𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟻

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Merchant, 03 de septiembre de 1892

Theodore se despertó con un golpe nada sutil a su cabeza. Cuando abrió los párpados, gruñendo, el sol ya había salido. Miró alrededor, confundido sobre su paradero, y de a poco se fue recordando de cómo había terminado durmiendo afuera de la casa de Janeth. Al hacerlo, también se dio cuenta de qué lo había golpeado, un periódico. Al parecer, el repartidor que había pasado en bicicleta no revisó el sitio de aterrizaje del diario antes de lanzarlo, tan solo lo hizo.

—Al menos llegó temprano —él reclamó, levantándose a duras penas.

Mientras lo hacía —sufriendo amargamente por el dolor en su espalda y rodilla— la puerta al fin se abrió.

—¿Theodore? —la dueña del hogar, desconcertada por su apariencia y por su repentina aparición, lo hizo voltearse—. ¿Qué haces aquí a estas horas? Ni siquiera son las nueve aún...

Él no quería admitir que se había echado a dormir en la veranda, si era honesto. Pero tampoco podía huir de ahí sin al menos darle una explicación.

—Vine a traerte el diario —dijo sin pensarlo con cautela, estirándole el ejemplar.

—¿Vestido con el traje más caro que tienes?

El periodista fingió ignorancia.

—No es el traje más caro que tengo.

—Claro que no —ella bufó, entre molesta y poco sorprendida—. Bueno, ya dejaste el diario aquí. ¿Te quedas o te vas?

Theodore abrió la boca para contestar, pero no lo hizo. En cambio, bajó la mirada, corrió una mano por su cabello despeinado, y se esforzó por encontrar las palabras correctas para salvarlo de aquella desastrosa interacción.

Al aceptar que no existía una excusa o respuesta perfecta, aceptó también que lo mejor a hacer ahora era ser honesto. 

Aunque no lo quisiera, aunque le diera vergüenza, era lo que debía hacer.

—Soy un imbécil y lo siento —el discurso florido y detallado que le había preparado a Jane de antemano, se lo llevó las corrientes de alcohol que había consumido la noche anterior. De nada le serviría ser sofisticado y poético ahora, así que no lo sería—. Mentí. No vine aquí a traerte el periódico, aunque asumo que eso ya es obvio...

—¿Y entonces?

—Vine a disculparme —la vio cruzar los brazos, como si demandando que continuara hablando—. Me fui, cuando debí haberme quedado. Te grité, cuando debería haberte dicho la verdad. Me comporté de manera infantil y patética. Perdón.

Jane no le contestó de inmediato, y él no tuvo la osadía de moverse o de mirarla mientras el silencio continuaba. No fue hasta que sintió sus manos en sus brazos, apretando sus muslos con cariño, que el señor Gauvain levantó el mentón. 

Ella no parecía estar furiosa, o siquiera irritada. Más bien, aparentaba ya estar aguardando su visita y sus lamentos, acostumbrada a su temperamento difícil y fastidioso. Aquella expresión monótona, grisácea y sin vida, era una que ya había visto varias veces, en el principio de su relación. A años, sin embargo, no reaparecía. ¿Tan mal había arruinado todo? ¿O acaso su imaginación se estaba excediendo, haciéndolo ver cosas que no existían?

—Ven —él escuchó a su amante decir, antes de jalarlo por la muñeca hacia la sala y cerrar la puerta—. No quiero que me pidas perdón. De esta vez, yo me equivoqué.

—¿Qué?

—Te mandé de vuelta a casa cuando solo querías apoyo. Mi error. Mío —ella admitió, haciéndolo sentarse—. Pero no me arrepiento de las preguntas que te hice aquella noche. Me preocupa, tu comportamiento. Esas pastillas que has estado tomando... te han cambiado. No lo percibes, pero yo lo hago. Y Helen también lo hizo.

La mención del nombre de su esposa capturó la atención inmediata del periodista.

—¿Cómo sabes eso?

—El jueves ella estuvo aquí, por la mañana.

—Pero el jueves ella fue al cementerio con Nicholas...

—No sé con quién dejó al niño, pero vino aquí sola. Después de visitar la tumba de Eleonor.

—Por favor dime que no te maltrató...

—No, no —Jane sacudió la cabeza, como si la mera idea la incomodara—. No fue nada más que amable, aunque un poco seria. Pero me sorprendió, que viniera en lo absoluto. Que se dignara a hablarme. Sabes que cualquier otra mujer en su situación probablemente me abofetearía, no me dirigiría la palabra... Supongo que al final siempre he tenido razón y ella de verdad se importa contigo.

Ante la indirecta, Theodore volvió a bajar la mirada. Desde el fin de su relación amorosa con Helen, él la había demonizado, tachado de inconsecuente, insensible y frívola. Esta caracterización jamás había sido del todo cierta. Sí, poseía elementos verídicos... pero ella no era inhumana. Y si se había vuelto su cónyuge, no era por nada.

—Lo sé... no he sido justa con ella. Ni contigo.

Janeth se sentó a su lado y tomó una de sus manos, calentándola entre sus palmas.

—Todos estamos preocupados contigo. Ella me rogó que te diera una oportunidad de desahogarte, de hablar... No necesitaba hacerlo, pero me alegra que haya venido aquí. Significa que no estoy loca y que de verdad necesitas una intervención... Sé que perder a Eleonor te dolió más allá de lo que podrías describir. Y sé que, después de perder a tantos otros seres amados, esta tragedia fue lo último que esperabas o que merecías. Pero hay una diferencia entre sentir el luto y dejar que te destruya. Y a cada día que pasas veo que te estás arruinando más y más... No sé cómo ayudarte, ni cómo detenerte. O si es que eso siquiera es posible.

Cada palabra en ese discurso fue un rayo de culpa, partiendo el pecho de Theodore en dos. Y la electricidad que trajeron al golpear su esternón hizo con que el corazón adentro —a años carbonizado y transformado en roca— comenzara a batir de nuevo, contra su voluntad.

