegurarme de que tenga un buen futuro.

—Eso sí aceptaría —Janeth concordó, tocada por el gesto—. Si el dinero queda guardado ahí y solo ella puede accederlo, estoy de acuerdo.

—¿Aceptas entonces ser mi editora?

—Solo tuya —dio su última condición—. Solo quiero corregir tus textos.

—Está bien —asintió—. Solo mía serás.


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