𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟷𝟽

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Merchant, 06 de septiembre de 1892

La primera vez que el señor Gauvain probó el medicamento recomendado por su médico, estaba sentado en su escritorio, en casa, con la puerta de la habitación cerrada y nadie a su lado para acompañarlo. Había desechado sus antiguas pastillas por la mañana, determinado a no volver a ingerirlas nunca más. Mal sabía que apenas intercambiaba un cuchillo por una espada.

Los primeros síntomas que comenzó a percibir luego de inyectarse la droga fueron los que su doctor le había advertido: insensibilidad en el área de la punción, aumento de su energía, mejora de su disposición y reducción del dolor que sentía.

Luego, prosiguieron los efectos que no se había esperado. Su corazón golpeando como si estuviera infartando. Su percepción del mundo volviéndose más afilada. Sus sentidos agudizándose. Una felicidad y vigor que no había sentido en meses tomando control sobre su espíritu.

El éxtasis fue tal que hasta se sintió motivado a dejar su hogar, ir a un bar y divertirse. Entendió de pronto porqué su médico se había referido a la sustancia como "milagrosa". De un minuto a otro, su extrema melancolía había desaparecido. Y si bien su ansiedad había aumentado, no era nada que no pudiera manejar. Su angustia era ínfima, comparada a su fantástica euforia.

Guardó la jeringa que había usado y los frascos con la cocaína líquida que había comprado en el segundo cajón de su escritorio. Tan solo notó lo temblorosas que sus manos se habían vuelto cuando intentó pasarle llave al cerrojo. No se dejó asustar por ello, sin embargo. Se levantó y con pasos rápidos salió de su despacho, bajó al primer piso y caminó hacia la puerta principal, sin pensarlo demasiado. Mientras se vestía con su abrigo, notó la presencia de Helen a su frente, encarándolo con confusión. Aún era demasiado temprano para que dejara su hogar y ambos lo sabían.

—¿Adónde vas?

—A la farmacia.

—¿A esta hora?

—Sí... se me olvidó comprar la medicación nueva que mi doctor me recomendó —dijo, con una sonrisa inquietante. No mentía, realmente iría a comprar más ampollas de cocaína, para tener un stock considerable a su disposición a cualquier hora del día—. Voy y vuelvo.

—¿No quieres que te acompañe?

—No, no... el sol ya está bajando y la calle se pone muy peligrosa. Juro que ya regreso.

Ella, sin otra opción a no ser concordar con lo que él decidía, asintió. Eso sí, antes de que saltara puerta, le preguntó algo:

—¿Y cómo se llama esa medicación nueva que vas a probar?

—Eh... —su esposo se balanceó de un lado a otro, impaciente—. Coca. Así se llama. ¿Puedo irme ahora?

Helen, pese a reconocer que su apuro era algo inusual, no consideró su agitación como algo extraordinario. Al menos, no en aquel momento. Empujando sus dudas sobre su repentina partida a un lado, relajó la postura y exhaló:

—Sí, sí... puedes irte. Solo vuelve luego, no quiero que te pierdas la cena...

Él le dio la espalda antes mismo de que ella terminara de hablar. No quería perder tiempo; la farmacia cerraría en breve. Al llegar ahí, no necesitó entregar cualquier tipo de prescripción para obtener lo que tanto quería. En su época, tenía pleno poder de comprar lo que sea que se le diera la gana, fuera esto arsénico, opio, bismuto, sales misteriosas o una simple aspirina. Bajo la ilusión de que la ciencia lo sabía todo y que la medicina había alcanzado la cumbre de su avance y conocimiento, cualquier pueblerino podría envenenarse e intoxicarse a su manera, teniendo el dinero apropiado para ello.

Y a Theodore, la fortuna no le faltaba.

Lamentablemente.


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