Las grietas en su superficie negra sangraron. Su núcleo calcinado retomó su antiguo color rojo. Él al fin dejó de sentirse una carcasa incinerada y volvió a sentirse humano. Y el dolor de dicha transformación fue insoportable.

De pronto, Theodore se vio obligado a pensar en el peso de todos los horribles momentos que había aguantado, en total silencio. A recordar todas las almas que lo habían dejado atrás y que lo habían exiliado en la oscuridad de su duelo. A contemplar si su solitario sufrimiento algún día terminaría.

Pensó en su padre, madre, hermano, hijo e hijas, todos muertos. En sus amigos de infancia, con los cuerpos ensangrentados y cubiertos de barro, dispuestos en línea en la calle de su vieja casa. En los soldados del río Rojo, flotando en el agua carmesí, desfigurados y destrozados por balas de cañón y de fusiles de largo alcance. Recordó sus días de pobreza, de lucha y de trabajo. Todos los sacrificios que había hecho para llegar tan lejos. Todos los crímenes que había cometido para sobrevivir y todos los pecados que sabía, Dios jamás le perdonaría.

Y al ampliar las paredes de sus pulmones a su máximo, buscando más oxigeno que respirar, supo que al exhalar colapsaría. Porque el vacío adentro de sí no cesó de existir al inhalar aire limpio. Continuó allí, burlándose de su infantil intento de mantener la calma. Y su pobre corazón, suspendido en medio a ese hueco negro e intimidante, también siguió sangrando, volviéndose más y más agrietado con cada nuevo segundo.

—No te juzgaré por nada, Theo —la voz amable y suave de Jane lo recordó de su presencia—. Si quieres llorar, llora.

Y con su permiso, él lo hizo. Escondió su rostro en su mano libre y sollozó con todas las fuerzas restantes en su cuerpo. Ella, de acuerdo a su promesa, no lo criticó. Lo abrazó de lado, acarició su cabello y dejó que lavara su consciencia con sus lágrimas.

—Lo siento... lo s-siento por tener que d-disculparme siempre. Por no p-poder tratarte tan bien c-como debería —se secó el rostro con las mangas de su abrigo, pero fue inútil. Al segundo ya estaba húmedo de nuevo—. Mereces alguien mejor que yo...

—¿De qué hablas?

—¡Soy un fracaso! —Theodore por fin dejó escapar su frustración—. ¡Como hijo! ¡Como amigo! ¡Como esposo! ¡Como padre! ¡Como amante!... ¡Un fracaso! —a su lado, Jane sacudió la cabeza, perpleja por lo que oía—. ¡Dejé que mi madre fuera golpeada por mi padre sin nunca intentar defenderla! ¡Vi a mis amigos morir y no me atreví a hacer nada para intentar salvarlos! ¡Envié a mi propio hermano a un manicomio y no lo visité en cuanto seguía vivo! ¡Me volví un hombre tan egoísta, cerrado y obsesionado con mi trabajo, que Helen me terminó engañando con mi mejor amigo! ¡Porque no la amé como debería!... ¡Te maltraté y te ofendí! ¡Sin razón alguna!... ¡Actué como un completo imbécil por toda mi vida! ¡Y no logré conseguir el perdón de Eleonor antes de que!... De que...

Janeth, preocupada por su explosión de sentimientos, trató de reconfortarlo, en vano:

—Eres humano, cometiste errores...

—¡Pero esos errores me costaron mi felicidad! —él insistió—. ¡¿Por qué crees que Dios me quitó a mis hijos?! ¡Fue un castigo!... ¡Es un castigo, estoy seguro!...

—Theodore, no estás pensando con claridad...

Él soltó la mano de su amada y se levantó, exasperado, como si quisiera correr bien lejos de allí, pese a saber que no tenía la energía para hacerlo. Sus pies estaban pegados al suelo. Su rodilla le dolía. Su vista estaba borrosa y su percepción de sus alrededores no era exacta. Si salía a la calle así, probablemente terminaría chocando de cara con un carruaje.

—Nunca lo entenderás... nadie lo hará. El peso que llevo encima... no es solo duelo. No es solo sufrimiento o tristeza, es culpa. Eso es lo que más me atormenta. Mi culpa. No puedo pasar un solo día sin pensar en lo que hice... en lo que dejé que otros hicieran. En la responsabilidad que cargo por mis errores. Y esas pastillas... me inhiben el pensamiento. Son como una niebla gruesa que traga mis memorias, que envuelve a mi pasado y lo oculta de mí, al menos por un par de horas.

—Pero te hacen más daño que bien. Tú no lo percibes, pero nosotros sí —Theodore tragó en seco, apoyó sus manos en su cadera y miró a un lado. Eso no detuvo a Jane, quién siguió hablando:— A veces es como si ni siquiera estuvieras presente en nuestras conversaciones. Como si apenas fueras una carcasa vacía, hueca... Tus ojos me miran, pero no me ven...

—Eso no es cierto.

—Sé de lo que hablo y sé que tú también. Así que no intentes negarlo. Es como si toda tu personalidad, todo tu carácter, se durmiera. Y el brillo en tus ojos se desvanece —ella se levantó, se le acercó y lo tomó de la mano—. Esa medicación no solo te nubla las memorias, Theo... Te esconde, por completo... y yo te quiero ver. Más que nada, te quiero ver. Porque me asusta, mirar adelante y solo hallar a un cuerpo, no a tu alma.

—Pues no sé qué quieres que haga —la voz del periodista se partió:— No puedo parar de tomarlas. Mi rodilla...

—No es el problema principal ahora. Si lo fuera, apenas tomarías algunas cuando sintieras dolor. Pero las consumes como si fueran agua y como si tu sed fuera insaciable. Las abusas, más bien. Eso no es sano. Sin hablar de lo mucho que has estado bebiendo desde el funeral...

