𝙲𝚊𝚙í𝚝𝚞𝚕𝚘 𝟺𝟾

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Merchant, 05 noviembre de 1900

Tal como Theodore lo había predicho, la declaración de la Ley de Pureza de Medicamentos terminó siendo un desastre. Centenas de personas salieron a las calles a protestar, una nueva ola de violencia se desató en el puerto, la Guerra de Pandillas retomó su rumbo y sin a un Frankie Laguna que pusiera todo en orden, la ciudad se convirtió en un verdadero infierno.

El periodista aprovechó a este turbulento período en la historia de Merchant para sacar a los quioscos de prensa algunos de sus reportajes y artículos más controversiales hasta la fecha. Los aires revolucionarios lo inspiraron y el apoyo del gobierno local lo motivó; comenzó a atacar directamente a Las Oficinas, en vez de quejarse de la Casa de Gobierno. En otras palabras: se radicalizó.

Sus sobrinos, Herbert y Harold, también se lucieron con sus propios textos y sus propias columnas de opinión —y si antes lo había pensado, ahora no tenía dudas al respecto, la Gaceta sería heredada por ambos—.

Por el lado familiar, las cosas seguían iguales. Lawrence se veía deprimido, atascado en su matrimonio de apariencias. Nicholas no despegaba sus ojos de sus libros, aunque el mundo se estuviera acabando. Helen se enamoraba cada día más del Doctor Allix y detestaba a Régine con el doble de fuerzas. la ausencia de Eleonor aún les dolía a todos. Janeth todavía tendía a trabajar en exceso y no cuidarse tanto como debía —aunque había vuelto a comer lo mínimo necesario para vivir, lo que era un alivio—. En resumen: hasta ahora todo estaba tranquilo.

Pero Theodore aún tenía algo que resolver, en nombre de esta última mujer. Tenía que contactar a su hermano, Edward, y tener una charla sincera con él. Había ciertas cosas que ese hombre necesitaba oír, antes de rehusarse a volver a ver a Janeth por el resto de su vida.

Por eso, decidió irse de viaje, por un día.


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Bachram

El poblado de Bachram, como ya se ha dicho antes, quedaba bien cerca de Hurepoix. La diferencia era que el primero era más grande e industrializado que el segundo, y que los turistas tendían a preferirlo por las comodidades que ofrecía.

El señor Gauvain había visto el desarrollo de esta pequeña urbe de cerca. La había conocido cuando aún era una villa pintoresca y acompañado su crecimiento hasta el pueblo acomodado que era hoy. Era amigo de muchos de sus habitantes por sus frecuentes excursiones y por ello, logró ubicar al hermano de Janeth sin tener que preguntarle a ella nada sobre el individuo.

Apenas mencionó el nombre Edward Grant, su ocupación como granjero y ganadero, y halló su residencia en menos de media hora.

Golpeó la puerta. Se ajustó el sombrero que lleva en la cabeza y tragó en seco. Una mujer le abrió: la esposa del hombre que había venido a buscar.

—Buenos días. ¿Qué desea?

—Buenos días. Soy Theodore Gauvain, dueño y periodista principal de la Gaceta Diaria, y amigo personal de la señora Janeth Durand. Me gustaría hablar con su hermano, el señor Grant.

—Ah, usted es amigo de esa inmunda.

La expresión amable del periodista se desvaneció.

—¿Está el señor Grant?

—No. Ahora váyase de aquí —la mujer le quiso cerrar la puerta. Él metió su mano de gigante en la madera y la impidió de hacerlo.

—No hasta charlar con el señor Grant.

—i marido no tiene nada que decirle.

—Por favor, señora...

—¡VÁYASE!

Su grito alertó a su esposo, quien estaba ocupado en el establo, esquilando sus ovejas. Él llegó allí corriendo, todavía sujetando las cuchillas de hoja empleada para la tarea.

—¿Qué sucede aquí?

—Buenos días, señor Grant. Es con usted mismo que debo charlar.

—¿Y usted quién es?

—Theodore Gauvain...

—¿El dueño de la Gaceta Dorada? —la ira del granjero se deshizo—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Está Janeth bien?

Theodore frunció el ceño, de pronto confundido. En segundos, su cerebro juntó las piezas de ese extraño rompecabezas. Edward había invitado a Janeth a pasar la navidad juntos, solo para escribirle una carta ofendiéndola y denigrándola, como si jamás le hubiera sentido cariño alguno. Eso era extraño. Pero más extraño era que ahora, confrontado con la visita del periodista, él se viera genuinamente preocupado con el bienestar de su hermana, y que su mujer —con una expresión airada y desconcertada— estuviera intentando impedir que ambos hombres charlaran.

Esto solo podía deberse a un particular motivo: no había sido Edward el autor de la carta, sino ella.

