𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺𝟷

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Merchant, 13 de enero de 1892

Tres días después, el imprestable artista lo hizo. Pero de esa vez, su súbita aparición fue mucho más violenta y desgarradora.

Lo primero que el señor Gauvain percibió al acercarse a la casa de su amante, fue que la puerta principal estaba abierta —algo que lo hizo apurar sus pasos y fruncir el ceño—. Lo segundo, fueron los muebles volteados, bloqueando su entrada. Antes mismo de ver a Jane su corazón ya estaba acelerado y las venas de su cuello saltando. Entrar a residencia y encontrarla le quitó lo poco de calma que aún le restaba.

Estaba caída detrás de la mesa del comedor, con un corte profundo sobre la ceja, sangre goteando de la nuca, y el cuerpo completamente moreteado. Por la cerámica rota a su alrededor, el estado enmarañado de su cabello y las lesiones en sus nudillos, ella había sido atacada por el infeliz de Albert e intentado en vano defenderse, resultando aún más herida en el proceso.

—¡JANETH! —la volteó sobre el suelo, desesperado.

—C-Caroline... — ella gruñó—. Él t-tiene a Caroline...

—¡¿Dónde?!

—N-No lo sé...

—¡Hey! —la sacudió—. ¡No te duermas! ¡Quédate conmigo!

—P-Pero t-tengo frío... s-sueño...

Theodore se quitó su abrigo y la cubrió, antes de concentrar toda su fuerza en sus brazos y levantarla del suelo.

—Te llevaré al sofá —dijo entre dientes, ignorando el creciente dolor en su rodilla con toda su voluntad. Tal como lo dicho, la acomodó sobre las almohadas y de inmediato se dispuso a revisar sus heridas—. Dios... Tendré que llamar a un médico. Esto es...

—Encuéntrala, T-Theo —la actriz lo cortó, sujetando una de sus manos ensangrentadas—. Por f-favor.

—Lo haré, lo juro. Pero primero tengo que asegurarme que estarás bien...

—No h-hay tiempo para eso. Carol te n-necesita ahora.

—¡¿Y entonces a quién carajos llamo?! ¡No te puedo dejar aquí sola!

Con debilidad, ella apuntó a la ventana. ¡Claro! ¡Sus vecinos! ¡Ellos podrían ayudar!

Con un beso rápido a su frente, él dio un brinco y salió corriendo hacia la residencia conjunta. Golpeó la puerta hasta que sus nudillos se arañaran. Gritó por auxilio. Y al final, una señora de edad avanzada, rechoncha y de cabellos encaracolados, le abrió.

—¡Perdóneme por molestarla, pero necesito su ayuda!

Exasperado, le explicó la situación lo mejor que pudo, en menos de un minuto. La anciana, entre sorprendida y preocupada, aceptó seguirlo al oír el nombre de la señora Durand. Al verla entrar a la desordenada sala de estar a cuidar de Jane, el periodista se volvió aún más desesperado, porque ahora que su amada estaba en buenas manos, tenía que encontrar a su ahijada. ¿Pero dónde estaría?

Albert no tenía suficiente dinero para salir de Merchant, esto era evidente por el estado de sus ropas, así que ir al puerto o a cualquier estación de trenes sería infructífero. No tenía trabajo fijo, así que tampoco llevaría a la joven a algún taller u oficina. Su familia había migrado a Brookmount años atrás, y no tenía a ningún pariente en la ciudad. Lo que restaba era su antiguo departamento en la calle Cochrane.

Sin tiempo de pensar en lo que hacía, Theodore se subió a una diligencia e libró una carrera contra el tiempo para hallar al artista. No podía dejar que él le hiciera daño alguno a Caroline.

Mientras el carruaje cruzaba las venas de la urbe, un centenar de lágrimas cayeron por su rostro. Detestaba ser tan emotivo en público, pero no podía evitarlo; estaba furioso, angustiado, y se sentía a punto de tener un infarto. Pensar en las barbaridades que ese canalla le podría estar haciendo a su pobre ahijada hizo a su corazón estrujarse y su pecho contraerse. Tal vez al final del día efectivamente tuviera uno.