—Siempre he bebido.

—No tanto como ahora. Helen no habría golpeado mi puerta para pedir que hablara contigo al respecto antes, si ese fuera el caso.

Theodore sacudió su cabeza y se calló, sabiendo que contestarle cualquier cosa sería inútil. No podía refutar lo que él mismo ya sabía: se estaba excediendo.

—Extraño a mis hijas —ni él supo explicar el motivo de su repentina confesión. Apenas sabía que debía admitir lo que era obvio, en vez de negarlo—. Extraño a Lenny... a Carol... y lamento no haberlas amado más. Abrazado una última vez. Pedido disculpas por mis estupideces, una última vez...

Jane cerró los ojos por un momento, para evitar unirse a su lloradera. Sin mirarlo, lo jaló a un abrazo que ambos necesitaban y volvió a hacer con que se sentara en el sofá. Sabía que pronto, no tendría la energía para mantenerse de pie y ella no lograría cargarlo. Lo sostuvo hasta que él se quedara dormido en su pecho, con la cabeza apoyada sobre su hombro.

Sin valor para despertarlo, lo acomodó en el sillón, puso una almohada bajo su cabeza y lo cubrió con una cobija. Sabía que debía hacerlo, porque su familia se debería estar preguntando adónde él estaba a aquellas horas, pero mandarlo a casa cuando claramente se quería quedar era un error que no cometería de nuevo. Theodore era un hombre inteligente, encontraría una manera de excusar su desaparición.

Cuando él despertó —por cuenta propia— ya eran las once. Ella sabía que no se podría quedar ahí por más tiempo. Debía volver a casa antes del almuerzo, para evitar sospechas de parte de sus otros hijos y parientes.

—Puedes volver más tarde, si quieres.

—Lo pensaré —Theodore se frotó el rostro y se arrastró hacia la puerta, siguiendo los pasos de la señora Durand—. Jane...

—¿Sí?

—Antes que me vaya... —la miró a los ojos—. ¿Quién era el hombre que vi ayer, saliendo de aquí?

Ella sonrió.

—¿Piensas que tengo otro amante?

—No. Solo quiero saber —él fue rápido al contestar, pero no logró ocultar la incertidumbre detrás de su tono.

—Es mi hermano, Edward.

Los ojos del señor Gauvain se abrieron a su máxima capacidad.

—¿Hermano? No sabía que tenías un hermano.

—Bueno, medio hermano, si soy específica.

—Eso no clarifica nada. Creo que voy a tener que pasar un rato más aquí. Necesito una explicación y no me puedo ir con esa noticia en la mente, sin contexto alguno. Sabes que mi curiosidad no me lo permite.

Janeth se rio.

—Lo encontré por accidente, mientras escribía mi parte en tu nuevo libro. Me recordé de algo que mi tío me dijo, años atrás; mi padre, antes de conocer a mi madre, había tenido un hijo. Pero no se casó en ese entonces, por razones que no tengo del todo claras. La mujer falleció en el parto, lamentablemente, y él no tenía las condiciones para criar al bebé solo, así que se lo entregó a mi otro tío, que sí era casado, Gastón... De ahí, fui jalando el hilo de la historia hasta que encontré a mi medio hermano perdido, Edward. El hombre que viste ayer por la noche —ella vio a Theodore respirar hondo, aliviado, pero no comentó nada al respecto—. Él vive en las afueras de Merchant, cerca de Bachram. Cría ovejas y vacas. Es un sujeto sencillo, humilde, pero muy amable. No sé si es porque somos todo lo que resta de nuestra familia y quiere que nos llevemos bien, o si solo es así por serlo... pero parece ser una buena persona. Y con todo mi corazón espero estar en lo correcto. Saber que no estoy sola es muy reconfortante, e importante para mí.

—Te entiendo... —el periodista cruzó sus brazos—. Yo y Bernie también somos casi todo lo que resta de nuestra familia... pero, en fin, esto no es sobre mí. Estoy feliz que lo hayas encontrado. Y mis esperanzas se encuentran con las tuyas; ojalá sea un buen hombre.

Jane le sonrió, rodeó su cintura con sus manos y le dio un abrazo apretado, antes de besar el costado de su cabeza como gesto de despedida.

—Te amo, Theodore. Y no te cambiaría por nadie. Nunca te olvides de eso.

—También te amo —él contestó e inhaló su perfume, al que tanto había extrañado—. De verdad lo siento... por todo.

—Lo sé. Yo también —ella se apartó unos centímetros, para verlo mejor—. ¿Te veo más tarde?

Él lo pensó por un instante.

—Depende... ¿Te puedo llevar a conocer un lugar muy especial para mí? Quisiera ir contigo ahora, pero es muy probable que alguien nos vea...

—Llévame.

—¿Ni vas a preguntar adónde vamos? —el periodista sonrió con timidez.

—Confío en tu juicio. No me decepciones.

Era evidente que Jane no hablaba apenas de sus planes para la noche. Pero, de todas formas, Theodore concordó. No la decepcionaría. No otra vez.

—Te veo más tarde.

—Cuídate.


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Al llegar a la puerta de su casa, Theodore se frotó el rostro y soltó un exhalo largo. Estaba agotado, pero pensar en todo lo que había visto, escuchado y sentido durante las últimas veinticuatro horas mientras caminaba ahí, solo lo dejó aún más exhausto. 

Su hermano, engañando a Régine. Lawrence, besándose con uno de sus amigos en la cima de un bar. El hermano de Janeth dejando su casa. La noticia de que Helen la visitó, en el día siguiente a su discusión... Y claro, su propio derrumbe ante su amante aquella mañana, y su llanto interminable.