—Janeth no logra comer nada más que avena y arroz sin vomitar a días, no pasa más de cuatro horas lejos de su cama y se niega a salir de su casa —Theodore miró a la señora Grant mientras decía estas cosas, redirigiendo toda la decepción y rabia que sentía por la situación hacia ella—.  Todo por una carta que uno de ustedes le envió, que injurió tanto a ella como a su querida hija, Caroline; que en paz descanse.

—¿Carta? ¿Qué carta?

—¡Este hombre está loco, Eddy! ¡No lo escuches!...

El señor Gauvain sacó el sobre que había robado de la residencia Durand y se lo ofreció al granjero. Él usó sus cuchillas para abrir el sello, y luego las puso sobre una paca de heno cercana. Mientras lo hacía, su esposa corrió hacia él. Claramente alterada y nerviosa, ella intentó detener su lectura. Pero Edward la empujó atrás, sin incomodarse por su berrinche, y siguió deslizando sus ojos por la hoja.

—¿Cuándo recibió Jane esto?

—El 05 de septiembre. Un mes atrás. Quise venir aquí antes, a charlar con usted, pero estuve ocupado...

—Yo no escribí estoy —el granjero evidenció lo obvio—. Pero tú.. —miró a su esposa—. Tú lo hiciste... 

—Solo dije la verdad.

—¡La llamaste de puta sucia!... ¡A mi hermana!

—¡Pero eso es!

—¡No tienes idea de lo que dices! ¡No sabes la mitad de las cosas por las que ella ha pasado!

—¡¿Y tú sí?!

—¡Sí! ¡Porque al contrario de ti, me tomé mi tiempo en descubrir quién ella era, antes de ser tan cruel e insensible!

—Espera... ¿sabes la verdad sobre su pasado? —Theodore indagó, aún más confundido.

—¡Claro que sí! ¡Lo primero que hice cuando ella me contó que era una escritora fue leerme sus libros! ¡Y que haya cambiado su nombre por uno ficticio no me impidió de ver que estaba hablando sobre su vida en ellos!

—¡¿O sea que lo sabías y seguiste involucrándote con esa escoria?!...

—¡No te atrevas a insultarla frente a mí, Anna! —él la cortó, molesto—. ¡Ahora regresa a la casa!

—¡Pero Edward...!

—¡A LA CASA! —gritó el hombre, a cada segundo más enrojecido y estresado—. ¡Hablaremos más tarde! —la señora Grant, aunque contrariada, se calló e hizo lo que se le era demandado. Su marido, respirando hondo para no perder el resto de paciencia que le quedaba, extendió su mano hacia Theodore y le devolvió el mensaje que acababa de leer—. Usted debería haber venido aquí antes.

—Lo hubiera hecho, si pudiera. Pero tenía que asegurarme de que su hermana estuviera un poco más estable mentalmente antes de hacerlo. Al menos ahora logra comer algo. Antes, hasta tragar un poco de agua le costaba. Su corazón partido le quitó el apetito.

Edward respiró hondo. Masajeó su rostro, antes de deslizar sus dedos hacia su cuello y cruzarlos detrás de él. Se veía bastante agobiado.

—Tengo que ir a verla, en persona, pero ahora no tengo las condiciones para ello. Debo terminar de esquilar a mis ovejas y vender la lana... Mi familia depende de ese dinero —suspiró—. Creo que puedo aparecerme por allá después del día diez. Hasta entonces, hágame un gran favor, señor Gauvain. Dígale a Janeth que esta carta no es de mi autoría. Que yo jamás me dirigiría a ella de tal manera. Puedo tener mis opiniones sobre lo que ella hizo, pero jamás se las expondría de manera tan... bruta.

—Lo haré con gusto, pero ¿no podría usted escribirle algo también? Dudo que crea apenas en mis palabras.

—Claro que lo haré. Con la condición de que usted le lleve la nota hoy mismo —Edward dijo—. Iré adentro a buscar papel y lápiz...

—No se preocupe por ello, tengo mi libreta aquí —el señor Gauvain abrió su bolso y le entregó los materiales que necesitaba.

El esquilador se puso a escribir de inmediato. Su caligrafía era enmarañada y su léxico restringido, pero su mensaje, claro y conciso. No compartía los mismos sentimientos que su esposa. No menospreciaba la existencia de Janeth. No la quería lejos de sí, o pensaba que sería una "mala influencia" para sus hijos. Era su hermana y la amaba, a pesar de sus diferencias, de sus defectos, de sus equívocos. Y eso jamás cambiaría.

—Hágale llegar esto, lo más rápido posible. Por favor —Edward le dijo a Theodore al devolverle el cuadernillo—. Y gracias por venir aquí, señor. Usted de verdad es un buen amigo de mi hermana.