Al reconocer el barrio donde debía descender, saltó como una rana al lodo de la calle y corrió en dirección al viejo hogar de Albert. Theodore sabía que estaba ubicado al lado de un burdel —en el que Jane había trabajado, por un corto lapso de tiempo, porque los precios del arriendo eran más baratos—. Al llegar, vio que todo seguía igual. Cucarachas aún cruzaban el papel de pared descamado; ratones gordos seguían deslizándose por las puertas y ventanas, siempre cargando algún trozo de comida en la boca; el olor a humedad y putrefacción constante en cualquier estación del año todavía lo enfermaba... La calidad de vida seguía siendo inexistente. Nada en aquel lugar era agradable, pero como su amante una vez se lo había dicho: "Para quién no tiene una sola moneda en el bolsillo, un techo mohoso sigue siendo un techo". 

Muchos otros artistas, escritores, estudiantes y obreros de clase baja vivían en aquella particular calle. Pero por su ubicación, el edificio del señor Durand alojaba principalmente a prostitutas y cortesanas. Por lo que también era protegido, aunque en secreto, por las Asesinas de Merchant. Así que cruzó la puerta de entrada y trotó a las escaleras, el señor Gauvain supo que el riesgo que su vida corría estando allí era altísimo. Si bien sabía que aquellas criminales le tenían cierta estima, recordar a la cabeza cortada del capitán Garter sobre su escritorio hizo a su confianza tambalear. ¿Qué le harían a él, si llegara a ofenderlas de alguna forma? ¿Cuál sería su destino, si no cumpliera con una de sus reglas?

Profundamente iracundo, preocupado e inquieto, el periodista subió los peldaños del edificio con apuro hasta llegar a la puerta de su mayor enemigo. Con puñetazos tan fuertes que hicieron a la pared del pasillo temblar, él demandó que Albert le abriera. Al no recibir ninguna respuesta, él se frustró e tumbó la puerta, luego de lanzarse contra ella un par de veces. No había nadie adentro del departamento y todos los muebles estaban entregues al polvo y las arañas. El artista no ponía un pie allí a bastante tiempo.

Theodore sacudió su cabeza, corrió una mano por su sudoroso pelo y consideró, otra vez, dónde diablos ese desgraciado podría estar. Sin destino, atravesó el pasillo y bajó las escaleras. En vez de regresar a su vecindario de inmediato, entró al burdel que seguía el edificio. Conocía a algunas de las mujeres que trabajaban ahí y quería reclutar su ayuda para encontrar a Albert. A lo mejor ellas sabían cómo localizarlo.

—Durand está viviendo aquí, en la habitación 22, hace ya unas semanas... Por eso usted no lo encontró en su departamento. —dijo Jenny, una de las muchachas que él conocía. —Oí por ahí que Linda Stix lo anda buscando. Al parecer, le debe plata a alguien en Saint-Lauren, que es asociado de ella. Por eso volvió al puerto.

—Pero ¿lo han visto por aquí hoy?

—Sí... Yo lo vi irse arriba hace más o menos media hora, junto a una chica. Asumo que es la misma que usted anda buscando —otra dama, Rose, comentó y apuntó al segundo piso.

—Cuándo le preguntamos quién era, nos dijo que era hija. Pensamos que por su parentesco él tenía buenas intenciones... así que lo dejamos pasar.

—¡Albert no sabe lo que son las buenas intenciones! —Theodore alcanzó a responderles, antes de salir disparado hacia las escaleras—. ¡Gracias, señoritas!

Subió los peldaños dando saltos de a tres, corriendo contra el tiempo para rescatar a su ahijada.

Pero su apuro y desespero no lo llevó a nada. Porque al romper la puerta de la habitación 22 con un golpe de su hombro y entrar, supo que lo peor ya había ocurrido, y que él no pudo hacer nada para detener el crimen.