Demasiado había pasado, en poquísimo tiempo. Y él no lograba procesarlo todo a la vez. Tal vez era porque estaba físicamente fatigado. Su siesta en el porche no le había hecho ningún favor, solo lo había dejado más adolorido y drenado de energía. O tal vez, su letargo mental se debía al hecho indiscutible que la vida no le daba un descanso últimamente. Era problema, tras problema, tras problema... Y él ya no sabía cómo resolverlos a todos. 

Cuando entró a la sala, escuchó voces viniendo desde el comedor. Su familia ya estaba desayunando.

Con cuidado para no ser visto, se deslizó tal lagartija hacia las escaleras y subió a su habitación. Se cambió de ropa, pasó al baño para remover la cera de su cabello reseco y bajó otra vez, fingiendo que nunca siquiera había dejado su hogar.

Al entrar al comedor, se felicitó mentalmente por haber logrado salirse con la suya. Pequeñas victorias, él suponía, eran mejores que grandes fracasos. Si alguno de sus hijos lo viera con su traje de anoche, él no hubiera sabido cómo explicarse y hacer con que sus argumentos sonaran razonables. De esta vez, se había zafado de su escrutinio.

—Buenos días —anunció su presencia, arrastrando sus pantuflas por el suelo y bostezando como si no hubiera visto su cama en semanas—. ¿Durmieron bien?

—De maravillas —Helen respondió, aliviada por su reaparición—. ¿Y tú?

—Ya tuve noches mejores —se sentó—. ¿Lawrence?

—¿Hm? —el joven, con los ojos rojizos y el rostro hinchado por el cansancio, levantó su mirada del trozo de pan que sostenía hacia su padre.

—¿Cómo fue la fiesta?

—Divertida.

—¿Conociste a muchas muchachas ayer?

—Helen...

Theodore intentó detener la pregunta para evitar atormentar al muchacho, pero su esposa, al no tener el mismo contexto que él, no comprendió sus motivos y siguió hablando:

—¿Qué? ¿Vas a fingir que no estás interesado, señor Gauvain?...

—Tengo una novia —Lawrence interrumpió a su madre, confundiendo a su padre en el proceso.

—¿Novia?

—La hermana menor de Emma, Judith. La estoy cortejando hace ya un tiempo. Bajo la supervisión del señor Hampton, claro.

Helen sonrió al punto de enseñar sus encías. Nicholas, siendo tan pequeño, miró a su madre con una expresión asombrada. Theodore frunció el ceño, sintió un peso caer sobre su estómago, y cierta angustia acomodarse sobre sus hombros.

¿Judith? Sí, ambos siempre habían sido buenos amigos, pero... Nunca lo había visto feliz junto a ella. Al menos no al punto de imaginarlos como una pareja. ¿Era esto algún acuerdo por conveniencia? ¿Se comprometerían como pareja para distraer a sus padres de los verdaderos amoríos que tenían?

Era un plan seguro, pero despreciable. El señor Gauvain lo conocía muy bien. Era el mismo que ahora tenía con Helen. Nada de amor, apenas amistad y un poco de camaradería. Nada de pasión, apenas tolerancia y respeto mutuo. Toda acción era mecánica. Toda decisión era estratégica. Toda declaración era lógica. Todo se encuadraba a los parámetros centenarios de la sociedad sobre el matrimonio, pero todo era falso, superficial. Una relación de humo y espejos.

No quería eso para Lawrence. Pero al parecer, de tal palo, tal astilla.

—¿Y qué piensas de una futura unión entre ambos? —Theodore indagó, más receloso que curioso.

—¿Unión?

—Boda.

El joven tragó en seco y su padre supo, por la ausencia de cualquier brillo en su mirada, que la idea no le atraía en lo más mínimo. Pero también dedujo, por la manera en la que su postura se enderezó y en la que los músculos en su mandíbula se tensaron, que ya había contemplado aquel tema por inúmeras noches de insomnio.

—Pues... sería una unión muy beneficiosa para nuestras familias.

—No fue eso lo que pregunté y lo sabes —el señor Gauvain frunció aún más el ceño—. ¿Qué sientes por la señorita Judith?

—Admiración por su inteligencia, aprecio por su belleza, y gusto por su carácter.

Aquellas eran palabras hermosas, pero ensayadas. Hasta Helen —quien en un inicio se encontraba interesada en la posibilidad del compromiso— se percató de ello.

—¿La amas? —fue el turno de la mujer de preguntar.

Lawrence, percibiendo el cambio de actitud de su madre, transformó su expresión insegura, amedrentada, en una frívola e insensible. Ninguno de sus guardianes logró reconocerlo en aquel momento.

—No —al menos fue sincero—. Pero soy el hijo más viejo de nuestra familia y es mi deber seguir con el linaje. Nada más justo que hacerlo con una amiga a la que estimo y que sé, será una buena compañera. Como dije, sería una unión beneficiosa. Los Hampton tienen estabilidad financiera, nosotros también. Judith no tiene ambiciones mayores que casarse, yo no tengo ambiciones mayores que ser el jefe de mi propio hogar. Además, somos cercanos a sus parientes y ella a los nuestros. Sería muy conveniente para nosotros estar juntos.

Theodore y su esposa se miraron, preocupados con la mentalidad del muchacho.

—No necesitas casarte por "mantener el linaje". No tienes por qué hacerlo. Jamás te forzaríamos a algo así.

—Laurie, tu padre tiene razón. Si no amas a esa chica, no necesitas...

—Ya lo he pensado —él insistió—. Y si el señor Hampton me da su permiso, así será. ¿Supongo que ustedes no se opondrían a ello?

—No —Helen contestó en voz baja, viendo como su esposo enrigidecía su semblante, cada vez más decepcionado.

—¡Pues yo sí me opongo!

—Lo esperaba —ella suspiró y se obligó a no girar los ojos.

—¡No puedes casarte con alguien a quien no amas!

—Lenny se casó por amor y terminó ahogada en el fondo de un lago.

—¡Lawrence! —Helen lo reprochó, pasmada por su atrevimiento.