—Eso intento ser, señor Grant. Aunque también tengo mis fallas. Y si no le incomoda, me gustaría charlar con usted y contarle la verdad completa sobre mi historia junto a ella... para que de esta vez no queden secretos entre nosotros. No quiero más malentendidos.

Edward volvió a respirar hondo. Recogió las cuchillas otra vez.

—Vayamos al establo entonces... cuénteme todo mientras sigo trabajando.

Y tal como el granjero exigió, así sucedió.


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Merchant

Theodore volvió al puerto exhausto. Después de tanto hablar, contestar preguntas, revisitar a su pasado vergonzoso y lleno de prejuicios, él sentía que su sinceridad le había exprimido toda la vitalidad del cuerpo. Llegó a casa, pasó un tiempo con su familia hasta que la noche cayera y volvió a salir, yéndose al hogar de Jane. Al verla la besó y abrazó por varios minutos, llegando hasta a cerrar los ojos para apreciar mejor su presencia.

—¿Ya cenaste?

—Sí... me comí una sopa —la editora murmuró—. Todavía queda un poco, por si quieres probar.

—No, no... acabo de devorar un pollo asado y si como más, exploto —entre sus brazos, ella se rio—.  Sí aceptaría un té, si es que me puedes hacer uno.

—Está bien. Ven adentro y siéntate. Pondré a hervir el agua.

Él hizo exactamente esto. Se sentó, se quitó el abrigo y los zapatos y esperó por su taza. Janeth se la entregó unos minutos más tarde, antes de sentarse a su lado. En el rostro llevaba sus lentes de lectura y en la mesa de centro de la sala, estaban dos enormes pilas de hojas a las que Theodore identificó como manuscritos. Ella todavía estaba trabajando cuando él llegó.

—Tengo algo que contarte.

—¿Sí?

El periodista recogió su libreta del bolsillo de su abrigo y la abrió en la nota escrita por Edward. Luego, se la entregó a su amante.

—Fui a Bachram hoy, a aclarar un malentendido.

—Theo...

—Tu hermano no escribió aquella despreciable carta, Jane. Su esposa, Anna, lo hizo —señaló al cuadernillo, como diciéndole que lo leyera.

Y esto ella hizo. Al terminar, con una mano ocultando sus labios temblorosos, los ojos llenos de lágrimas y el rostro arrugado por sus emociones conflictivas, llevó la mirada hacia el hombre a su lado y lo examinó, en completo silencio. Esperó a que él anunciara que aquello era una broma de mal gusto, pese a saber que Theodore jamás le haría algo así. Esperó a que él le dijera algo más que la arrastrara del tobillo de vuelta a la tierra, porque en aquel momento, sentía que estaba flotando. La nota escrita por Edward, insistiendo que no la odiaba, que se sentía pésimo por la actitud de su mujer, le había elevado el espíritu al removerle la pesada capa de vergüenza de encima, y ahora ella no sabía cómo impedirlo de salir volando hacia el cielo. Semejante liviandad no le era familiar. Estaba perpleja.

—¿Es esto en serio? —murmuró al fin, frunciendo aún más el ceño.

—Lo es. Hablé con Edward en persona. Le conté toda tu historia, de inicio a fin.

—¿Qué?

—Tuve que hacerlo. Quería estar seguro de que ya no habrá más mentiras que puedan destruir la relación de ustedes. Además, quería estar tranquilo con respecto a su trato contigo... Él no guarda rencores, ni siente disgusto alguno por tu pasado. No concuerda con tus acciones, pero... entiende que fueron necesarias. Es mucho más empático y consciente que su esposa.

—¿Le dijiste todo? ¿Incluso sobre nosotros?

—Sí.

—Theodore, eso es... muy peligroso.

—Por tu bienestar, arriesgo el mío.

—No deberías... si alguien importante se entera...

—No voy a dejar que pierdas más familiares, Janeth —él la cortó, firme en sus convicciones, serio en su actitud—. Yo ya perdí a mis dos hermanos. Si puedo evitar que tu pierdas al tuyo, lo haré. Lo hice. Él vendrá a visitarte después del sábado 10.

La escritora sacudió su cabeza lentamente, incrédula e impresionada por su coraje. El riesgo que el señor Gauvain corría al exponer su infidelidad a alguien ajeno a su propia familia era altísimo. Y que lo hiciera apenas con el interés de protegerla a ella, su amante, era absurdo. Ningún otro hombre en su situación pondría su reputación, vida cómoda y libertad en semejante peligro. Si esto no era prueba de su amor, nada más lo sería.

Janeth tiró su libreta a un lado, saltó sobre él y lo besó, eternamente agradecida por su cariño y compasión, para siempre enamorada de su bondad.

Podría tener muchos defectos, podría haber cometido muchos errores, pero en el fondo, la quería como a nadie más en el universo.

—Gracias, Theo.

—No me agradezcas por hacer lo correcto —y con eso él besó su frente, dando por terminado el tema.


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