Lo que vio adentro de esas mohosas y envejecidas cuatro paredes sería algo que jamás olvidaría, por más que quisiera hacerlo. Una escena repugnante, que se convertiría en una memoria más traumática y vil que la de su madre, siendo molida a golpes por su progenitor, o la de su esposa, desangrándose sobre su cama. Ni siquiera el día en el que Raoul fue enviado al manicomio le resultó tan perverso como aquél. O el que se murió su padre. O el que Jane le contó, por primera vez, todas las reprochables cosas que Albert Durand le había hecho. Nada se comparaba a semejante terror.

Cerca de una cama deshecha encontró a aquel truhan depravado, sin camisa, con el pantalón abierto, ajustando su cinturón. En el colchón a su frente, llorando sin quejumbrarse, estaba Caroline. Tan solo por la mirada vacía y la expresión horrorizada de la chica, Theodore supo de inmediato lo que él le había hecho. Y la culpa de no haber podido protegerla de aquel degenerado lo mascó entre sus filudos dientes, mezclando todos sus sentimientos y sensaciones en una amalgama tóxica.

Albert la había tocado contra su voluntad. La había usado para el placer propio, sin considerar su repulsión, o su disgusto, o el hecho de que era su hija. La había agredido de la manera más degradante posible. Le había robado su inocencia.

Ella apenas era una muchacha. Estaba a punto de entrar en uno de los períodos más emocionantes de su vida; la adultez. Debía haberlo hecho con una sonrisa de perlas y con los ojos resplandeciendo cual diamantes. Pero sus labios esconderían para siempre el tesoro que era su felicidad. El brillo en su mirada jamás volvería a ser el mismo. Todo por culpa del hombre que debía, en todos los aspectos, amarla y protegerla.

Decir que el periodista estaba furioso sería menospreciar la intensidad de su ira. Decir que estaba triste, desacreditar cuán avasalladora era su melancolía.

Aunque lo dejara hablar, Albert no le daría ninguna explicación sincera, esto él lo tenía claro. Y por este mismo motivo, lo mataría antes que siquiera pudiera abrir la boca.

Con un salto adelante Theodore lo agarró por los hombros y golpeó su cabeza contra la pared, tres veces, hasta que una herida se abriera en su tez y su desorientación lo llevara al suelo. Insatisfecho, se agachó, lo inmovilizó entre sus piernas y le plantó un sinfín de puñetazos, como un oso salvaje atacando a su cazador.

Si no fuera por Caroline, rogándole en una voz baja y dolida que él se detuviera, nunca lo habría hecho. Continuaría moliendo al artista como una maza, hasta que la policía llegara o que el hombre se muriera. Solo por ella, detuvo el subir y bajar de sus puños y aceptó ver el resultado de sus acciones.

El rostro de Albert era irreconocible. Chorreaba sangre y había comenzado a hincharse. Su nariz se había roto de una manera extraña, obligándolo a respirar con evidente dificultad, como un perro carlino obeso. Soltaba un sonido grave, pulmonar, con cada inhalo que tomaba, como si estuviera atragantado con su propia lengua.

Reconociendo que se había pasado de la línea, Theodore se apartó y se cayó sentado sobre el piso, jadeante y exhausto, a pensar en lo que había hecho.

En la puerta, mirando la escena con ojos asustados, encontró a un grupo de prostitutas, murmullando entre sí. Cuándo habían llegado y por qué se veían tan agitadas, no supo decir. Unos pocos minutos se pasaron hasta que vio a una mujer de estatura baja, cabello corto y ojos pardos atravesarlas. Por su actitud, energía, y por el particular garfio prostético que remplazaba una de sus manos, reconocerla fue fácil; era la comandante de las Asesinas de Merchant, Linda Stix.

Ah. Entonces ese era el motivo de sus susurros.

—¿Puedo saber qué pasó aquí?