Theodore cerró los ojos, llevó el dedo del medio a la frente, y como si tuviera una migraña infernal, se masajeó el entrecejo. El comentario de su hijo le había dolido, pero no lo afectó tanto como esperaba, por el simple hecho de que él reconocía su verdadero propósito: alejarlos del tema que estaban tratando.

Con un exhalo largo, se levantó de su silla. Aún sin mirar al muchacho, caminó hacia la puerta.

—A mi escritorio. Ahora.

—Pero papá...

—Ahora —se repitió, dejando claro apenas por su entonación que no lo haría otra vez.

Lawrence, sin otra opción a no ser concordar, también se alzó sobre sus pies, siguiéndolo al segundo piso de la casa. Al entrar al despacho de su progenitor, cerró la puerta despacio y se desplomó sobre la primera silla que encontró a su disposición.

—Lo siento... no debí haber mencionado a Eleonor.

—No te traje aquí por eso.

—¿No?

—No. Lo hice porque te vi en el bar, ayer por la noche —Theodore, parado a unos centímetros de la ventana, fingía mirar al jardín mientras hablaba. En verdad, solo quería ignorar la reacción del joven a su revelación—. Y vi lo que ocurrió entre tú y el hijo del señor Geyser.

Una risa nerviosa resonó por las paredes. Lawrence abrió la boca, pero no logró hablar. Y, a juzgar por los ruidos extraños que hizo, la razón era una sola: su garganta se había cerrado de un minuto a otro, impidiéndolo de emitir una sola palabra coherente.

—No s-sé de lo que hablas —logró murmurar, pero sus nervios lo delataron; mentía.

—Estaba bebiendo con tu tío, cuando te vi cruzando la planta baja del bar —el periodista comenzó su relato con una mentira básica, para protegerlo de cualquier cuestionamiento de su hijo—. Me dijiste que estarías junto a tus primos, así que me preocupé. Si me estabas engañando, era muy probable que estuvieras pensando en meterte en problemas. Y como sé que eres propenso a meter la pata y eres bastante travieso cuando quieres, me excusé para ir al baño y decidí seguirte... No quise invadir tu privacidad. Pero lo hice con buenas intenciones, lo aseguro.

—Papá...

—Los vi en el techo. Y los vi... besarse.

—Eso no es cierto. No hicimos nada así... ¡Me quedé en la casa del tío Bernie!...

—Lawrence —lo trató de calmar, manteniendo su voz nivelada, tranquila—. Sé lo que vi.

—No... ¡No! —el chico protestó—. ¡Te confundiste! ¡No soy pervertido!...

—Nunca dije que lo eres. Claro que no lo eres.

—Pues entonces...

—No estoy molesto. – Theodore al fin halló el coraje para voltearse y mirar a su hijo, que, al contrario de sí mismo, estaba pálido y en pánico—. No con respecto a esto, al menos. Sí me incomoda saber que quieres casarte con una muchacha a la que no amas, sabiendo que tu corazón ya es de alguien más. Eso me molesta, y mucho.

—Esto no puede estar pasando... —Lawrence ocultó su rostro tras sus manos, perdiendo lo que restaba de su compostura—. No puede... No...

—Laurie.

—No — lo cortó—.  Por favor, no le digas nada a mamá.

El desespero en la voz del joven hizo a Theodore suspirar y acercársele, con pasos lentos y deliberados. Se sentó en el borde de su escritorio, manteniendo la mirada fija en la silueta temblorosa a su frente.

— No le diré nada a nadie. No sin tu permiso. E insisto, no estoy molesto contigo por lo que pasó.

El muchacho levantó el mentón otra vez. Tal como su padre lo había supuesto, estaba llorando, sobrecargado por su miedo y sus nervios.

—¿No m-me echarás de casa?

—Eso nunca cruzó por mi cabeza. No —el periodista contestó, un poco entristecido por la teoría—. Hagas lo que hagas, sigues siendo mi hijo. Nunca te trataría así.

—¿Estás decepcionado entonces?

—Como dije, por lo que Judith sí. Por lo demás... No.

—¿Por qué? Deberías estarlo. Deberías estar gritándome para que deje esta casa aquí y ahora. Cualquier otro padre lo haría. El tío Bernie lo haría...

—No soy Bernard. Ni cualquier otro hombre de este puerto. Tampoco quiero serlo. Además, ¿tú y Maurice? No es lo peor que he visto en todos mis años de vida. Sobreviví a una guerra. Vi a mi padre maltratar a mi madre. Lo vi muerto. Atravesé por varias epidemias. Soporté al hambre, al frío. Experimenté cosas que nadie debería experimentar, a una edad mucho menor a la tuya. Todo esto sí fue aterrador. El odio y el desprecio que un ser humano puede tener por otro, eso sí es reprochable y me disgusta... Pero, ¿amor? ¿Amistad? ¿Lo que sea que exista entre ustedes?  —sacudió la cabeza e hizo un gesto con las manos para enseñar lo poco que aquello le importaba—. Me da lo mismo. Sin mencionar el hecho de que conozco a parejas del mismo sexo en la comunidad Onasina; para ellos eso no es una raridad... Y para mí tampoco. Lo único que te pido, tan solo para que seas feliz, es que tengas cuidado con tu afecto. O mejor, déjame refrasear eso: ten cuidado con el lugar dónde decidas demostrar tu afecto. Lamentablemente, hay cosas que es mejor ocultar de la sociedad. Si quieres vivir una vida larga, sana y próspera, no llames la atención de nadie. No quieres recibir el desprecio de desconocidos gratuitamente, así como no quieres ir a prisión por amar a quién sea que ames.

—No lo haré —Lawrence concordó, con voz trémula y baja—. No de nuevo. Tendré cuidado.

Ante el cargado silencio que siguió sus palabras, el señor Gauvain giró sus ojos hacia el cuero brilloso de sus zapatos y los inspeccionó, mientras pensaba.

—¿Sabes lo que significa la palabra Liaison?

La pregunta tomó a su hijo desprevenido.

—Tiene algo que ver con el adulterio, ¿no?

—Dependiendo del contexto, sí. "Relación íntima" sería la mejor descripción. Pero también he visto ese término en algunos libros de fonética. Es cuando entre una palabra que termina con una vocal, y otra que también empieza con vocal, el hablante inserta a una letra consonante "fantasma", para así enlazarlas y que suenen bien en una oración. El primer ejemplo que vi y que hasta hoy ha permanecido conmigo es "Les amoureux"; los enamorados. ¿Notas como el artículo "Les" por sí solo se pronuncia "Lé"? Pero al juntarlo con "Amoureux" suena como "Lez"...

—¿Sí, y?

—Bueno... Fue ahí que entendí lo que realmente significa la palabra Liaison, cuando a un caso extraconyugal se concierne. Lo que todo el mundo ve, son a las palabras aisladas. Pero esa consonante fantasma, que hace a esa oración ser agradable al oído y fácil de leer... Esa letra que en realidad no debería estar ahí, pero que lo está... es ignorada por todos. No es escrita oficialmente. No es reconocida como parte tangible del lenguaje... Ese Liaison, representa la figura de un amante en un matrimonio. Una persona que hace a todo encajar, que todo sea más suave, más fluido, más bello, pero que jamás será vista por nadie...Que no debe ser vista por nadie. Porque si es evidenciada, si es descubierta, será acusada de ser un equívoco. De ser inconveniente. Será percibida como un error —genuinamente inquieto por el tema, él se forzó a detener su discurso y respirar hondo—. Así que, si no quieres que todos te condenen, si no quieres que la sociedad venga con una goma en la mano y borre a tu Liaison del libro de tu vida, jamás la expongas. No dejes que nadie sepa de su existencia. Apréciala por lo que es, por lo mucho que facilita tu existir en sí, por cómo hace que tu hablar sea más libre, más reluciente... Pero no te atrevas a discutirla en público, jamás. Mantenla en secreto, para tu bien y el bien de ella... O, en tu caso, de él. ¿Me entiendes?

—Sí... Y nadie sabrá que existe —Lawrence le prometió, pese a su atribulación—. Por eso mismo me casaré con Judith. Para que no haya sospechas.

Theodore bufó como un caballo cansado y se masajeó el rostro.

—Sé que no te haré cambiar de opinión a este punto, pero... ¿De verdad estás seguro de que estarás cómodo junto a ella? No me incomodaría, ni a tu madre, que decidieras pasar el resto de tu vida siendo soltero.

—Si ella me acepta como su esposo, eso seré.

Hubo una pausa en su diálogo, en la que el periodista se rindió definitivamente en hacerlo razonar.

—Les doy mi bendición entonces. Siempre y cuando recuerdes...

—Debo ocultar mi Liaison, lo sé.


---


Después de descansar un poco y revolver las legumbres de su almuerzo para fingir que había comido algo, el señor Gauvain se excusó de su familia para ir a sentarse afuera, en su mecedora. Su ausencia llamó la atención de Helen, quién —a los treinta minutos de su desaparición— se sumó a su quieta meditación, sentándose en un taburete que había traído de adentro.

—¿Qué te pasa?

—¿Hm? —él volteó su cabeza hacia ella.

—Solo vienes a sentarte aquí a solas cuando algo está pesando tu mente. Así que dime, ¿qué te perturba?

Theodore sonrió, apreciando su observación. Pero la mueca no duró mucho. No cuando se acordó de lo que había visto en la madrugada.

—Lo confirmé. Bernard está engañando a Régine de nuevo.

Los ojos de su esposa se abrieron como los de un venado.

—¿Lo viste?

—Sí. Él y una mujer que no conozco, cerca del lago Colburgue.

—Pero, ¿estás seguro?...

—Lo vi y escuché todo —él hizo una mueca asqueada—. Lo estoy.

—Por Dios... —ella se rio, más por su sorpresa que por hallar el escándalo divertido—. Pero... ¿Cerca del lago? ¿Entre los árboles? ¡¿En este frío?!

—¿Esa es tu mayor preocupación?

—Bueno, no es el lugar más cómodo, ¿no? Además, alguien los podría haber visto ahí... ¡Alguien, tú, los vio ahí!

—En eso concordamos; él está jugando con fuego. Hay una diferencia entre un manoseo en público y... lo que él estaba haciendo.

Helen alzó una ceja curiosa.

—¿Cuán explicito?...

Theodore se inclinó a un lado y bajó su voz para responder:

—Literalmente vi su vagina. No quería, pero... estaba ahí.

—No... —la señora Gauvain se rio de nuevo, cubriendo su boca con la palma de su mano—. Quisiera decir que me siento mal por Régine, pero está haciendo lo mismo.

—Pues yo sí me siento mal por ella. Porque al menos mantiene su discreción. Lo que Bernard hizo es irresponsable, peligroso y repugnante. ¿Acaso no piensa en lo que les pasará a sus hijos si a él lo descubren?

—No lo sé. Al parecer, no —Helen apartó un mechón de su rostro—. Y...

—¿Hm?

—Al final, ¿conversaste con Janeth?

La pregunta —y el cambio de tema que presentaba— serenó la irritabilidad del periodista.

—Lo hice. Y tú también, por lo que ella me contó.

—Perdóname por entrometerme en tus asuntos, pero estaba, estoy, preocupada.

—No tienes porqué disculparte. No hiciste nada mal. Soy yo el que tiene que pedirte perdón —admitió, apartando su mirada al jardín. Estaba nervioso y mantener sus ojos conectados a los de ella solo empeoraría su angustia—. Ustedes tienen razón. He estado algo perdido... haciendo cosas que no debería, bebiendo en momentos inoportunos, actuando como un patán... no he sido un buen compañero. Para ninguna de las dos.