Intimidado por su mera presencia, el periodista bajó la mirada y respiró hondo, organizando una defensa plausible en su cabeza. Sin embargo, no alcanzó decir nada. Jenny intervino en su nombre:

—El señor Gauvain vino a rescatar a esta chica, señora. Por favor, no lo ataque. Está aquí para defenderla —ella enseguida apuntó al malherido—. Este patán la secuestró.

—¿Cómo así, la secuestró?

—¿Conoce usted a Janeth Durand? —Theodore indagó a seguir.

¿Zafiro? —Linda alzó una ceja, mencionando el antiguo seudónimo de la actriz—. Sí, la conozco. Nunca nos hablamos, pero ya oí hablar sobre ella. ¿Por qué?

—Ella es la madre de Caroline —él se levantó y señaló a su ahijada—. Y este desgraciado que tengo a mis pies es su padre... al menos legalmente. Jamás aportó en nada. No fue un buen guardián, ni marido. Tan solo les traía problemas a ambas. Hasta que se fue del puerto, unos años atrás. Desapareció de la noche a la mañana. Pensamos que jamás regresaría, pero... para nuestra sorpresa él volvió. Y hoy invadió la casa de Jane; Zafiro; a quien le dio una golpiza y dejó atrás a agonizar. Al huir, raptó a Carol... y luego él... él... —Theodore no pudo vocalizar lo que había visto al entrar—. Vino aquí.

—Y usted lo siguió.

—Y yo lo seguí. Sí.

Linda Stix, endureciendo su mirada, observó sus alrededores con atención y unió las piezas del rompecabezas, rellenando los espacios faltantes con la creatividad que le otorgaba su experiencia de vida.

Vio la cama deshecha. La falta de modestia de Albert. Las ropas estropeadas de la chica sentada en el colchón. Las lágrimas que no paraban de colgarse de sus ojos. Su rostro pálido y enfermizo. La rabia y el rencor en el semblante de Theodore. Todo. Y estos elementos la ayudaron a visualizar por completo aquel cuadro perverso. Efectivamente, Albert se merecía la paliza que había recibido.

Soltando un exhalo largo, ella frunció el ceño y le hizo una seña a una de sus subordinadas, para que esposara y arrestara al artista. Se lo llevaría de allí derecho a una sala de tortura y lo haría pagar por sus frívolos crímenes con gusto y con calma.

—Escuché el apellido Gauvain... —Stix volvió a encarar al periodista—. ¿Usted es el director de la Gaceta Dorada, no es así?

—Sí.

—Ah, ya. Entonces me acuerdo de usted. Le hizo frente al capitán Garter a unos tres años atrás.

Theodore sintió un escalofrío descender por su espalda al recordar otra vez la cabeza del oficial, degollada sobre su mesa. Aun así, trató de mantener intacta su valentía.

—Así es.

—Pues entonces no tiene por qué temerme. Admiro mucho su trabajo, su moral, su intelecto. Tiene mi confianza. Además, sé que está bajo la protección de Frankie. No puedo matar a nadie que a él le pertenezca, no si quiero mantener la paz en la ciudad... Así que no necesita estar tan nervioso. No morirá —ella le explicó, antes de apuntar al maltrecho hombre a sus pies—. Ya este hijo de perra, debería estar rogando por su vida.

—No hice... n-nada.

—No estarías sangrando tanto si de veras fuera inocente —la Asesina comentó, mientras el sujeto era levantado del suelo por sus colegas—. Y que no lo eres, Albert Durand.

—Yo...

—Pensé que serías un poco más inteligente de lo que eres. Que después de escapar de Merchant desaparecerías para siempre... ¿Pero pisar aquí después de recibir tantas advertencias de mi parte? ¿De ser jurado de muerte por mis compañeras? O eres extremadamente estúpido, o estás loco de remate.

Los ojos se Theodore se abrieron al máximo. Entonces Linda sabía quién el artista era de antemano. Apenas estaba queriendo comprobar que él le estaba diciendo la verdad.

—T-Tuve que r-regresar...