—No te culpo por tu comportamiento —su esposa contestó, mucho más tranquila y equilibrada de lo que él esperaba—. La muerte de Eleonor fue un golpe duro para todos, pero especialmente para ti. Ustedes eran muy unidos... y nuestra hija te adoraba, Theo.

—Y aun así le fallé.

—Pero no lo hiciste por falta de amor. Por lo contrario, todos tus errores son explicados por el amor que le sentías.

—La intención no cambia el efecto. Y sé que ella murió odiándome.

—Eso no es cierto.

—Helen...

—Antes de ir a conversar contigo ese último viernes, ella charló conmigo.

Aquella información nueva logró capturar el interés del señor Gauvain otra vez.

—¿Qué?

—Me pidió mi consejo sobre cómo debería acercarse a ti de nuevo. No quería una nueva pelea. Solo quería que la escucharas y que a cambio pudiera oírte también. Así que yo le dije que te fuera a ver al trabajo. No sé qué impresión su visita te habrá dejado para que te hayas convencido de semejante mentira, pero ella te amaba Ted. Te extrañaba. Y solo quería pedirte disculpas por todo lo que dijo el día de nuestra pelea, porque sabía que te hirió.

Él sacudió la cabeza y sus ojos se pusieron acuosos. Sus labios se partieron y temblaron, pero ninguna palabra los atravesó. Helen, viendo como la tormenta de emociones en su mirada se volvía más y más violenta, tomó una de sus manos y la envolvió con sus palmas. El aliento de Theodore fue de sereno a jadeante. Algo se desplomó al fondo de su pecho y estremeció sus interiores, dejándolo simultáneamente sobresaltado y paralizado, incapaz de saber cómo reaccionar a la revelación.

Ahora entendía el porqué de la aparición calculada de Eleonor; el porqué de su tranquilidad y su actitud regia. Todo había sido planeado y ensayado con su madre.

—Entonces... ella...

—¿De verdad crees que por una pelea dejó de amarte?

—No lo sé... La última vez que nos vimos actuó de manera tan fría, tan molesta, que no puedo evitar pensar que se sentía asqueada por mí. Por mis acciones, por mis sentimientos... —cerró sus párpados y los masajeó—. Si pudiera volver atrás...

—Lenny te amaba, Theo. Que no entendiera tus motivaciones, que se sintiera resentida por la historia falsa que nosotros le contamos, es justo, pero es algo completamente distinto a odiarte. Estaba confundida, herida, pero te lo aseguro, jamás dejó de amarte. Nunca.

Ante su inquieto silencio y su falta de reacción, Helen se le acercó y lo abrazó. Él, aunque tomado por sorpresa, la abrazó de vuelta. No era el único afligido por su luto y no quería comportarse como si lo fuera —pese a reconocer que era justamente lo que había estado haciendo, por semana—.

Quería creer en lo que su esposa le decía. Quería aferrarse a la posibilidad de que sus palabras fueran valiosas y reales. Pero una voz siniestra ya resonaba por sus oídos desde el funeral, y le afirmaba a cada momento lo contrario; Eleonor, sin lugar a duda, lo detestaba. Ella y Charles habían muerto sintiendo nada más que odio y desprecio por su persona. Al final, los Fouché estaban vivos y desde el accidente con suerte se dignaban a mirarlo. Una familia entera, que a pocos meses atrás había sido tan cercana a la suya, en el presente lo percibía como el demonio más vicioso y cruel de la tierra. Si ellos se sentían tan afectados y molestos con su presencia, ¿Cómo se habría sentido la pareja?

Cuanto más meditaba al respecto, más melancólico su estado de ánimo se volvía. Y aunque no deseara volver a llorar, hacerlo era inevitable, pues la fuente de su pesar era abundante y sus lágrimas, infinitas. Además, su sufrimiento y su duelo eran atemporales. El paso de las décadas no suavizaría la aspereza de sus recuerdos y de sus arrepentimientos. Su amor por Eleonor sería eterno, así como el disgusto de ella a con él. Esta era su condena.


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Theodore salió de su casa con la mente todavía dando vueltas. El frasco de pastillas que había recogido de su velador pesaba como un yunque en el bolsillo de su abrigo. Su mano jugaba con el vidrio mientras su consciencia le rogaba que no lo destapara, que no se entregara de brazos abiertos a la dulce insensibilidad que la medicación le ofrecía.

No podría ir intoxicado a encontrarse con Janeth, ya había aprendido aquella lección.

—Después —se prometió, cubriendo su cabeza con su sombrero.

Después se dormiría sin soñar. Después se permitiría no moverse por nada, ni nadie. Después dejaría que cualquier pasión interior se muriera. Ahora tenía que concentrarse en sus obligaciones. El placer de ignorar al mundo vendría más tarde.

Llegó a la residencia Durand y soltó el frasco, levantando su mano para golpear la puerta. Janeth le abrió al instante; lo había estado esperando en el sofá, escribiendo. El manuscrito del libro nuevo que publicarían juntos estaba divido en varias pilas, dispuesto por varios lados de la sala. Ella seguramente los había estado revisando durante la tarde.

—Perdón por el desastre...

—No te disculpes por trabajar —él le sonrió y caminó a la chimenea, a calentarse las manos—. ¿Estás lista para salir?

—Sí... solo déjame ir a ponerme mis zapatos.

En unos tres minutos, ella regresó. Theodore se había movido al sofá, y se encontraba leyendo los nuevos parágrafos redactados por Jane.

—¿Y? ¿Qué piensas?

—Estás hablando de tu infancia con tanta sinceridad... —dejó las hojas a un lado y se levantó—.  Te admiro por ello. Sé que no es un tema fácil para ti de explorar.

—A decir verdad, escribir sobre lo que viví me está resultando mucho más fácil de lo que creí... siento que todo el peso que cargaba conmigo se está traspasando a esas páginas. Es como si estuviera más liviana.

—Pues en ese caso, es un alivio que así sea. Mereces ser feliz.

—Y tú también, Theo.

Otra vez aquel día, él se negó a creer en la opinión ajena. Janeth había sufrido por culpa del destino y del mundo. Había perdido a su hija por una enfermedad incurable. Su caso era completamente distinto al suyo. Él lo había arruinado todo con sus propias decisiones y palabras. Había alejado a Eleonor y Charles de sí por cuenta propia. No merecía más que desprecio.

—Creo que es mejor si nos vamos de aquí ahora... No quiero estar mucho fuera de la seguridad de estas paredes —él caminó hacia la puerta y la abrió.

—Pero si aún ni me has dicho a dónde vamos.

Theodore detuvo sus pasos, dio media vuelta y la miró.

—Vamos al cementerio. Quiero que conozcas a mi hija.

El patio santo de la Iglesia de Saint Walburga por la noche era aterrador. Frío, rodeado por plantas secas, algunos mendigos y lleno de estatuas fúnebres, no invitaba la presencia de ningún peatón. O sea que aquel era el momento perfecto para que el señor Gauvain y la señora Durand fueran a visitarlo.

La tumba de Charles y Eleonor estaba ubicada cerca de un sauce llorón de mediano tamaño, en el extremo izquierdo del terreno. Al derecho, había más tumbas y algunos árboles de castaño. Ambos compartían el mismo lote y sus ataúdes se hallaban enterrados lado a lado. La cantidad exorbitante de flores, velas derretidas, cartas y dibujos escondían sus nombres tallados en la lápida, pero al menos evidenciaban el amor que todos sus parientes y amigos sentían por los dos.

Theodore se sentó en el suelo, frente a las ofrendas, y le hizo una seña a Jane para que también se acomodara.

—Lo siento por no haber podido venir con tu madre el otro día, Lenny... —él murmuró, bajando su mirada hacia las letras en la piedra—. Pero traje alguien muy especial conmigo hoy. Alguien que me hubiera encantado presentar en vida, porque sé que se hubieran llevado muy bien...  —una de sus manos buscó la de su acompañante—. Con todo respeto a tu madre, he aquí el amor de mi vida... Una mujer que ya sufrió demasiado por mis errores y que, pese a todo, se ha mantenido firme a mi lado. Que me ha perdonado una y otra vez por ellos. Que me ha enseñado a ser mejor persona. Que merece todo el respeto y admiración que el mundo no le da... que muchas veces yo no le doy.

—Theo... —la voz débil de la misma lo detuvo e hizo que se volteara a encararla. Jane estaba tocada por su pequeño discurso. Enamorada por su genuinidad y vulnerabilidad—. Nadie me respeta y me quiere más que tú. No te desprecies tanto. Detesto verte tan triste y afligido por tu propia existencia...

—¿Ves, Lenny? —él sintió el sabor salado de sus lágrimas en sus labios—. ¿Es o no es maravillosa? —alcanzó a preguntar, antes de bajar el mentón y dejar que su cuerpo fuera poseído por los temblores de su angustia.

La editora se le acercó y masajeó su espalda, mientras observaba las pequeñas fotografías incrustadas en la lápida. Más que servir como decoraciones, dejaban en evidencia cuan joven la pareja era al fallecer. Le resultó imposible mirarlas y no sentirse profundamente entristecida por ambos. Merecían mucho más tiempo en la tierra de lo que tuvieron.

—Su padre siempre me habló mucho sobre usted, señorita Eleonor. El orgullo que le tiene es eterno —ella se vio inclinada a decir, ante el tormentoso silencio de su amante—. Y le aseguro que la amaba mucho. Que lo hará para siempre.

—Siempre —el periodista repitió y arrastró una de sus manos sobre la tumba, como si intentara sentir la presencia de su hija en la fría losa.

El gesto rompió el corazón de Janeth. Verlo curvarse ante el mármol y la tierra, palmeándolos en busca de una calidez inexistente, de un reconforto fantasma, tensó sus cuerdas vocales al máximo, enredó sus intestinos en infinitos nudos, llenó sus pulmones de brea. Fue una experiencia sumamente desagradable, que la hizo al fin comprender el real tamaño de su dolor.

Aquel era un hombre que lo había perdido casi todo. Un hombre que la vida había empujado al borde del precipicio y que ahora no lograba decidir si saltar o no. Un alma herida, derrotada, que requería compasión y necesitaba de apoyo.

Y quería dárselo, de verdad lo hacía. Quería quedarse a su lado y sostenerlo hasta que el sol naciera y las tinieblas en su cabeza se disiparan. Deseaba más que nada estirar sus dedos al centro de su mente y remover, uno por uno, los pensamientos nefastos que lo mantenían despierto por las noches, e inquieto durante el día.

El gran problema que tenía era que no podía ofrecerle su ayuda por mucho tiempo. Como su amante, las horas que ambos compartían eran pocas y las oportunidades de verse, limitadas. Él tendría que volver a casa en algún momento, a estar lejos de su amor y entendimiento.

Además, estaba la promesa que le había hecho a su hermano. Aún no se lo había contado a Theodore, pero Edward la había invitado a visitar a su hogar en las afueras de Merchant, durante el próximo fin de semana.

Saldría del puerto el 08 de septiembre —jueves— y volvería el 16 —el próximo viernes—. Aunque la separación parecía ser corta, en aquel preciso momento, no era ideal para ellos. Ocho días lejos de Janeth dejarían al periodista loco. Esto hasta ella lo reconocía.

Por eso mismo, decidió no compartirle la verdad aquella noche. Él ya se hallaba demasiado frágil y vulnerable como para ser golpeado por una noticia tan irritante.

Se lo diría durante la semana, entre las seguras cuatro paredes de su sala. No en aquel triste y oscuro cementerio, bajo un cielo negro y sin estrellas.


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