—Sí, y sé muy bien por qué, aunque Gauvain no. Le debes mil quinientas libras al General Lazare. Sus hombres te están buscando por Saint-Lauren, Brookmount, Rockshire, Hurepoix, Bachram... La lista sigue. Y la recompensa que ofrecen para quien te encuentre es generosa.

La revelación de Linda no sorprendió ni un poco a Theodore.

—Le p-pagaré lo q-que debo... ¡Lo juro!...

—¿Cómo? Has perdido tu trabajo como ilustrador, no tienes ningún mecenas, nadie te tiene estima en esta ciudad... Tu talento no compensa todos los problemas que causas adónde vas. Al menos que, y espero que esté equivocada, quieras poner a tu hija para trabajar en tu lugar —él sacudió la cabeza, pero la Asesina no le creyó. Solo se volteó hacia las mujeres que aún bloqueaban la entrada y les preguntó: —¿Qué piensan, chicas? ¿Creen que Albert trajo a su hija aquí porque es un buen padre? ¿o porque quería explorarla para vivir cómodamente?

—Él me preguntó ayer cuánto cobramos por hora —una de las prostitutas confesó.

—Y dónde es el mejor lugar para conseguir clientes —otra añadió.

—¡Ah! ¿Es eso cierto? —Stix lo miró de nuevo, enojada—. ¿Algo que decir para defenderte, Albert? ¿Algún argumento lógico, que no sea una mentira? —él continuó sacudiendo la cabeza, pero no supo cómo responder a las acusaciones. Theodore, airado por lo que acababa de oír, tuvo que contenerse para no volver a golpearlo—. Adèle, llévalo a nuestra sede —la comandante ordenó luego de un minuto de silencio, encarando al artista con una mueca diabólica—. Y que se sienta en casa.

Albert fue arrastrado al pasillo así que Linda terminó de hablar. Sus alaridos desesperados resonaron por todo el burdel, pero nadie osó ayudarlo. Ningún cliente o funcionario era lo suficientemente valiente, o poderoso para rescatarlo de las garras de las Asesinas. Su suerte estaba echada.

El señor Gauvain, aliviado por su partida, relajó su postura, respiró hondo y se aproximó a Caroline. Quiso poner su mano sobre su hombro, pero la joven—aún perpleja y amedrentada por todo lo que le acababa de pasar— se escapó de su toque. Su esquivez fue hiriente, pero él disfrazó su frustración y tristeza lo mejor que pudo, apartándose sin reclamos o rabietas.

—No te voy a herir, cariño... solo quiero ver si estás bien.

—¿D-Dónde está?

—¿Quién?

—Mamá.

—Ella... —Theodore desvió la mirada por un instante, pensando si debía mentirle o no—. Ella está bien. Está en casa.

—Papá la atacó...

—Lo sé. Pero sus heridas no son demasiado graves y la señora Andrews la está cuidando. Te prometo que está bien. No puede caminar por ahora, así que no pudo venir conmigo, pero me mandó aquí a salvarte. A protegerte.

—Q-Quiero estar con ella.

—Lo sé, Carol... Lo sé. Y lo estarás, pronto. Te llevaré a casa, ¿de acuerdo? —el periodista le ofreció su mano. Pese a su miedo, ella la envolvió con la suya. Un paso pequeño a que volviera a confiar en él, pero seguía siendo un paso—. ¿Puedes caminar o quieres que te cargue?

Su ahijada no le contestó. Solo lo abrazó con todas las fuerzas que le sobraban y lloró en contra de su pecho, hasta que su camisa estuviera pegajosa y empapada. Theodore, con el corazón partido, la alzó de la cama y la sostuvo entre sus brazos, decidido a protegerla de todo mal, aunque le costara la vida.

Mientras tanto, Linda Stix observaba toda la interacción con interés, en contemplativo silencio. Antes de que ambos pudieran marcharse, ella los detuvo.

—Necesitarán un transporte seguro para regresar. Christine... —ella se dirigió a otra de las Asesinas que la acompañaban—. Por favor, escóltalos a la salida y consígueles un carruaje con urgencia. Esta chica debe regresar al amparo de su madre ahora mismo.

—Gracias, señora Stix —Theodore le dijo, entre los sollozos de Caroline.

La mujer asintió y le hizo una seña con la cabeza, dándole su permiso para irse. Pese a su presentación intimidante y su reputación temeraria, ella se había conmovido con el padecimiento de la joven, aquello era obvio. Fuera por su enojo o por su atribulación, había considerado apuñalar a su prisionero con su gancho varias veces mientras conversaban. Solo no lo hizo por respeto a la chica en cuestión.

Theodore sabía, sin embargo, que su piedad con el infractor no sería constante. Así que ella y Albert estuvieran a solas, el artista pagaría por sus crimines. Este era un hecho innegable. Linda no era la comandante de las Asesinas por nada. Y por más que quisiera acompañarla y ver, personalmente, como el desgraciado era despedazado como una gallina en una carnicería, el periodista no estaba dispuesto a permanecer un segundo más en aquel repugnante antro. Así que se marchó a la calle con pasos rápidos, ignorando el dolor en su rodilla y la rabia que hervía su sangre, concentrándose apenas en asegurar el bienestar de su ahijada. Ella era más importante que todo lo demás.

Por su parte, Caroline no se despegó de él durante todo el viaje. Se acurrucó en contra de sus costillas en el asiento del carruaje y se negó en mirar a cualquier otra cosa que no fuera la reluciente tela de su corbata. Solo lo soltó cuando entraron a la residencia de su madre y vio a la dicha aún acostada en el sofá, rezando para que volviera ahí sana y salva.

Jane —pese a sus heridas— se levantó con un salto al oír su voz, llamándola desde la puerta. Theodore siempre se había asombrado por su fuerza de voluntad y el inmenso amor que sentía por su hija, pero aquel día su admiración triplicó. En su frágil estado, levantarse debió ser una tarea extenuante, pero lo hizo con tanta facilidad y rapidez que su dolor por un minuto pareció ser olvidado.

Algunas palabras fueron intercambiadas entre ella y Caroline, pero el periodista se encontraba demasiado desorientado y furioso como para recordarlas. Sintiendo que se estaba entrometiendo en un momento precioso, caminó hacia la mesa y se sentó, a recuperar su aliento. Recién ahí comenzó a percibir la real intensidad del dolor que irradiaba de su rodilla. Luego de correr por toda la ciudad por horas, desesperado para encontrar su ahijada, su dañada articulación se hallaba hinchada y sensible; el mínimo movimiento le resultaba agónico.

—¿Señor Gauvain? —una voz femenina lo despertó de sus pensamientos, luego de pasar incontables minutos quieto, en silencio. Le pertenecía a la vecina de Jane, la señora Andrews—. ¿Está usted bien?

—Sí... Yo... —pestañeó, confundido por la pregunta y terminó bajando la mirada.

Estaba cubierto de sangre seca. Sus manos no paraban de temblar. Sus nudillos estaban arañados. El anillo de zafiro que llevaba en el meñique se había fracturado.

Esta última observación lo inquietó mucho más que todas las otras.

—...Necesita irse a casa —fue lo único que rescató de la respuesta de la anciana a su frente—. Debe estar exhausto y necesita asearse.

—No puedo. La puerta... —miró a la entrada de la residencia—. Hay que cambiar la cerradura, o alguien más puede entrar aquí y lastimarlas. Tengo que encontrar a un cerrajero.

—Las dos pasarán la noche en mi hogar. No están en condiciones de estar aquí a solas.

—Aun así, alguien puede entrar a robar —sacudió la cabeza, organizando sus pensamientos mientras se levantaba.

No fue capaz de tragarse el gruñido que emergió de las profundidades de su garganta, ni de ocultar su agria mueca de dolor, pero no dejó que nada ni nadie lo retuviera allí.


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